EL CUENTO DEL SILLÓN DE MIMBRE
Escrito en 1918
Un joven estaba sentado en su
solitaria buhardilla. Le hubiese gustado llegar a ser pintor; pero para ello
debía superar algunas cosas bastante difíciles, y para empezar vivía
tranquilamente en su buhardilla, se iba haciendo -algo mayor y había adquirido
la costumbre de pasarse horas ante un pequeño espejo y dibujar bocetos de
autorretratos. Estos dibujos llenaban ya todo un cuaderno, y algunos le habían
complacido mucho.
-Considerando que aún no poseo
ninguna preparación en absoluto -decía para sus adentros-, esta hoja me ha
salido francamente bien. Y qué arruga más interesante allí, junto a la nariz.
Se nota que tengo algo de pensador o cosa por el estilo. Únicamente me falta
bajar un poquito más las comisuras de la boca, eso crea una impresión singular,
claramente melancólica.
Sólo que al volver a
contemplar los dibujos al cabo de cierto tiempo, en general ya no le gustaban
nada. Eso le incomodaba, pero dedujo que se debía a que estaba progresando y
cada vez se exigía más.
La relación del joven con su
buhardilla y con las cosas que allí tenía no era de las más deseables e
íntimas, pero no obstante tampoco era mala. No les hacía más ni menos
injusticia de lo habitual entre la mayoría de la gente, a duras penas las veía
y las conocía poco.
En ocasiones, cuando no
acababa, una vez más, de lograr un autorretrato, leía libros en los que trababa
conocimiento con las experiencias de otros hombres que, al igual que él, habían
comenzado siendo jóvenes modestos y totalmente desconocidos, y después habían
llegado a ser muy famosos. Le gustaba leer esos libros, y en ellos leía su futuro.
Un día estaba sentado en casa,
malhumorado otra vez y deprimido, leyendo el relato de la vida de un pintor
holandés muy famoso. Leyó que ese pintor sufría una verdadera pasión, incluso
un delirio, que estaba absolutamente dominado por una urgencia de llegar a ser
un buen pintor. El joven pensó que ese pintor holandés se le parecía bastante.
Al proseguir la lectura fue descubriendo muchos detalles que muy poco tenían en
común con su propia experiencia. Entre otras cosas leyó que cuando hacía mal
tiempo y no era posible pintar al aire libre, ese holandés pintaba, con
tenacidad y lleno de pasión, todos los objetos sobre los que se posaba su
mirada, incluso los más insignificantes.
Así, una vez había pintado un viejo
taburete desvencijado, un basto, burdo taburete de cocina campesina hecho de
madera ordinaria, con un asiento de paja trenzada bastante gastado. Con tanto
amor y tanta fe, con tanta pasión y tanta entrega había pintado el artista ese
taburete, el cual con toda certeza nunca hubiese merecido la atención de nadie
de no mediar esa circunstancia que había llegado a constituir uno de sus
cuadros más bellos. El escritor empleaba muchas palabras hermosas, incluso
conmovedoras, para describir ese taburete pintado.
Llegado a ese punto, el lector
se detuvo y reflexionó. Había descubierto algo nuevo y debía intentarlo.
Inmediatamente -pues era un joven de determinaciones extraordinariamente
rápidas- decidió imitar el ejemplo de ese gran maestro y probar también ese
camino hacia la fama.
Echó un vistazo a su
buhardilla y advirtió que, de hecho, hasta entonces se había fijado realmente
muy poco en las cosas entre las cuales vivía. No logró encontrar ningún
taburete desvencijado con un asiento de paja trenzada, tampoco había ningún par
de zuecos; ello le afligió y le desanimo un instante y estuvo a punto de
sucederle lo de tantas otras veces, cuando la lectura del Mato de la vida de
los grandes hombres le había hecho desfallecer: entonces comprendió que le
faltaban y buscaba en vano precisamente todas esas menudencias e inspiraciones
y maravillosas providencias que de modo tan agradable intervenían en la vida de
aquellos otros. Pero pronto se recompuso y se hizo cargo de que en ese momento
era totalmente cosa suya emprender con tesón el duro camino hacia la fama.
Examinó todos los objetos de su cuartito y descubrió un sillón de mimbre, que
muy bien podría servirle de modelo.
Acercó un poco el sillón con
el pie, afiló su lápiz de dibujante, apoyó el cuaderno de bocetos sobre la
rodilla y comenzó a dibujar. Consideró que la forma ya quedaba bastante bien
indicada con un par de ligeros trazos iniciales y, con rapidez y energía, pasó
a delinear el contorno con un par de trazos gruesos. Le cautivó una profunda
sombra triangular en un rincón, vigorosamente la reprodujo, y así fue tirando
adelante hasta que algo comenzó a estorbarle.
Continuó aún un rato más,
luego levantó el cuaderno a cierta distancia y contempló su dibujo con ojo crítico.
Entonces advirtió que el sillón de mimbre quedaba muy desfigurado.
Encolerizado, añadió una
línea, y después fijó una mirada furibunda sobre el sillón. Algo fallaba. Eso
le enfadó:
-¡Maldito sillón de mimbre!
-gritó con vehemencia 1 ¡en mi vida había visto un bicho tan caprichoso!
El sillón crujió un poco y
replicó serenamente:
-¡Vamos, mírame! Soy como soy
y ya no cambiaré.
El pintor le dio un puntapié.
Entonces el sillón retrocedió y volvió a adquirir un aspecto totalmente
distinto.
-¡Estúpido sillón -gritó el
jovenzuelo-, todo lo tienes torcido e inclinado!
El sillón sonrió un poco y
dijo con dulzura:
-Eso es la perspectiva,
jovencito.
Al oírlo, el joven gritó:
-¡Perspectiva! -gritó airado-.
¡Ahora este zafio sillón quiere dárselas de maestro! ¡La perspectiva es asunto
mío, no tuyo, no lo olvides!
Con eso, el sillón no volvió a
hablar. El pintor se puso a recorrer enérgicamente el cuarto, hasta que abajo
alguien golpeó enfurecido. el techo con un palo. Ahí abajo vivía un anciano, un
estudioso, que no soportaba ningún ruido.
El joven se sentó y volvió a
ocuparse de su último autorretrato. Pero no le gustó. Pensó que en realidad su
aspecto era más atractivo e interesante, y era cierto.
Entonces quiso proseguir la
lectura de su libro. Pero seguía hablando de ese taburete de paja holandés y
eso le molestó. Le parecía que verdaderamente armaban demasiado alboroto por ese
taburete y que en realidad…
El joven sacó su sombrero de
artista y decidió ir a dar una vuelta. Recordó que en otra ocasión, mucho
tiempo atrás, ya le había llamado la atención cuán insatisfactoria resultaba la
pintura. Sólo deparaba molestias y desengaños y, por último, incluso el mejor
pintor del mundo sólo podía representar la simple superficie de las cosas. A
fin de cuentas ésa no era profesión adecuada para una persona amante de lo
profundo. Y, de nuevo, como ya tantas otras veces, consideró seriamente la idea
de seguir una vocación aún más temprana: mejor ser escritor. El sillón de
mimbre quedó olvidado en la buhardilla. Le dolió que su joven amo se hubiese marchado
ya. Había abrigado la esperanza de que por fin llegaría a entablarse entre
ellos la debida relación. Le hubiese gustado muchísimo decir una palabra de vez
en cuando, y sabía que podía enseñar bastantes cosas útiles a un joven. Pero,
desgraciadamente, todo se malogró.
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