EL ESCRITOR DE ESTILO ELEGANTE Y DEPURADO
Nathaniel Hawthorne fue un novelista estadounidense conocido por sus numerosas historias de ficción gótica y romanticismo oscuro
Hacia 1830 Nathaniel
Hawthorne escribió un cuento que Jorge Luis Borges no vaciló en calificar como
uno de los mejores relatos de la literatura de todos los tiempos.
El cuento, asegura
Hawthorne, le fue inspirado por una nota roja que leyó en un periódico o una
revista de la época. Si la anécdota no fuera cierta, sería lo de menos y sólo
atestiguaría el vuelo de la imaginación de un hombre que rara vez salía de su
habitación. Por lo demás, la historia se cobija bajo la fascinante sencillez de
los asuntos más complejos y enigmáticos
He aquí la historia.
Wakefield
[Cuento - Texto completo.]
Nathaniel Hawthorne
Recuerdo haber leído en alguna
revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre
-llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El
hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una
adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o
absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el
caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la
más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de
las rarezas de los hombres.
La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido,
bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle
siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que
hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de
veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y
con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo
paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta,
su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias;
cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez
otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado
afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.
Este resumen es todo lo que recuerdo.
Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin
precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las
simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia
cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier
otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece
insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de
que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter
de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso,
vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el
lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si
prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de
Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y
una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados
en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente
llamativo, su enseñanza.
¿Qué clase de hombre era Wakefield?
Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese
entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales,
nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño
tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más
constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón
dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa.
Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito
o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían
suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el
sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño
de un corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás
afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad,
¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar
prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a
sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de
recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma
podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio
consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente
inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta
tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos
que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y,
finalmente, de lo que ella llamaba “algo raro” en el buen hombre. Esta última
cualidad es indefinible y puede que no exista.
Ahora imaginémonos a Wakefield
despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su
equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas
altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la
señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De
buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la
fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el
misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo
lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días,
pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El
propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece
ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera
rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena
edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa
de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y
percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse
en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo
después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve
una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En
sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de
fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un
ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña
en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero,
gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto,
ella a veces duda que de veras sea viuda.
Pero quien nos incumbe es su marido.
Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la
individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo
buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después
de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado
al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro
hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente
puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto.
Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz
de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos,
claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que
luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su
nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y
habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes
de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del
mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la
mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de
Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas
en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o
definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio
irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos
humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con
mucha rapidez.
Casi arrepentido de su travesura, o
como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando
después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario
del desacostumbrado lecho.
-No -piensa, mientras se arropa en
las cobijas-, no dormiré otra noche solo.
Por la mañana madruga más que de
costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de
pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito
en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez
para su propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con
que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de
carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como
puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa:
cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se
afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos
en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy
cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde
luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque
durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa
como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si
reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado
sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a
cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La
costumbre -pues es un hombre de costumbres- lo toma de la mano y lo conduce,
sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el
momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí.
¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese preciso instante su destino
viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena
el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la
fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina
lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la
casa -la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio
pajecito- persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor?
¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo
desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las
que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a
ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos.
¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación
y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En
Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar,
puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no
lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su
esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la
calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo
hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le
pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las
brasas de la chimenea en su nuevo aposento.
Eso en cuanto al comienzo de este
largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo
carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso
natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando
una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un
ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está
hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un
movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que
lo colocó en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo
testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este
caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en
el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté
medio muerta de miedo.
Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos,
con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de
ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo
del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la
aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche
llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a
la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de
un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A
estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una
efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su
esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser
molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el
transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis.
Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre
regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual
relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una
brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo
hogar.
-¡Pero si sólo está en la calle del
lado! -se dice a veces.
¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta
ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante,
deja abierta la fecha precisa. Mañana no… probablemente la semana que viene…
muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de
volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.
¡Ojalá yo tuviera que escribir un
libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría
ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano
en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo
tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde
por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le
sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él
poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que
perdió la noción de singularidad de su conducta.
Ahora contemplemos una escena. Entre
el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con
pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte
descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla,
la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está
cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con
recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y
se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse
de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que
hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con
frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la
naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que
prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde
una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia
con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez
establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables
para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente
cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un
embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus
manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el
hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años
de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.
Vuelve a fluir el río humano y se los
lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la
iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin
embargo, pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el
hombre! Con el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se
detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y
se tira en la cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se
desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable
anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita exaltado:
-¡Wakefield, Wakefield, estás loco!
Quizás lo estaba. De tal modo debía
de haberse amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con
referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que
estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas
habían venido a parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo,
renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido
entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía
inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las
multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba -digámoslo en sentido
figurado- a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin embargo
nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito
destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos humanos y
verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había
perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy
curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su
intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como
estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de
siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad, pero sólo
por momentos. Y aun así, insistía en decir “pronto regresaré”, sin darse cuenta
de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo.
Imagino también que, mirando hacia el
pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la
que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la
aventura como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia.
Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su
salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué
triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras
favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio.
Cierta vez, pasados veinte años desde
su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la
residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen
chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga
tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue
a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y
oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo
aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz,
la barbilla y la gruesa cintura dibujan una caricatura admirable que, además,
baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en
exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae
otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el
pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a
quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar arde
un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle
la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el
armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con
trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las
piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar
que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra,
alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la
sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces
ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de
la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.
El suceso feliz -suponiendo que lo
fuera- sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a
nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la
reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y
tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de nuestro mundo
misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los
sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un
lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su
lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del
Universo.
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