Blog de Arinda

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lunes, 18 de agosto de 2025

18 DE AGOSTO DE 1781- NACE JOAQUÍN SUÁREZ- ENSAYO


Joaquín Suárez, figura

 cardinal de la política

 uruguaya del siglo XIX



Introducción

 

En la constelación de próceres orientales, Joaquín Luis Miguel Suárez de Rondelo ocupa un lugar singular: no fue el caudillo de caballo y lanza que asociamos con la épica rioplatense, ni el general cuya gloria se mide en campos de batalla.

 Fue, más bien, el arquetipo del político civil que, con recursos jurídicos, diplomáticos y administrativos, sostuvo la continuidad institucional de un país que nacía en medio de guerras, facciones y asedios.

Su nombre se asocia de modo indeleble a la supervivencia republicana de Montevideo entre 1843 y 1851, cuando la capital—convertida en “Nueva Troya”—resistió a Manuel Oribe y sus aliados bajo el mando político de Suárez.

Ese gobierno, el de la Defensa, garantizó la existencia de un Uruguay legal en el corazón de una ciudad sitiada, preservando la legitimidad y una idea de país que, concluido el sitio, se proyectó al orden constitucional.

Nacido el 18 de agosto de 1781 en la Villa de Guadalupe (hoy Canelones), y fallecido en Montevideo el 26 de diciembre de 1868, Suárez encarna la figura del prócer que, sin el brillo de la caballería, defendió la legalidad como forma de la patria.

 

Formación, entorno y primeros compromisos

 

Hijo de un medio rural en formación y de redes familiares con peso local, Suárez creció en el clima turbulento que siguió a las reformas borbónicas y a las convulsiones atlánticas desarrolladas desde fines del siglo XVIII.

 Hacia 1816 ya se encontraba integrado a las instituciones locales: fue cabildante por Montevideo, y pronto debió enfrentar la presión portuguesa que desembocó en la ocupación luso-brasileña.

Testimonios de época lo muestran como un actor que asumía la defensa jurídica frente al poder militar extranjero: en 1823 protagonizó la célebre defensa de Pedro Amigo—un proceso penal de alta sensibilidad política—en la que se manifestó su rechazo al dominio brasileño, al mismo tiempo que dejaba en claro la apuesta por el encuadre legal, incluso cuando el desenlace fue adverso.

Ese episodio, con independencia de su resultado, cimentó la reputación de Suárez como hombre de leyes y convicciones, capaz de sostener una posición principista aun en circunstancias desfavorables.

La revolución de 1825, con la Cruzada Libertadora y el desembarco de los Treinta y Tres Orientales, también encontró a Suárez en la primera línea del compromiso civil: apoyó materialmente el movimiento con recursos propios—se menciona una contribución de cincuenta mil pesos—y facilitó contactos y abastecimientos que, en un territorio en disputa, resultaban tan decisivos como un batallón bien armado.

 Desde ese momento su prestigio se consolidó al lado de quienes procuraban dotar de institucionalidad al ideario de independencia.

 

1828–1830: símbolos, Estado y el primer tejido institucional

María Josefa Álamo de Suárez


La primera bandera uruguaya fue creada en 1828-1830 y tenía 19 franjas. Su diseño fue modificado por Ley del 12 de Julio de 1830, dejando en el modelo definitivo nueve franjas horizontales, que se distribuyen, en cuatro azules y cinco blancas alternadas. La primera franja y la última son de color blanco. El dibujo del sol consiste en un círculo radiante, con cara, orlado de dieciséis rayos, con un diámetro de 11/15 del cuadro blanco.

 

La construcción del Estado exige símbolos que lo hagan visible. Hay una página de la memoria doméstica uruguaya que vincula directamente a Suárez con la bandera: según tradición recogida por su familia, la primera enseña nacional fue bordada por su esposa, Josefa Álamo, e izada por él el 1.º de enero de 1829.

Más allá de lo anecdótico, ese gesto condensa el tránsito de la revolución a la administración: la patria no es sólo la proclama, sino también el rito cívico que reconoce un pabellón y lo instituye.

La pareja Suárez–Álamo fundó una amplia descendencia y, como ocurre con muchas familias patricias, su linaje se proyectó en la vida pública de generaciones posteriores.

Hacia 1830, en el proceso constituyente, Suárez emergió como referente civil moderado: ejerció cargos legislativos y ministeriales y se convirtió en un operador indispensable entre facciones.

En 1831 fue convocado por Fructuoso Rivera como ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, aunque renunció pronto por no compartir ciertas resoluciones—una señal de su estilo: mejor perder el cargo que firmar aquello que violentaba su criterio.

Ese año, y los inmediatos, lo vieron alternar en la Cámara de Representantes y luego en el Senado, donde su voz se orientó a la conciliación y al orden legal.

 

1838–1843: conciliación fallida y la sombra del Sitio


 

En 1838 integró la Comisión Pacificadora que procuró resolver la crisis riverista y, finalmente, precipitó la renuncia de Manuel Oribe a la presidencia.

 Fue una victoria para el sector colorado, pero no supuso estabilidad: las diferencias entre Rivera y Oribe derivaron en una guerra civil cuyo desenlace militar—la derrota de Rivera frente a las fuerzas federales aliadas a Oribe en Arroyo Grande (1842)—abrió a este último las puertas del país. En febrero de 1843, Oribe se instaló ante Montevideo y comenzó el Gran Sitio.

El mapa de soberanía se fracturó en dos: el “Gobierno de la Defensa”, asentado en la capital sitiada, y el “Gobierno del Cerrito”, instalado por Oribe en las afueras.

La república quedó partida entre dos legitimidades rivales, con Montevideo sometido a una presión militar que duraría casi nueve años.

 

1843–1852: el “Gobierno de la Defensa” y la resistencia de las instituciones

 

Aquí aparece la estatura histórica de Suárez. Nombrado presidente—en la práctica, jefe del Gobierno de la Defensa—el 1.º de marzo de 1843, ejerció la función hasta el 15 de febrero de 1852.

 Su figura se tornó el pivote de una experiencia inédita: gobernar un país reducido a una ciudad portuaria bajo asedio, sosteniendo un aparato de Estado, respaldando una economía abierta al Atlántico, negociando con potencias extranjeras y manteniendo una legalidad que no fuera mero simulacro.

La paradoja de la Defensa es que, sin vencer por las armas, logró hacer perdurar a la república por la fuerza de la ley, de la administración y de la diplomacia.

El Montevideo sitiado fue teatro de una intensa actividad internacional: allí confluyeron intereses británicos y franceses, que veían en la apertura del Río de la Plata un eje comercial estratégico; también operaron exiliados argentinos antirrosistas, italianos comprometidos con causas liberales—como Giuseppe Garibaldi—y una nutrida colonia de extranjeros que aportó capital, oficios y contactos.

Suárez supo traducir ese cosmopolitismo en protección diplomática y en una narrativa de legitimidad liberal. La ciudad resistió no sólo por sus murallas y cañones, sino por su condición de plaza abierta: puerto franco, prensa activa, vida cultural vibrante.

Tanto fue así, que la experiencia inspiró a Alejandro Dumas padre a escribir La Nouvelle Troie (1850), reforzando la imagen de Montevideo como baluarte heroico y comercial a la vez.

 

Gobierno en tiempos de sitio: administración, libertades y reformas

 

En ese marco extraordinario, el gobierno de Suárez impulsó medidas de profundo calado simbólico y jurídico.

La abolición de la esclavitud en 1842—en medio de una guerra civil—señala, a la vez, la voluntad de proyectar un orden liberal y la necesidad de recomponer la cohesión social de una ciudad que requería brazos libres para la defensa y para la economía.

Que la emancipación se formalizara en esa coyuntura habla tanto de convicciones ideológicas como de sentido de oportunidad: la república sitiada se definía como moderna frente a la vieja sociedad estamental.

La agenda suarista incluyó, además, la preservación del funcionamiento legislativo y judicial cuanto fuera posible, la garantía de cierta libertad de prensa—clave para la diplomacia informal con Europa—y una administración que, pese al estrechamiento fiscal, mantenía servicios esenciales.

En este punto, el mérito de Suárez fue sostener la encrucijada entre un orden jurídico mínimo y una economía de guerra.

Si Montevideo pudo continuar firmando contratos, emitiendo normas y negociando con potencias, fue en buena medida por la pertinacia de un presidente que creía que la ley era un arma política.

 

Diplomacia y final del Sitio

 

El Gran Sitio no terminó por una victoria clamorosa de uno u otro bando, sino por la convergencia de factores: el reequilibrio regional posterior a Caseros (1852), la presión de Brasil y el Imperio británico, y el agotamiento material y humano de la guerra.

Ya en octubre de 1851, Suárez firmó el Tratado de Paz que puso fin al asedio y recibió del emperador del Brasil la condecoración de la Gran Cruz de la Orden de Cristo, un gesto diplomático que subrayaba el rol de la Defensa como aliado en la arquitectura rioplatense de la época.

El 15 de febrero de 1852, restablecido el régimen constitucional, Suárez dejó el mando en manos del presidente del Senado, Bernardo Prudencio Berro—acto que tradujo en forma institucional la transición desde la excepcionalidad del sitio al cauce ordinario de la república.

 

El regreso a la vida ordinaria: Senado, Cámara y retiro

 

Concluido el ciclo bélico, Suárez retornó a la política parlamentaria: fue senador por Canelones en 1854 y diputado por Montevideo en 1858.

Su salud fue mermando, y su economía personal padeció los sobresaltos de una hacienda pública crónicamente apurada—típica secuela de años de guerra.

En 1861 se votó a su favor una pensión que, por los problemas fiscales, apenas percibía.

En 1862, ya octogenario, presidió una comisión vecinal vinculada a escuelas del Reducto y Paso Molino.

En 1866, prácticamente ciego, encabezó los funerales en la Matriz en memoria de los Mártires de Quinteros.

Cerró su vida el 26 de diciembre de 1868; sus restos reposan en la Catedral de Montevideo, próximo a la tumba de Fructuoso Rivera, símbolo elocuente de reconciliación histórica.

La posteridad republicana le ofreció homenajes acordes: una ley de 1881 dispuso erigir su estatua, inaugurada en Plaza Independencia en 1896 y luego trasladada a la plaza que hoy lleva su nombre, en la zona de su antigua quinta, cerca de la actual avenida Joaquín Suárez.

Estos signos urbanos hacen visible el lugar que la memoria pública reserva a quien condujo la Defensa.

 

Un nombre en el mapa: la ciudad de Joaquín Suárez

 


Más allá de plazas y avenidas, el tributo más elocuente está en el mapa canario: la ciudad de Joaquín Suárez, fundada por Francisco Piria en 1882, entre Toledo y Pando, perpetúa la memoria del presidente de la Defensa en la toponimia y la vida cotidiana.

El decreto de 1866 había aprobado la creación de la villa; con el tiempo, el poblamiento y el ferrocarril soldaron su desenvolvimiento.

Aún hoy, el gobierno departamental señala su identidad conmemorativa y ha celebrado aniversarios instalando monumentos y pabellones patrios “en honor al Capitán Joaquín Suárez”, señal de que la figura excede la historiografía y forma parte del repertorio cívico local.

 

Perfil político: legalismo, prudencia y firmeza

 

La política suarista puede leerse en tres claves.

La primera, un legalismo práctico: Suárez no finge que la ley flota en el vacío; sabe que se sostiene en alianzas, comercio, prensa y diplomacia.

Por eso el Gobierno de la Defensa es, a un tiempo, una experiencia de legalidad y de realismo político. Sin un puerto abierto, sin la atención de Londres, París y Río, la ley sería un papel; sin un marco jurídico que ofreciera previsibilidad, el puerto habría sido un botín de guerra sin atractivo para el comercio.

 La originalidad de Suárez fue mantener ese equilibrio.

 

La segunda clave es su talante civil. Frente a caudillos de espada reluciente, su autoridad proviene de la mesura y de la coherencia.

 No se trata de una prudencia tímida, sino de una firmeza que se expresa como contención: se mantiene en el cargo durante nueve años de sitio, resiste presiones y administra la escasez sin abdicar de la idea de Estado.

Así, su figura recuerda que la construcción republicana no es un acto único sino un hábito, una repetición de gestos legales y administrativos que, a fuerza de insistencia, devienen tradición.

 

La tercera es el reformismo simbólico: en tiempos adversos, Suárez impulsa la abolición de la esclavitud y cultiva una vida pública que atrae a la ciudad sitiada a gentes e ideas del Atlántico liberal.

El Montevideo de la Defensa, con sus periódicos, tertulias y asociaciones, es una urbe que respira el aire de la modernidad, aun en la estrechez. De allí que Dumas pudiera escribir sobre la “Nueva Troya”: Montevideo, asediada, es al mismo tiempo un buzón al mundo.

 

La relación con los caudillos y la política de facciones

 

El siglo XIX uruguayo fue una alquimia de caudillismos y ensayos institucionales.

Suárez no fue ajeno a esa dinámica: su carrera lo puso entre Rivera y Oribe, y la Defensa no se explica sin la gravitación militar de aliados como Garibaldi, ni sin la presión de Rosas desde Buenos Aires.

 Pero su impronta consistió en evitar que la política se redujera a la lógica del campo de batalla.

Si Rivera era la lanza que abría camino, Suárez ambicionaba ser la pluma que firmaba la paz. Cuando la conciliación fracasó en 1838–1842, aceptó la excepcionalidad del sitio, pero se propuso civilizarla: instauró un gobierno que, aunque militarizado, no se agotara en el fuero castrense.

 Aun la creación de instancias como el Tribunal Militar Superior en 1851 obedeció al esfuerzo por dar forma procesal a la guerra; podría objetarse el sesgo corporativo de tal decisión, pero en términos de época significaba someter la fuerza a reglas.

 

El legado material e inmaterial

 

¿Qué queda de Suárez?

En el plano material, quedan instituciones que sobrevivieron al sitio, prácticas administrativas que afirmaron la continuidad del Estado y una toponimia que lo recuerda.

En el plano inmaterial, queda un estilo de liderazgo político que, sin renunciar a la firmeza, privilegia la construcción de acuerdos y la defensa de la legalidad; una memoria de la república como acto civil que no depende enteramente del sable.

 Queda, también, la lección de que los símbolos fundacionales—la bandera izada en 1829, el duelo por los mártires, la condecoración extranjera—no son meras estampas: son piezas de una narrativa nacional en la que Montevideo, puerto y frontera, imitó y a la vez reescribió los guiones del liberalismo atlántico.

 

Una vida, muchas lecturas

 

Historiográficamente, Suárez admite múltiples lecturas.

La tradición colorada lo glorifica como el presidente que “salvó la república”; una mirada más crítica subrayará que el sostén extranjero de la Defensa—particularmente de Brasil—plantea una dependencia con costos geopolíticos.

Pero incluso bajo ese prisma, su liderazgo civil sugiere que el país optó por una inserción abierta al comercio y al concierto de las potencias de la época, en lugar de un repliegue estanciero en manos de una sola jefatura militar.

En esa elección—acertada o discutible—se cifra el tipo de modernidad rioplatense que Uruguay adoptó en el medio siglo que siguió.

Otra lectura atiende a su “biografía moral”: la renuncia temprana a un ministerio por razones de conciencia, la defensa del acusado en 1823 ante autoridades extranjeras, la entereza durante el asedio, la pobreza final y la ceguera. Esa biografía encarna una ética de servicio público que no se mide por riquezas acumuladas, sino por la continuidad de un proyecto político: que exista la república, que funcione la ley, que sea posible la alternancia. Para un país pequeño entre gigantes, esa ética no es una delicadeza de salón: es una estrategia de supervivencia.

 

Conclusión: la república como perseverancia

 

Joaquín Suárez no fue un fundador en el sentido heroico que consagra el bronce ecuestre; fue un perseverante.

En las edades turbulentas, la perseverancia es una forma de coraje. Suárez la ejerció en el nivel más complejo: el de mantener la regularidad en la excepción, la norma en el asedio, la firma en la pólvora.

Si la independencia requiere espadas, la república exige hábitos; y los hábitos los construye la política civil, día a día, expediente por expediente. Ese es su legado más profundo.

Cuando hoy se camina por la plaza que lleva su nombre, o se atraviesa la ciudad canaria que lo recuerda, no se homenajea sólo al jefe del Gobierno de la Defensa; se saluda a una tradición que cree en el poder público como puente entre la libertad y el orden, entre la contingencia y la ley. En ese puente, la figura sobria de Joaquín Suárez sigue en pie.

 

Fuentes consultadas

 

Síntesis biográficas y cronología en Wikipedia en español e inglés; especialmente para fechas clave, cargos y medidas de gobierno.

Gran Sitio de Montevideo: panorámica del conflicto y dualidad gubernativa (“Defensa” y “Cerrito”).

Real Academia de la Historia (DBE): perfil como “estadista y prócer civil”.

Intendencia de Canelones y páginas históricas sobre la ciudad de Joaquín Suárez: fundación y homenajes.


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