Joaquín Suárez, figura
cardinal de la política
uruguaya del siglo XIX
Introducción
En la constelación de próceres
orientales, Joaquín Luis Miguel Suárez de Rondelo ocupa un lugar singular: no
fue el caudillo de caballo y lanza que asociamos con la épica rioplatense, ni
el general cuya gloria se mide en campos de batalla.
Fue, más bien, el arquetipo del político civil
que, con recursos jurídicos, diplomáticos y administrativos, sostuvo la
continuidad institucional de un país que nacía en medio de guerras, facciones y
asedios.
Su nombre se asocia de modo
indeleble a la supervivencia republicana de Montevideo entre 1843 y 1851,
cuando la capital—convertida en “Nueva Troya”—resistió a Manuel Oribe y sus
aliados bajo el mando político de Suárez.
Ese gobierno, el de la Defensa,
garantizó la existencia de un Uruguay legal en el corazón de una ciudad
sitiada, preservando la legitimidad y una idea de país que, concluido el sitio,
se proyectó al orden constitucional.
Nacido el 18 de agosto de 1781
en la Villa de Guadalupe (hoy Canelones), y fallecido en Montevideo el 26 de
diciembre de 1868, Suárez encarna la figura del prócer que, sin el brillo de la
caballería, defendió la legalidad como forma de la patria.
Formación, entorno y primeros compromisos
Hijo de un medio rural en
formación y de redes familiares con peso local, Suárez creció en el clima
turbulento que siguió a las reformas borbónicas y a las convulsiones atlánticas
desarrolladas desde fines del siglo XVIII.
Hacia 1816 ya se encontraba integrado a las
instituciones locales: fue cabildante por Montevideo, y pronto debió enfrentar
la presión portuguesa que desembocó en la ocupación luso-brasileña.
Testimonios de época lo
muestran como un actor que asumía la defensa jurídica frente al poder militar
extranjero: en 1823 protagonizó la célebre defensa de Pedro Amigo—un proceso
penal de alta sensibilidad política—en la que se manifestó su rechazo al
dominio brasileño, al mismo tiempo que dejaba en claro la apuesta por el
encuadre legal, incluso cuando el desenlace fue adverso.
Ese episodio, con
independencia de su resultado, cimentó la reputación de Suárez como hombre de
leyes y convicciones, capaz de sostener una posición principista aun en
circunstancias desfavorables.
La revolución de 1825, con la
Cruzada Libertadora y el desembarco de los Treinta y Tres Orientales, también
encontró a Suárez en la primera línea del compromiso civil: apoyó materialmente
el movimiento con recursos propios—se menciona una contribución de cincuenta
mil pesos—y facilitó contactos y abastecimientos que, en un territorio en
disputa, resultaban tan decisivos como un batallón bien armado.
Desde ese momento su prestigio se consolidó al lado de quienes procuraban dotar de institucionalidad al ideario de independencia.
1828–1830: símbolos, Estado y el primer tejido
institucional
María Josefa Álamo de Suárez
La primera bandera uruguaya fue creada en 1828-1830 y tenía 19 franjas. Su diseño fue modificado por Ley del 12 de Julio de 1830, dejando en el modelo definitivo nueve franjas horizontales, que se distribuyen, en cuatro azules y cinco blancas alternadas. La primera franja y la última son de color blanco. El dibujo del sol consiste en un círculo radiante, con cara, orlado de dieciséis rayos, con un diámetro de 11/15 del cuadro blanco.
La construcción del Estado
exige símbolos que lo hagan visible. Hay una página de la memoria doméstica
uruguaya que vincula directamente a Suárez con la bandera: según tradición
recogida por su familia, la primera enseña nacional fue bordada por su esposa,
Josefa Álamo, e izada por él el 1.º de enero de 1829.
Más allá de lo anecdótico, ese
gesto condensa el tránsito de la revolución a la administración: la patria no
es sólo la proclama, sino también el rito cívico que reconoce un pabellón y lo
instituye.
La pareja Suárez–Álamo fundó
una amplia descendencia y, como ocurre con muchas familias patricias, su linaje
se proyectó en la vida pública de generaciones posteriores.
Hacia 1830, en el proceso
constituyente, Suárez emergió como referente civil moderado: ejerció cargos
legislativos y ministeriales y se convirtió en un operador indispensable entre
facciones.
En 1831 fue convocado por
Fructuoso Rivera como ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, aunque
renunció pronto por no compartir ciertas resoluciones—una señal de su estilo:
mejor perder el cargo que firmar aquello que violentaba su criterio.
Ese año, y los inmediatos, lo
vieron alternar en la Cámara de Representantes y luego en el Senado, donde su
voz se orientó a la conciliación y al orden legal.
1838–1843: conciliación fallida y la sombra del Sitio
En 1838 integró la Comisión
Pacificadora que procuró resolver la crisis riverista y, finalmente, precipitó
la renuncia de Manuel Oribe a la presidencia.
Fue una victoria para el sector colorado, pero
no supuso estabilidad: las diferencias entre Rivera y Oribe derivaron en una
guerra civil cuyo desenlace militar—la derrota de Rivera frente a las fuerzas
federales aliadas a Oribe en Arroyo Grande (1842)—abrió a este último las
puertas del país. En febrero de 1843, Oribe se instaló ante Montevideo y
comenzó el Gran Sitio.
El mapa de soberanía se
fracturó en dos: el “Gobierno de la Defensa”, asentado en la capital sitiada, y
el “Gobierno del Cerrito”, instalado por Oribe en las afueras.
La república quedó partida
entre dos legitimidades rivales, con Montevideo sometido a una presión militar
que duraría casi nueve años.
1843–1852: el “Gobierno de la Defensa” y la
resistencia de las instituciones
Aquí aparece la estatura
histórica de Suárez. Nombrado presidente—en la práctica, jefe del Gobierno de
la Defensa—el 1.º de marzo de 1843, ejerció la función hasta el 15 de febrero
de 1852.
Su figura se tornó el pivote de una
experiencia inédita: gobernar un país reducido a una ciudad portuaria bajo
asedio, sosteniendo un aparato de Estado, respaldando una economía abierta al
Atlántico, negociando con potencias extranjeras y manteniendo una legalidad que
no fuera mero simulacro.
La paradoja de la Defensa es
que, sin vencer por las armas, logró hacer perdurar a la república por la
fuerza de la ley, de la administración y de la diplomacia.
El Montevideo sitiado fue teatro
de una intensa actividad internacional: allí confluyeron intereses británicos y
franceses, que veían en la apertura del Río de la Plata un eje comercial
estratégico; también operaron exiliados argentinos antirrosistas, italianos
comprometidos con causas liberales—como Giuseppe Garibaldi—y una nutrida
colonia de extranjeros que aportó capital, oficios y contactos.
Suárez supo traducir ese
cosmopolitismo en protección diplomática y en una narrativa de legitimidad
liberal. La ciudad resistió no sólo por sus murallas y cañones, sino por su
condición de plaza abierta: puerto franco, prensa activa, vida cultural
vibrante.
Tanto fue así, que la
experiencia inspiró a Alejandro Dumas padre a escribir La Nouvelle Troie
(1850), reforzando la imagen de Montevideo como baluarte heroico y comercial a
la vez.
Gobierno en tiempos de sitio: administración,
libertades y reformas
En ese marco extraordinario,
el gobierno de Suárez impulsó medidas de profundo calado simbólico y jurídico.
La abolición de la esclavitud
en 1842—en medio de una guerra civil—señala, a la vez, la voluntad de proyectar
un orden liberal y la necesidad de recomponer la cohesión social de una ciudad
que requería brazos libres para la defensa y para la economía.
Que la emancipación se formalizara
en esa coyuntura habla tanto de convicciones ideológicas como de sentido de
oportunidad: la república sitiada se definía como moderna frente a la vieja
sociedad estamental.
La agenda suarista incluyó,
además, la preservación del funcionamiento legislativo y judicial cuanto fuera
posible, la garantía de cierta libertad de prensa—clave para la diplomacia
informal con Europa—y una administración que, pese al estrechamiento fiscal,
mantenía servicios esenciales.
En este punto, el mérito de
Suárez fue sostener la encrucijada entre un orden jurídico mínimo y una
economía de guerra.
Si Montevideo pudo continuar
firmando contratos, emitiendo normas y negociando con potencias, fue en buena
medida por la pertinacia de un presidente que creía que la ley era un arma
política.
Diplomacia y final del Sitio
El Gran Sitio no terminó por
una victoria clamorosa de uno u otro bando, sino por la convergencia de
factores: el reequilibrio regional posterior a Caseros (1852), la presión de
Brasil y el Imperio británico, y el agotamiento material y humano de la guerra.
Ya en octubre de 1851, Suárez
firmó el Tratado de Paz que puso fin al asedio y recibió del emperador del
Brasil la condecoración de la Gran Cruz de la Orden de Cristo, un gesto
diplomático que subrayaba el rol de la Defensa como aliado en la arquitectura
rioplatense de la época.
El 15 de febrero de 1852,
restablecido el régimen constitucional, Suárez dejó el mando en manos del
presidente del Senado, Bernardo Prudencio Berro—acto que tradujo en forma
institucional la transición desde la excepcionalidad del sitio al cauce
ordinario de la república.
El regreso a la vida ordinaria: Senado, Cámara y
retiro
Concluido el ciclo bélico,
Suárez retornó a la política parlamentaria: fue senador por Canelones en 1854 y
diputado por Montevideo en 1858.
Su salud fue mermando, y su
economía personal padeció los sobresaltos de una hacienda pública crónicamente
apurada—típica secuela de años de guerra.
En 1861 se votó a su favor una
pensión que, por los problemas fiscales, apenas percibía.
En 1862, ya octogenario,
presidió una comisión vecinal vinculada a escuelas del Reducto y Paso Molino.
En 1866, prácticamente ciego,
encabezó los funerales en la Matriz en memoria de los Mártires de Quinteros.
Cerró su vida el 26 de
diciembre de 1868; sus restos reposan en la Catedral de Montevideo, próximo a
la tumba de Fructuoso Rivera, símbolo elocuente de reconciliación histórica.
La posteridad republicana le
ofreció homenajes acordes: una ley de 1881 dispuso erigir su estatua,
inaugurada en Plaza Independencia en 1896 y luego trasladada a la plaza que hoy
lleva su nombre, en la zona de su antigua quinta, cerca de la actual avenida Joaquín
Suárez.
Estos signos urbanos hacen
visible el lugar que la memoria pública reserva a quien condujo la Defensa.
Un nombre en el mapa: la ciudad de Joaquín Suárez
Más allá de plazas y avenidas,
el tributo más elocuente está en el mapa canario: la ciudad de Joaquín Suárez,
fundada por Francisco Piria en 1882, entre Toledo y Pando, perpetúa la memoria
del presidente de la Defensa en la toponimia y la vida cotidiana.
El decreto de 1866 había
aprobado la creación de la villa; con el tiempo, el poblamiento y el
ferrocarril soldaron su desenvolvimiento.
Aún hoy, el gobierno
departamental señala su identidad conmemorativa y ha celebrado aniversarios
instalando monumentos y pabellones patrios “en honor al Capitán Joaquín
Suárez”, señal de que la figura excede la historiografía y forma parte del
repertorio cívico local.
Perfil político: legalismo, prudencia y firmeza
La política suarista puede
leerse en tres claves.
La primera, un legalismo
práctico: Suárez no finge que la ley flota en el vacío; sabe que se
sostiene en alianzas, comercio, prensa y diplomacia.
Por eso el Gobierno de la
Defensa es, a un tiempo, una experiencia de legalidad y de realismo político.
Sin un puerto abierto, sin la atención de Londres, París y Río, la ley sería un
papel; sin un marco jurídico que ofreciera previsibilidad, el puerto habría
sido un botín de guerra sin atractivo para el comercio.
La originalidad de Suárez fue mantener ese
equilibrio.
La segunda clave es su talante
civil. Frente a caudillos de espada reluciente, su autoridad
proviene de la mesura y de la coherencia.
No se trata de una prudencia tímida, sino de
una firmeza que se expresa como contención: se mantiene en el cargo durante
nueve años de sitio, resiste presiones y administra la escasez sin abdicar de
la idea de Estado.
Así, su figura recuerda que la
construcción republicana no es un acto único sino un hábito, una repetición de
gestos legales y administrativos que, a fuerza de insistencia, devienen
tradición.
La tercera es el reformismo
simbólico: en tiempos adversos, Suárez impulsa la abolición de la
esclavitud y cultiva una vida pública que atrae a la ciudad sitiada a gentes e
ideas del Atlántico liberal.
El Montevideo de la Defensa,
con sus periódicos, tertulias y asociaciones, es una urbe que respira el aire
de la modernidad, aun en la estrechez. De allí que Dumas pudiera escribir sobre
la “Nueva Troya”: Montevideo, asediada, es al mismo tiempo un buzón al mundo.
La relación con los caudillos y la política de
facciones
El siglo XIX uruguayo fue una
alquimia de caudillismos y ensayos institucionales.
Suárez no fue ajeno a esa
dinámica: su carrera lo puso entre Rivera y Oribe, y la Defensa no se explica
sin la gravitación militar de aliados como Garibaldi, ni sin la presión de
Rosas desde Buenos Aires.
Pero su impronta consistió en evitar que la
política se redujera a la lógica del campo de batalla.
Si Rivera era la lanza que
abría camino, Suárez ambicionaba ser la pluma que firmaba la paz. Cuando la conciliación
fracasó en 1838–1842, aceptó la excepcionalidad del sitio, pero se propuso
civilizarla: instauró un gobierno que, aunque militarizado, no se agotara en el
fuero castrense.
Aun la creación de instancias como el Tribunal
Militar Superior en 1851 obedeció al esfuerzo por dar forma procesal a la
guerra; podría objetarse el sesgo corporativo de tal decisión, pero en términos
de época significaba someter la fuerza a reglas.
El legado material e inmaterial
¿Qué queda de Suárez?
En el plano material, quedan
instituciones que sobrevivieron al sitio, prácticas administrativas que
afirmaron la continuidad del Estado y una toponimia que lo recuerda.
En el plano inmaterial, queda
un estilo de liderazgo político que, sin renunciar a la firmeza, privilegia la
construcción de acuerdos y la defensa de la legalidad; una memoria de la
república como acto civil que no depende enteramente del sable.
Queda, también, la lección de que los símbolos
fundacionales—la bandera izada en 1829, el duelo por los mártires, la
condecoración extranjera—no son meras estampas: son piezas de una narrativa
nacional en la que Montevideo, puerto y frontera, imitó y a la vez reescribió
los guiones del liberalismo atlántico.
Una vida, muchas lecturas
Historiográficamente, Suárez
admite múltiples lecturas.
La tradición colorada lo
glorifica como el presidente que “salvó la república”; una mirada más crítica
subrayará que el sostén extranjero de la Defensa—particularmente de Brasil—plantea
una dependencia con costos geopolíticos.
Pero incluso bajo ese prisma,
su liderazgo civil sugiere que el país optó por una inserción abierta al
comercio y al concierto de las potencias de la época, en lugar de un repliegue
estanciero en manos de una sola jefatura militar.
En esa elección—acertada o
discutible—se cifra el tipo de modernidad rioplatense que Uruguay adoptó en el
medio siglo que siguió.
Otra lectura atiende a su
“biografía moral”: la renuncia temprana a un ministerio por razones de
conciencia, la defensa del acusado en 1823 ante autoridades extranjeras, la
entereza durante el asedio, la pobreza final y la ceguera. Esa biografía
encarna una ética de servicio público que no se mide por riquezas acumuladas,
sino por la continuidad de un proyecto político: que exista la república, que
funcione la ley, que sea posible la alternancia. Para un país pequeño entre
gigantes, esa ética no es una delicadeza de salón: es una estrategia de
supervivencia.
Conclusión: la república como perseverancia
Joaquín Suárez no fue un
fundador en el sentido heroico que consagra el bronce ecuestre; fue un
perseverante.
En las edades turbulentas, la
perseverancia es una forma de coraje. Suárez la ejerció en el nivel más
complejo: el de mantener la regularidad en la excepción, la norma en el asedio,
la firma en la pólvora.
Si la independencia requiere
espadas, la república exige hábitos; y los hábitos los construye la política
civil, día a día, expediente por expediente. Ese es su legado más profundo.
Cuando hoy se camina por la
plaza que lleva su nombre, o se atraviesa la ciudad canaria que lo recuerda, no
se homenajea sólo al jefe del Gobierno de la Defensa; se saluda a una tradición
que cree en el poder público como puente entre la libertad y el orden, entre la
contingencia y la ley. En ese puente, la figura sobria de Joaquín Suárez sigue
en pie.
Fuentes consultadas
Síntesis biográficas y
cronología en Wikipedia en español e inglés; especialmente para fechas clave,
cargos y medidas de gobierno.
Gran Sitio de Montevideo:
panorámica del conflicto y dualidad gubernativa (“Defensa” y “Cerrito”).
Real Academia de la Historia
(DBE): perfil como “estadista y prócer civil”.
Intendencia de Canelones y
páginas históricas sobre la ciudad de Joaquín Suárez: fundación y homenajes.
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