"Pataruco" es un cuento de Rómulo Gallegos que nos
sumerge en la vida de un talentoso arpista indígena apodado Pataruco,
reconocido como el mejor intérprete de joropo en la región de la Fila de
Mariches, Venezuela.
La narración explora temas como la autenticidad cultural, el
mestizaje y la identidad nacional a través de la historia de Pedro Carlos, hijo
de Pataruco, quien, a pesar de haber sido educado en Europa en música clásica,
encuentra en sus raíces venezolanas la inspiración para crear una música
auténtica y propia que une diversas influencias culturales.
El cuento destaca el valor de la tradición y la naturaleza como fuentes esenciales del arte y la identidad, reflejando la fuerza de la cultura popular venezolana y la conexión profunda con la tierra y su gente.
Rómulo Gallegos
Pataruco era el mejor arpista de la Fila de Mariches. Nadie
como él sabía puntear un joropo, ni nadie darle tan sabrosa cadencia al canto
de un pasaje, ese canto lleno de melancolía de la música vernácula. Tocaba con
sentimiento, compenetrado en el alma del aire que arrancaba a las cuerdas
grasientas sus dedos virtuosos, retorciéndose en la jubilosa embriaguez del
escobillao del golpe aragüeño, echando el rostro hacia atrás, con los ojos en
blanco, como para sorberse toda la quejumbrosa lujuria del pasaje, vibrando en
el espasmo musical de la cola, a cuyos acordes los bailadores jadeantes
lanzaban gritos lascivos, que turbaban a las mujeres, pues era fama que los
joropos de Pataruco, sobre todo cuando éste estaba medio “templao”, bailados de
la “madrugá p’abajo”, le calentaban la sangre al más apático.
Por otra parte el Pataruco era un hombre completo y en donde
él tocase no había temor de que a ningún maluco de la región se le antojase
“acabar el joropo” cortándole las cuerdas al arpa, pues con un araguaney en las
manos el indio era una notabilidad y había que ver cómo bregaba.
Por estas razones, cuando en la época de la cosecha del café
llegaban las bullangueras romerías de las escogedoras y las noches de la Fila
comenzaban a alegrarse con el son de las guitarras y con el rumor de las
“parrandas”, al Pataruco no le alcanzaba el tiempo para tocar los joropos que
“le salían” en los ranchos esparcidos en las haciendas del contorno.
Pero no había de llegar a viejo con el arpa al hombro, trajinando
por las cuestas repechosas de la Fila, en la oscuridad de las noches llenas de
consejas pavorizantes y cuya negrura duplicaban los altos y coposos guamos de
los cafetales, poblados de siniestros rumores de crótalos, silbidos de
macaureles y gañidos espeluznantes de váquiros sedientos que en la época de las
quemazones bajaban de las montañas de Capaya, huyendo del fuego que invadiera
sus laderas, y atravesaban las haciendas de la Fila, en manadas bravías en
busca del agua escasa.
Azares propicios de la suerte o habilidades o virtudes del
hombre, convirtiéronle, a la vuelta de no muchos años, en el hacendado más rico
de Mariches. Para explicar el milagro salía a relucir en las bocas de algunos
la manoseada patraña de la legendaria botijuela colmada de onzas enterradas por
“los españoles”; otros escépticos y pesimistas, hablaban de chivaterías del
Pataruco con una viuda rica que le nombró su mayordomo y a quien despojara de
su hacienda; otros por fin, y eran los menos, atribuían el caso a la
laboriosidad del arpista, que de peón de trilla había ascendido virtuosamente
hasta la condición de propietario. Pero, por esto o por aquello, lo cierto era
que el indio le había echado para siempre “la colcha al arpa” y vivía en
Caracas en casa grande, casado con una mujer blanca y fina de la cual tuvo
numerosos hijos en cuyos pies no aparecían los formidables juanetes que a él le
valieron el sobrenombre de Pataruco.
Uno de sus hijos, Pedro Carlos, heredó la vocación por la
música. Temerosa de que el muchacho fuera a salirle arpista, la madre procuró
extirparle la afición; pero como el chico la tenía en la sangre y no es cosa
hacedera torcer o frustrar las leyes implacables de la naturaleza, la señora se
propuso entonces cultivársela y para ello le buscó buenos maestros de piano.
Más tarde, cuando ya Pedro, Carlos era un hombrecito, obtuvo del marido que lo
enviase a Europa a perfeccionar sus estudios, porque, aunque lo veía bien
encaminado y con el gusto depurado en el contacto con lo que ella llamaba la
“música fina”, no se le quitaba del ánimo maternal y supersticioso el temor de
verlo, el día menos pensado, con un arpa en las manos punteando un joropo.
De este modo el hijo de Pataruco obtuvo en los grandes
centros civilizados del mundo un barniz de cultura que corría pareja con la
acción suavizadora y blanqueante del clima sobre el cutis, un tanto revelador
de la mezcla de sangre que había en él, y en los centros artísticos que
frecuentó con éxito relativo, una conveniente educación musical.
Así, refinado y nutrido de ideas, tornó a la Patria al cabo
de algunos años y si en el hogar halló, por fortuna, el puesto vacío que había
dejado su padre, en cambio encontró acogida entusiasta y generosa entre sus
compatriotas.
Traía en la cabeza un hervidero de grandes propósitos:
soñaba con traducir en grandiosas y nuevas armonías la agreste majestad del
paisaje vernáculo, lleno de luz gloriosa; la vida impulsiva y dolorosa de la
raza que se consume en momentáneos incendios de pasiones violentas y pintorescas,
como efímeros castillos de fuegos artificiales, de los cuales a la postre y
bien pronto, solo queda la arboladura lamentable de los fracasos tempranos.
Estaba seguro de que iba a crear la música nacional.
Creyó haberlo logrado en unos motivos que compuso y que dio
a conocer en un concierto en cuya expectativa las esperanzas de los que estaban
ávidos de una manifestación de arte de tal género, cuajaron en prematuros
elogios del gran talento musical del compatriota. Pero salieron frustradas las
esperanzas: la música de Pedro Carlos era un conglomerado de reminiscencias de
los grandes maestros, mezcladas y fundidas con extravagancias de pésimo gusto
que, pretendiendo dar la nota típica del colorido local solo daban la impresión
de una mascarada de negros disfrazados de príncipes blondos.
Alguien condensó en un sarcasmo brutal, netamente criollo,
la decepción sufrida por el público entendido:
—Le sale el pataruco; por mucho que se las tape, se le ven
las plumas de las patas.
Y la especie, conocida por el músico, le fulminó el
entusiasmo que trajera de Europa.
Abandonó la música de la cual no toleraba ni que se hablase
en su presencia. Pero no cayó en el lugar común de considerarse incomprendido y
perseguido por sus coterráneos. El pesimismo que le dejara el fracaso, penetró
más hondo en su corazón, hasta las raíces mismas del ser. Se convenció de que
en realidad era un músico mediocre, completamente incapacitado para la creación
artística, sordo en medio de una naturaleza muda, porque tampoco había que esperar
de ésta nada que fuese digno de perdurar en el arte.
Y buscando las causas de su incapacidad husmeó el rastro de
la sangre paterna. Allí estaba la razón: estaba hecho de una tosca substancia
humana que jamás cristalizaría en la forma delicada y noble del arte, hasta que
la obra de los siglos no depurase el grosero barro originario.
Poco tiempo después nadie se acordaba de que en él había
habido un músico.
Una noche en su hacienda de la Fila de Mariches, a donde
había ido a instancias de su madre, a vigilar las faenas de la cogida del café,
paseábase bajo los árboles que rodeaban la casa, reflexionando sobre la
tragedia muda y terrible que escarbaba en su corazón, como una lepra implacable
y tenaz.
Las emociones artísticas habían olvidado los senderos de su
alma y al recordar sus pasados entusiasmos por la belleza, le parecía que todo
aquello había sucedido en otra persona, muerta hacía tiempo, que estaba dentro
de la suya emponzoñándole la vida.
Sobre su cabeza, más allá de las copas oscuras de los guamos
y de los bucares que abrigaban el cafetal, más allá de las lomas cubiertas de
suaves pajonales que coronaban la serranía, la noche constelada se extendía
llena de silencio y de serenidad. Abajo alentaba la vida incansable en el rumor
monorrítmico de la fronda, en el perenne trabajo de la savia que ignora su
propia finalidad sin darse cuenta de lo que corre para componer y sustentar la
maravillosa arquitectura del árbol o para retribuir con la dulzura del fruto el
melodioso regalo del pájaro; en el impasible reposo de la tierra, preñado de
formidables actividades que recorren su círculo de infinitos a través de todas
las formas, desde la más humilde hasta las más poderosas.
Y el músico pensó en aquella oscura semilla de su raza que
estaba en él pudriéndose en un hervidero de anhelos imposibles. ¿Estaría acaso
germinando, para dar a su tiempo, algún zazonado fruto imprevisto?
Prestó el oído a los rumores de la noche. De los campos
venían ecos de una parranda lejana: entre ratos el viento traía el son
quejumbroso de las guitarras de los escogedores. Echó a andar, cerro abajo,
hacia el sitio donde resonaban las voces festivas: sentía como si algo más
poderoso que su voluntad lo empujara hacia un término imprevisto.
Llegado al rancho del joropo, detúvose en la puerta a
contemplar el espectáculo. A la luz mortal de los humosos candiles, envueltos
en la polvareda que levantaba el frenético escobilleo del golpe, los peones de
la hacienda giraban ebrios de aguardiente, de música y de lujuria. Chicheaban
las maracas acompañando el canto dormilón del arpa, entre ratos levantábase la
voz destemplada del “cantador” para incrustar un “corrido” dedicado a alguno de
los bailadores y a momentos de un silencio lleno de jadeos lúbricos, sucedían
de pronto gritos bestiales acompañados de risotadas.
Pedro Carlos sintió la voz de la sangre; aquella era su
verdad, la inmisericorde verdad de la naturaleza que burla y vence los
artificios y las equivocaciones del hombre: él no era sino un arpista, como su
padre, como el Pataruco.
Pidió al arpista que le cediera el instrumento y comenzó a
puntearlo, como si toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Pero los sones que
salían ahora de las cuerdas pringosas no eran, como los de antes, rudos,
primitivos, saturados de dolorosa desesperación que era un grañido de macho en
celo o un grito de animal herido; ahora era una música extraña, pero propia,
auténtica, que tenía del paisaje la llameante desolación y de la raza la
rabiosa nostalgia del africano que vino en el barco negrero y la melancólica
tristeza del indio que vio caer su tierra bajo el imperio del invasor. Y era
aquello tan imprevisto que, sin darse cuenta de por qué lo hacían, los
bailadores se detuvieron a un mismo tiempo y se quedaron viendo con extrañeza
al inusitado arpista.
De pronto uno dio un grito: había reconocido en la rara
música, nunca oída, el aire de la tierra, y la voz del alma propias. Y a un
mismo tiempo, como antes, lanzáronse los bailadores en el frenesí del joropo.
Poco después camino de su casa, Pedro Carlos iba jubiloso,
llena el alma de música. Se había encontrado a sí mismo; ya oía la voz de la
tierra…
En pos de él camina en silencio un peón de la hacienda.
Al fin dijo:
—Don Pedro, ¿cómo se llama ese joropo que usté ha tocao?
—Pataruco.
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