I SOBRE MATEMATICA.
Todo material de enseñanza se
trae consigo junto con los elementos que motivaron su confección y sobre los
cuales irán todas las atenciones, otros que, a la manera de duendecillos, si el
maestro no anda advertido, actuarán a las calladas, ocultos a la conciencia del
didacta, para desvirtuar sus propósitos.
No me refiero aquí al material que con sus
propias artes se consigue el maestro para un momento de su enseñar, que es de
suyo, por lo circunstancial, cambiante y volandero sino al que, valga el decir,
nos viene de fábrica, al construido con vistas a la perduración y para un andar
constante en manos de alumnos y maestros. (1)
Si actuamos sobre la materia a
fin de acomodarla a propósitos didácticos, nos vemos obligados a presentar en
permanente situación de coexistencia, junto con aquello que para nosotros
constituye lo esencial, otros elementos que siendo meros accidentes en el
objeto, aparecerán a los ojos del niño con los caracteres propios de lo
substancial.
Al construir un cubo, pongamos
por caso, irán aparejados en un mismo pie de igualdad, a los efectos de generar
ideas, lo substantivo de sus ángulos rectos con lo antojadizo del color; ¡lo
ineludible de sus seis caras con lo accidenta! de la materia con que lo
hicimos.
Luego de construido, su peso, su
volumen, sus dimensiones serán tan invariantes como el número inflexible de sus
aristas. (2)
Inocente sería este cubo si lo
presentáramos acompañado de otros distintos, porque así al niño le sería dado
el separar lo fundamental de lo accesorio. Es dañoso en cambio, si el ejemplar
aparece como único. A esta situación nos conducía la clásica caja de sólidos
geométricos asentada en nuestras escuelas desde el siglo pasado y fabricada con
tales propósitos de perduración, que aún no sería imposible encontrarse con
niños de ahora, andando en lo mismo de sus abuelos.
La traigo a ejemplo, pese a
tratarse de una antigualla, porque lo dicho para ella, en lo esencial, puede
ser aplicable a cualquier material didáctico, no sólo a los habidos sino
también a los que se utilizan en el presente y aún a los que se produzcan en el
futuro.
Además, como no hubo escuela sin
su caja de sólidos ni maestro que no la manejara, me fue posible experimentar
sobre cientos de escuelas, sobre miles de niños, en medios que van desde los
más pobres a los más encopetados, en ciudades populosas y en lugares apartados,
sobre hacer de maestros novatos y de veteranos.
Aquella caja contenía un sólo
ejemplar de cada cuerpo geométrico. Como los programas de los primeros años
llevaban a lidiar con prismas, esferas, conos y pirámides, si el maestro
operaba exclusivamente con lo del juego, fundaba las nociones respectivas a
base de piezas únicas que así aparecían a los ojos del niño con la totalidad de
sus elementos revestidos con caracteres de inmutabilidad.
En la conciencia del maestro
estaba que sus alumnos sabían distinguir un cubo de una esfera; un prisma de un cilindro; que
tales bases eran cuadradas y circularos, las otras; que esto era vértice y
aquello, cúspide; que allá había planos y acá superficies curvas; pero, en
cambio, ignoraba que con su constante andar a base de un sólo ejemplar de cada
pieza, sus niños habían aprendido por sí, que la existencia, tanto la del cubo
como la de los demás entes, estaba condicionada a situaciones de identidad con
aquellos cuerpos del juego. La noción así adquirida y así condicionada les
impedía concebir igualdad de categoría entre dos entes que se presentaran con
variables en sus aspectos no fundamentales.
En consecuencia, si introducíamos
en la caja la novedad de un cubo de un centímetro de arista, la de un prisma de
cartón, la de un cono pintarrajeado; si iban flamantes canicas a codearse con
la robusta esfera y monedas para acompañar al cilindro, no hay cuidado que los
niños fueran a lo nuevo si se les llamaba a mostrar cubos, esferas o cilindros.
Siempre iban las manos a los cuerpos del juego y salían con nones si se les
pedía, va como ejemplo, que sacaron de la caja más esferas, aunque bien a la
vista les ponía siempre, cuatro o cinco bolitas y un bochón
No sucedía esto solamente a
maestros que damos en llamar "del montón" sino también a quienes por
lo que se verá, hemos de atribuirle jerarquía. •
Uno de éstos a quien sus alumnos
con sus comportamientos, no habían dejado en buen pie, luego de reconocer sus
malandanzas en la generación de aquellas nociones, empezó a trasquilar al que
fue por lana, al salirme con que yo también, con mi material corría el riesgo,
si no advertía, de generar errores, pues a rigor matemático, aquellas mis
monedas no eran cilindros por lo de sus bases abroqueladas; ni mis canicas,
esferas por las inevitables imperfecciones con que salen de fábrica; ni mi
cucurucho, un cono por su desprendimiento de la pegadura y en última instancia,
como golpe final, agregó que si presentamos estos entes geométricos, ligado
siempre a los sólidos del cartón o del hierro o de la madera, iremos sembrando
inconscientemente la falsedad de que no hay geometría en lo líquido ni en los
gases ni en el vacío, ni en el solo imaginable espacio matemático.
Es realmente asombroso que quien
se movía tan bajo haya salido con tales vuelos en cuanto un extraño le hizo ver
imperfecciones en su material de enseñanza. Una advertencia, un golpe de
atención, un resquebrajamiento de la confianza en su caja de sólidos, bastó
para alertarlo acerca de los falsos conceptos que pueden filtrarse a la sordina
con el uso descuidado de estos auxiliares Es que el material impone muchas
veces su señorío por el prestigio con que generalmente viene rodeado. A éste lo
prohijó la Dra Montessori, a este otro el mismísimo Decroly; aquél se usa en la
Casa de los Pequeños de Ginebra, aquí hubo alientos de Emma Castelnuovo; allá
los desvelos de Stern. ¡Cómo no entregarse confiados, sin recelos, sin
advertencias al uso de este material!
Desde tercer año en adelante se
notaba, en cuanto al cubo y a la esfera, que en el pensamiento del niño el
factor dimensión ya no era parte para evitar el reconocimiento de aquellos
entes. En cambio, en la clase superior, en lo que se refiere a prismas, conos y
pirámides, las nociones respectivas seguían condicionadas a la existencia de
una cierta relación dimensional entre los ejes fundamentales.
No ocurre lo mismo ni con la
esfera ni con el cubo, porque allí la relación es inmutable y siempre se da la
razón de uno a uno; pero en los demás las relaciones son variables y pueden
entrar en profundos desequilibrios. La caja no tuvo en cuenta este aspecto de
la realidad.
Donde se fue a desigualdades
entre los ejes, nunca lo mayor excede en más de tres veces a lo menor. La
altura del cilindro recto es poco más que el doble del diámetro de la base y
así el cono y así en poco más o en poco menos, casi todos los demás cuerpos sin
irse ninguno con uno de sus ejes por los aledaños del cero y con otro a
largores de a metro.
Con este andar y andar siempre en
ese tipo de relaciones, los niños atrapan algunos elementos modificadores de su
primera noción. El concepto de prisma o de cilindro no tiene ahora las
rigideces absolutas del primer año, pues responde a ciertas variables de la
dimensión, pero condicionado a límites más allá de los cuales desaparece toda
correspondencia entre el objeto y aquella concepción. Para ellos un prisma será
tal, en tanto conserve entre sus ejes relaciones no muy distintas a las que
asociadas a ese cuerpo se les mostraron habitualmente.
En cambio no reconocerán como
prisma a una hoja de bloque escolar ni a una regla de a metro si una de sus
otras dos dimensiones tira a lo delgado. Si les pedía cilindros, casi todos
iban a los encorpados y a un "no hay más", por no contar como tales a
una etiqueta, ni a los discos ni a las monedas ni a un trozo de alambre fino y
larguirucho que les había puesto por delante. Ni lo fino ni lo estirado contaban
en la geometría de la caja: ni lo muy grande con respecto a los demás cuerpos,
ni lo muy pequeño. Presumo que lo laminar fue desterrado por dado a quiebras o
deformaciones; lo longiforme y lo voluminoso, por atender a problemas de
espacio, y lo pequeño, para evitar dificultosos encuentros o extravíos.
Una escuela que sin estos avisos,
confiada plenamente en las virtudes de la caja de sólidos fuera arrastrada a
manejarse predominantemente con ella, por excelentes que fueran sus maestros y
listos sus niños, terminaba por caer en el absurdo de afirmar en sus alumnos la
idea de que cosas tales como un pedruzco, una pluma o un charco de agua,
carecen de volumen.
Todas las referencias a esta
magnitud iban siempre asociadas, de modo exclusivo, a las formas existentes en
la caja. Nunca, acaso por excepción, aparecía aparejada a lo irregular.
Lo del volumen que debió
asentarse en el pensamiento del niño como una propiedad general de la materia,
adquirió caracteres de particular; lo que en el concepto hubo de ser
substancial, desembocó con estas constantes acopladuras en simple contingencia
cuyo existir dependía de lo eventual de una forma.
Si junto con los cuerpos de la
caja les presentaba, una piedra, un sombrero, etc., y les pedía que compararan
volúmenes, que dijeran del mayor, del igual y del menor, actuaban siempre sobre
las formas geométricas con excepción de las demás. Si les pedía que de entre
todos, eligieran el cuerpo de menor volumen, iban al cono, un gigante al lado
de la pluma y de la piedrecilla que estaban a su lado.
Si solicitaba que ordenaran por
su volumen a todos los cuerpos que estaban sobre la mesa, que no dejaran ningún
cuerpo sin ordenar, comenzaban la serie con el cubo, seguían con la esfera, el
cilindro, un bochón y por último un cubito de a centímetro. Como se ve tenían
noción de volumen en cuanto a su más y a su menos,pero desconectado con lo
esencial de aquella magnitud, pues negaban su existencia si no aparecía ligada
a una forma particular.
Era por esto que a pesar de
métodos los cuerpos que estaban sobre la mesa y de la reiteración de que no
dejaran ninguno sin ordenar, todo lo de forma no geométrica fue dejado de lado
en el ordenamiento.
Llevados al convencimiento de que
todo cuerpo, fuere cual fuere su forma, substancia, peso, etc., tenía volumen,
aparecía un nuevo error conceptual gestado por el propio niño e ignorado por el
maestro pese a que éste, cierto que sin darse cuenta, les fue proporcionando
con su hacer didáctico los elementos necesarios para la malhechura de la
concepción.
Ya vimos que lo del volumen se
había engrampado, no con lo general de la forma, sino con lo particular de
algunas de ellas.
El programa de sexto año, exigía
el saber hallar el volumen de cubos, prismas,cilindros, conos y esferas. En
estos cuerpos, la determinación de esa magnitud está sujeta a fórmulas
sencillas y de tanto manejarlas, los alumnos terminaban por responder
rápidamente y certeramente con la que correspondía a cada uno de aquellos entes
geométricos.
Así lo del volumen sólo se les
aparecía ayuntando a una de tales fórmulas, con firme constancia, sin
variantes, sin excepciones, para terminar en una soldadura tal que les hacía
imposible concebir la existencia de un divorcio entre fórmula y volumen.
En consecuencia, para ellos, el
volumen de cualquier cuerpo fuere cual fuere la forma que lo determinara, sólo
podía hallarse mediante la aplicación de una de las fórmulas ya conocidas.
Así, luego de reconocer la
existencia de volúmenes en los distintos aspectos de la materia, tanto en un fósforo como en el
humo de un cigarrillo, al preguntarles cómo hallarían el de una lamparilla
eléctrica que allí tenían a la vista, todos sin excepción trayendo a sus campos
mentales la pareja volumen fórmula, utilizaban este último componente como
herramienta única de trabajo. Para éste el volumen de la lamparilla se hallaba
multiplicando la base por la altura, pues pese a tenerla por delante la trataba
como si fuera un cilindro.
Con mi desaprobación, salía otro
con la fórmula correspondiente al cono; luego venían con la de la esfera y uno,
yéndose al terreno de la física, trajo la fórmula del volumen con la razón
existente entre el peso y la densidad.
Sólo en una clase, de las muchas
donde propuse esta cuestión, después de andar en lo mismo que los otros, propuso
uno, sumergir la lámpara en un recipiente colmado previamente de agua y medir
luego el volumen del agua desalojada.
En el niño no está aún maduro su
poder diferenciador que éste sólo sazona con la edad, la cantidad y la
jerarquía de sus experiencias. (3) En lo poco y estereotipado de la caja de
sólidos, no puede apreciarse toda la realidad y sólo sirve para mostrar, en
número muy reducido, aspectos parciales, de la misma. No brinda una cantidad
suficiente de variables como para que el niño pueda distinguir entre lo
fundamental y lo accesorio, entre lo general y lo particular. Por fuerza, nos obliga
a presentar siempre juntos en situación de coexistencia, propicia al establecimiento
de indisolubles asociaciones, lo sustancial con lo contingente, lo permanente
con lo circunstancial.
Así lo general del volumen les
nace condicionado a lo particular de algunas pocas formas y en consecuencia se
niega la existencia de aquella magnitud, si falta el excitante perceptivo que
la condicionaba.
La situación que lleva al uso de
la fórmula matemática se liga también íntimamente a tal noción de volumen; pero
cuando ésta se modifica, se amplía abarcando a lo general, arrastra al mismo
campo de generalización al otro componente de la pareja. Así el niño adquiere
la convicción de que tratándose de volúmenes, éstos irán siempre sujetados a
una de las fórmulas por él conocida.
(...)
Quizá sería conveniente que el
material de enseñanza, al introducirse en la escuela viniera acompañado de
advertencias acerca de los errores que con su utilización desprevenida podría
incubarse en el pensamiento del niño.
El Dr. Hardi Fisher en su
"Didáctica de la iniciación matemática", publicada en la
"Enciclopedia de Educación", N 1-1958, trata de un juego utilizado en la Casa
de los Pequeños de Ginebra destinado a generar en los niños la idea de fracción.
"Las superficies contenidas
en esa Caja -dice el autor- se establecieron de acuerdo a una base única: el
lado del mayor cuadrado que mide 10cm. Cada forma está reproducida en cuatro
dimensiones distintas: la mitad, el cuarto y el octavo del primer tamaño. Si se
les compara se podrá observar que derivan estrechamente unas de otras: los
círculos se inscriben en los cuadrados, los cuadrados en los círculos, los
círculos en las elipses, etc., de un rico surtido de formas en cartones de
colores". "Una caja contendrá, bien clasificadas 576 formas
geométricas'.'
"Cada forma está reproducida
en cuatro dimensiones distintas: la mitad, el cuarto, y el octavo de la pieza
madre". "Los rectángulos y todos los triángulos tienen una relación
constante con los cuadrados. Ejemplo: el rectángulo más pequeño es 1/8 del
cuadrado mayor. El triángulo más pequeño es la mitad del pequeño
rectángulo, 1/16 del rectángulo
grande y 1/32 del cuadrado mayor, etc.".
En fin, todo está confeccionado
para que el niño, a base de comparar y superponer, compruebe las relaciones
numéricas que existen entre las superficies.
Hasta aquí las intenciones del ideador
del juego; pero los maestros al utilizarlo tendrán que generar, conjuntamente
con la idea de fracción la correspondiente a superficie, y así es posible que
todo lo referente a esta noción quede circunscrito a lo estudiado
intencionalmente en el juego. Si éste sigue privando, de allí saldrá entonces
la idea de cuadrado, de círculo, de triángulo; con los cartones sabrán, luego,
de bases, radios, alturas y con ellos aprenderán más tarde a medir áreas.
¿Qué concepciones se
originarán en el pensamiento del alumno con este hacer didáctico?
Observemos primero que al llevar
la atención del niño, exclusivamente, a las superficies coloreadas, sólo
trabajamos con partes de un todo. Los demás elementos del cuerpo así dejados de
lado, no entrarán en la cuenta del maestro, pero necesariamente han de ser
percibidos por el niño y en alguna forma incluidos en la situación como
componentes constantes de la misma.
En cada pieza hay algo más que
una superficie coloreada. ¿Qué es todo aquello que no se le señala como
superficie, lo que no es objeto de comparaciones, lo nunca venido a los labios
del maestro?
A poco de andar terminará por
concebir el cuerpo como si todo él fuera superficie. El principio del
escalonamiento llevado al absurdo en la enseñanza de las matemáticas, nos
arrastró a trabajar, por años y años, sobre superficies, y a dejar lo de los
volúmenes para los dos últimos cursos de la escuela primaria. Superficie y
volumen que aparecen en lo físico indisolublemente ligados a toda realidad material,
no son diferenciados en el acto de enseñar y el volumen corre así, fundido en
la noción de superficie. Luego en las clases superiores al tratarse de volúmenes,
costará separar lo que en los primeros años fue objeto de fusión: le será difícil
al niño modificar sus cuadros primitivos y ver un cilindro en el cartón que tiene
el círculo, o un prisma en el que lleva el cuadrado y concebir que tales cuerpos
tienen un volumen.
Esta confusión se pone también de
manifiesto en el lenguaje: aún luego de cursar Secundaria y hasta algunos
profesionales, al decir de una forma hablan de cajas cuadradas o de tachos
redondos y nunca vienen a los labios, lo de cúbico, prismático o cilíndrico.
Es probable que además se cuelen
otros elementos de perturbación. Puede pronosticarse con grandes posibilidades
de acierto, que la idea de superficie así adquirida por los niños será
solamente aplicable a situaciones particulares. No sólo serán excluidas de
aquel concepto las superficies laterales de aquellos cuerpos sino también las
limitadas por contornos apartados de lo que les es habitual.
En su cilindro de cartón
señalarán, a lo sumo, dos superficies, las que corresponden a los círculos,
pero no indicarán la que corresponde a lo lateral aunque se les asegure que
todavía restan superficies sin señalar.
Por otro lado, el juego presenta
siempre superficies limitadas por rectas o curvas regulares; nunca asociada a otro tipo
de contornos. La poción así condicionada a lo particular de ciertas formas que
toman caracteres de diferencialidad y fuera de las cuales no pueden percibir la
existencia de otras superficies.
Las reconocerán, si se las
presentamos limitadas por una circunferencia un cuadrado o un triángulo; pero
las negarán si las limitamos por un garrapo ó si la figuramos en un cartón
recortado a capricho.
En ese tren de limitaciones, el
juego excluye también las superficies curvas, las acanaladas, rugosas, etc.,
las líquidas y las gaseosas. El estudio queda circunscrito en esta parte a lo
liso, a lo plano y a lo sólido. El concepto que ha de formarse con el manejo de
sus cartones saldrá condicionado a la presencia de estos caracteres.
Por exclusión, aunque no
intencionada, las otras variantes no figuraron nunca asociadas a lo esencial y,
en consecuencia, para el pensar del niño constituyen un hecho ajeno a su
concepto de superficie. Sabrá de ésta si la percibe determinando una situación
idéntica a la que le es habitual; pero la negará si se le presenta con
cualquiera de los otros aspectos excluidos del juego. No la percibirá ni en el
vano de una puerta, ni en los plegamientos de un cuerpo, ni en las aguas agitadas,
ni en las partículas de polvo.
(...)
El material nos lleva a movernos
dentro de un pequeño número de situaciones, en un constante repetirse de unos pocos
aspectos de la realidad, en firmes emparejamientos de lo substantivo con lo
accesorio. Un hecho particular actúa así en el pensamiento como si fuera
general; lo sujeto a cambios, se instala como inmutable; lo relativo, se hace
absoluto; lo circunstancial, adquiere caracteres de condición ineludible: el
artificio de una convención, aparecerá como expresión de la realidad. (4)
(...)
Lo que al principio provoca
asombro es comprobar que el uso de estos auxiliares lleva a muchos maestros a
uniformidades de conducta: cientos y cientos van en su hacer a lo uno y lo
mismo, sin acuerdos previos, tanto los congregados en las urbes, como los dispersos
en soledades, los novatos como los veteranos.
¿Cómo puede producirse semejante
fenómeno? ¿Cómo si es cierto que cada maestrito tiene su librito, nos
encontramos aquí con que aun los separados por el tiempo y por espacio usan uno
común a todos?
Entre las causas más impprtantes
señalo el hecho de que en nuestra profesión se da una circunstancia que sólo en
muy pocos casos aparece en las demás. Los muchachos que ingresan a Facultades,
Ingeniería, Derecho, etc., van vírgenes de toda práctica relativa a su
profesión de futuro. Nada o muy poco saben del actuar profesional
correspondiente y como se hallan en una edad en la que el juicio viene entrando
en madureces, todo o gran parte, de lo que se adquiere, ya sea por el pensar y
el hacer propio o el de los respectivos profesores, entra al espíritu aparejado
con un proceso de reflexión. En cambio, los muchachos que van a magisterio, lo
hacen en condición muy distinta. Si los primeros poco o nada saben de prácticas
médicas o notariales, éstos se fueron impregnando desde la más tierna infancia,
de haceres didácticos.
Un niño, aún el de pocos años,
puesto a enseñar en su jugar a las escuelas, repite exactamente lo de su
maestro. No sabe, claro está, del pensamiento que guía la acción del imitado,
ni de los porqué ni de los para qué de su actuar, pero se apodera hasta el
mínimo detalle de todo su hacer.
El sistema de Lancaster con el
establecimiento de monitores, tuvo en cuenta esta aptitud del niño para enseñar
en lo que tiene de mecánico, como a él le enseñaron.
Que gran parte de lo así
adquirido queda firme en el recuerdo, lo dice la resistencia de los padres para
aceptar prácticas que no se avienen con las de sus tiempos de escolares. En
general, hay para todo lo de su escuela fervorosas adhesiones y refunfuños o
abierta rebelión para las novedades que en el ahora, se traen los maestros de
sus hijos. (5)
Los maestros que en la enseñanza de
la lectura aplican hoy el método global, no pueden evitar que los padres de sus
niños, los instruidos por el método fonético, interfieran en su obra. Pese a
que se les dan seguros acerca de las bondades de lo nuevo, a que se les
advierte de los males que puede acarrear el uso simultáneo de ambos sistemas,
los padres, siguen adheridos a lo de su infancia y en alza contra tal novedad,
enseñan a sus hijos como a ellos, veinte años atrás, les enseñaron.
El niño con el ver hacer a sus
maestros egresa de la escuela cargado en cierta forma de prácticas didácticas,
especialmente de aquéllas que por ejercerse repetidamente alrededor de un
material de enseñanza determinado, se constituyen en hábitos.
Si de otras profesiones podríamos
decir que el estudiante va a ellas con su pensamiento y con su acción en
blanco, es indudable que no podemos opinar lo mismo de la del magisterio.
Ahora bien: la experiencia vivida
en mi cargo de Inspector me permite afirmar que el pasaje del estudiante por el
ciclo de preparación profesional, no es parte para evitar que el nuevo didacta,
al ponerse en acción frente a sus alumnos, ajuste gran parte de sus actividades
a los modos de hacer de quienes en primaria fueron sus maestros.
Si no aceptamos que estos
profesionales, cuando niños, aprehenden desde sus bancos de escolares un hacer
didáctico; que luego en el ejercicio de la profesión actúan con una buena parte
de lo así adquirido; que, en consecuencia, entregan hoy a sus discípulos el
legado que a su vez años atrás recibieron, no podríamos explicarnos el hecho de que ciertas prácticas
ya aventadas por lo perniciosas en la formación del docente, perduren por años
y años, y en forma cada vez más extensa impongan su señorío en casi todas las
escuelas de un país.
Estimo que aún atenúo las cosas
al referirme a las de un país: hay materiales y auxiliares de enseñanza que,
como los mapas murales, el pizarrón, los textos de lectura, la caja de sólidos
geométricos, el tablero contador, fueron y algunos lo siguen siendo de uso
universal. No sería extraño, pues, que si se hicieran investigaciones de este
carácter, se comprobara que tanto el maestro del Japón como el de las Malvinas
siguen al utilizarlos un mismo curso de acción e incurren en yerros idénticos.
Como se verá, las causas
determinantes de esta uniformidad de conducta, de este andar de todos por las
estrecheces del mismo sendero, afectan a cuantos abrazan la profesión de
maestro.
Cuando fui a primeras letras,
sesenta años atrás, ya imperaba en las escuelas, no sé desde que tiempo, el uso
del tablero contador. Es seguro que quienes lo idearon, los que bregaron por su
introducción en la escuela primaria y los que primitivamente lo aplicaron, se
movieron en la fundada esperanza de que el ábaco sería un sésamo ábrete para
introducir a los niños en el mundo de las matemáticas Con sus cien bolas de
varios colores, enhebradas en filas de a diez en otras tantas varillas fijas a
un marco; flaco de peso, horro de espacio, dócil al manejo, dado a los ojos de
todos, permitía al maestro mover a sus niños, desde los de primero a los de las
clases superiores, en incontables ejercicios de aritmética.
Si como es presumible, cumplió en
alguna época sus altos destinos, ¿cuánto duró en esplendor? Con lo que guardo
en mis recuerdos de escolar, puedo decir que ya en aquella época, el ábaco se
había transformado en la más pobre y dañosa herramienta de trabajo.
Ya no era cosa de todas las
clases, sino exclusivamente de la primera; y aquí no sabía de operaciones ni
siquiera de las sumas más sencillas. Casi todos los maestros al trabajar con él
habían dado en lo uno y lo mismo, no en el enseñar a contar, sino en el enseñar
a decir a coro, en clásico canticio, mientras pasaban las bolas una a una, la
serie de los cien primeros números.
A principios de este siglo y aún
muchos años después, las escuelas se denunciaban a lo lejos por este salmodiar
de los primerizos. Por imperio del ábaco, no importaban niños ni maestros; la
cantinela se había hecho una en lo múltiple y distinto de las masas corales y
esto sin que mediaran en muchos casos posibilidades de imitación. Tanto en las
escuelas de "Guruyú" como en las de la Aguada,en las de Palermo como
en las de la Unión, los de aquellos tiempos y los de muchos años después, los
de este espacio y los de aquél que estaba en lejanías, al conjuro del ábaco
sacaban la misma canturía de ritmo idéntico, de igual tonalidad todas, con sus
"crescendos" en las cantidades terminadas en nueve y sus "disminuyendos"
en las acabadas en cero.
No me avergüenzo al decir que una
vez llegado a maestro, mis alumnos anduvieron en la misma cantinela de sus
padres. Durante mi preparación profesional, ni en lo teórico, ni en lo
práctico, recogí avisos de que con tal proceder estaba creando ineptos para el
acto de contar y así, ajeno en absoluto al mal que ocasionaba, una vez a solas
con mis niños, fiado en lo que cuando infante vi hacer a mi maestro, enseñé a
los míos como a mí me enseñaron. Sólo una única vez, allá por el año 1925, vi a
un maestro, D. Teófilo Gratwohl, entonces Inspector Regional, utilizando el
ábaco, en las operaciones fundamentales. Promovido a Inspector, en mis visitas
a las escuelas, en clase cuya maestra aseguraba que sus niños sabían contar
hasta ciento, diome un día por ponerles por delante un montón de granos de maíz
y pedirles que de allí sacaran veinticinco. Di el encargo a quien más animoso
se ofrecía. Comenzó por contar bien los cinco o seis primeros granos: lo hacía
de uno a uno, estableciendo correspondencia biunívoca entre cada separación y
el número correspondiente de ía serie. Pero de ahí en adelante venían los
desajustes: en los primeros pasos y hasta cierto límite, contó a base de sus
experiencias en la vida real, pero al acrecer el número, no fuertemente
habituado a moverse con tantos, abandonó el contar de la vida para abrazarse al
contar de la escuela. ¿Y qué era este contar sino un ir diciendo a ritmo dado,
a manos quedas, la serie natural de los números?
Los niños contaban bien no sólo
hasta veinticinco, sino hasta ciento, siempre que lo hicieran en el tablero
contador, porque allí las bolillas dóciles al manejo, con espacios entre ellas'
como para no errarle el saque con el dedo, permitía acompasar el rezo de los
números con los movimientos de la mano cuando ésta iba al aparte. Pero los
granos de maíz, por lo esquivo para el arreo, impedían este tipo de
coordinación. Iniciado el canticio, la mano se le acompasaba en rítmico vaivén.
La cuenta de los números se ajustaba entonces, no al venir de cada grano sino a
cada movimiento tendido al atrape y apartamiento de lo que debía contarse.
Pero unas veces se marcaba el
golpe, otras debido a la torpeza de los dedos, iban al suelo algunos granos; en
este lance, se apartaban dos; en aquél, no venía ninguno. Pese a todo esto, el
canturreo seguía imperturbable con su decir de uno a uno, a cada venir del
brazo, al ritmo en que se habían habituado con el uso del tablero contador y
así, mientras la voz andaba por los veinte, era otro muy distinto el número de
granos separados.
Además los niños así encarrilados
no paraban al llegar con su canticio a la cantidad que yo les pedía, pongamos
por caso, veintinueve. Nada de novedades al vocearse este número: si quedaban
granos en el montón seguían adelante con miras de llegar hasta cien, conforme
al tope a que estaban acostumbrados; si lo agotaban, aunque en el decir
anduvieran por cincuenta, venían miradas implorantes de más granos.
Ni yo, ni la azorada maestra
aguardábamos tal tipo de reacción; ni siquiera la habíamos imaginado. Sin
embargo, la conducta del niño era lógica: pasados los primeros números, los de
frecuente trato en su vida cotidiana, todo su "contar" de la escuela
se vio reducido a decir a ritmo dado, en común canturía, la serie natural de
los cien primeros números.
Las fuerzas del hábito influidas
por mandatos de mi pasado, determinaron que entre las innumerables situaciones
posibles para el acto de contar, el maestro se inclinara, en forma exclusiva,
por esta que acabo de referir.
¿Qué otra cosa podía hacer estos
niños sino andar con los granos al mismo compás que el maestro había impreso a
la clase con el pasar las bolillas del tablero contador?
¿Así que esta melopeya, entonada
por todos nosotros a principio de este siglo, aún imperante un cuarto siglo
después, era capaz de provocar tales estropicios en el arte de contar?
Porque todo inducía a sospechar
que allí donde se hubiera establecido el canticio, la reacción de los niños
habría de ser la misma. No tardé en comprobar que mis sospechas eran fundadas:
llevé la experiencia a otras escuelas y allí donde veía a la mano el tablero
contador, limpio de polvo, de bolas ya deslustradas por el uso, daba por cierto
y de inmediato lo confirmaba, que el mismo fenómeno se reproducía exactamente.
Sucedía esto, allá por el año
1928, cuando los nombres de Kerschensteiner, Dewey, Montessori y Decroly
andaban en los labios de todos y lo que más llamaba a reflexiones era el hecho
de que maestros jóvenes, recién entrados a la docencia, a quienes por su decir
uno los suponía impregnados de los nuevos principios, caían a poco de andar
abrazados al ábaco, en un enseñar como nos enseñaron.
Unos años después, con mi
traslado a otro Departamento, tuve ocasión de estudiar la acción de otros
centros de enseñanza. Si no en todas, en algunas escuelas, el ábaco estaba
todavía allí como cosa que por lo corriente de su uso debía andar bien a la
mano. ¿Sería posible que pese a los años y a los embates de la escuela activa
siguiera determinando el mismo hacer didáctico de más de medio siglo atrás?
Pronto vino la respuesta plenamente afirmativa.
La misma cantinela, el mismo
acordar a su compás los movimientos de la mano y el mismo impertérrito seguir
adelante en lo verbal, aunque la mano diera en el vacío o se trajera dos o tres
granos a la vez.
Si en los espacios que lo
permitían los invitaba a dar doce pasos, luego de los tres o cuatro, entraban a
la cantinela con el ritmo de siempre, en tanto que al marchar lo hacían con
otro distinto y así a los nueve pasos, va como ejemplo, su cuenta andaba por
catorce. Aquí también, fuere cual fuere la cantidad indicada, no se detenían
hasta llegar al tope de la pared y de allí nos miraban como diciéndonos que
aquel obstáculo les impedía, conforme a sus hábitos, rematar en cien el acto de
contar.
(...)
Un factor importante jugaba para
su destierro de las practicas escolares. Desde unos quince años atrás, nos
hallábamos en el 34, el Consejo de Enseñanza había dejado de suministrar a las
escuelas aquel auxiliar No podían disponer de el los numerosos centros que en
el correr de ese tiempo se fueron creando, ni los que de tanto lidiarlo
llevaron sus bolillas a solturas. Todo esto agregado a la sustitución
voluntaria del viejo contar, por las prácticas de las llamadas en aquel tiempo
Escuelas Nuevas, determinaron que por algunos años no viniera a mis oídos el
canticio de marras, ni a mis ojos el tablero contador,
Viví así unos cinco años en la
creencia de que tal modo de contar había sido desterrado definitivamente de
nuestras prácticas. Pero un día, allá por el año 1939, era entonces Inspector
Regional, al allegarme a una escuela en la propia capital de un Departamento,
oí de nuevo el viejo salmodiar de los números.
El Cuerpo de Inspectores gozaba
de gran prestigio intelectual y el personal docente tenía fama de bien plantado
en sus posiciones didácticas. Sorprendido me encaminé hacia el aula desde donde
partían las voces y allí encontré la explicación lógica de lo que aparecía como
imposible. A falta de la titular, estaba al frente de los pequeños una niña de
la clase superior, quien, tablero en mano, repetía al oficiar de maestra, los
mismos actos que ejecutó la suya cuando ella andaba en su primer año de
colegial.
Alguien podría decir que si esta
niña fuera a magisterio, tendría oportunidades, en el ciclo de preparación
profesional, para liberarse de cuánta mala carga pudo recoger en sus bancas de
primaria con el ver hacer de quienes fueron sus maestros. Sería probable que se
efectuara la descarga si en el correr del ciclo se fuera a un examen minucioso
de las prácticas perniciosas que imperaron unos años atrás; pero me temo que
los profesores se abstengan de hacerlo por considerar un poco a la ligera, sin
esa base experiencial que da el conocer muchas escuelas por dentro, que las
tales prácticas no existan y en caso contrario, que fueran desterradas definitivamente.
No sé si la niña de mi cuento
abrazó el magisterio, pero si lo hizo doy por cierto que ni en el Liceo, ni en
el Instituto Normal, ni en las prácticas docentes, se le dijo del ábaco y de
las torceduras a que conducía generalmente su manejo incorrecto.
Es seguro que allí le enseñaron
lodo lo relativo a un buen contar, cierto que sin darle aviso de los males; que
en los planos del pensamiento está fervorosamente adherida a los principios
racionales que alientan en aquellos procederes; pero no dudaría de quien me
dijera que aquella niña, ahora maestra, a solas con sus niños, al dar en una
escuela donde el ábaco todavía está allí, no repitiera e hiciera repetir lo de
más de medio siglo atrás Es que lo así incorporado en la infancia determina
conductas a veces completamente adversas, inadecuadas a las Ideas que sobre el
mismo asunto sustentamos en el pensamiento discursivo.
(1) Creemos que en un momento
como el presente, en que el uso de los materiales estructurados se extiende y
se difunde (regletas Cuisenaire, regletas acoplables, bloques lógicos, material
multibase, etc.), puede ser muy beneficiosa para nuestros educadores la lectura
de las inteligentes y sutiles reflexiones del gran Maestro sobre el empleo de
los materiales en la enseñanza de la Matemática.
(2) Las Geometrías estudian las
propiedades de las figuras que se mantienen invariantes y la Didáctica de la
Matemática asigna gran valor al descubrimiento, por el niño, de estos invariantes.
(3) Las teorías corrientes del
desarrollo, de la génesis, en la psicología, invocan sucesivamente o
simultáneamente tres factores. El primero de ellos es la maduración; el
segundo, la influencia del medio físico, de la experiencia o del ejercicio, y
el tercero la transmisión social.
(4) Ferreiro se adelanta a los
didactas que hoy preconizan que en las experiencias matemáticas que realizan
los escolares es muy importante la variedad perceptual. Para favorecer la
estructuración de un concepto deben usarse materiales
variados.
(5) Estas reflexiones nos
recuerdan que todo cambio en la enseñanza, requiere una preparación de los padres.
Los países que ya han encarado esta reforma dedican a la información de los
padres especial atención (libros, folletos, audiciones radiales y televisivas,
entrevistas, etc.).
II SOBRE GEOGRAFÍA,
Ya hace muchos, muchísimos años
que median advertencias acerca de los entuertos originados por la costumbre de
presentar los mapas murales con su norte apuntando siempre a los techos. Era
otra malhechura de carácter general extendida, unos cuarenta años atrás, a casi
todas las escuelas de uno a otro confín de la República: los niños nos decían
que por el oeste de Chile andaba el Pacífico, que al sur de los Himalaya se
extendía la India; pero si a estos niños se les pedía que dieran unos pasos
hacia el norte, llevaban los ojos a las alturas y luego nos miraban como
implorando por escaleras.
Creo que hoy ningún maestro,
actuando a conciencia bien alerta, como ocurre con las lecciones dadas en las
pruebas de los concursos, se vendrá con el mapa a las calladas sin advertir a
la clase que el norte allí señalado en su apuntar hacia arriba sigue una
dirección convencional y que el verdadero, así como los demás puntos, son cosa
de situarse en los horizontes.
A conciencia bien alerta, dije, y
creo que ni aún así podemos eliminar de nuestro hacer y aún de nuestro decir,
los influjos de estas vivencias del pasado. Hace muy pocos días, escribo estas
líneas a mediados de 1960, tuve ocasión, una vez más, de comprobarlo y en
circunstancias dignas de traerse a cuento. Se concursaba un cargo de Inspector,
podríamos decir de un maestro de maestros, y la prueba consistía en que cada
opositor actuara en una escuela en presencia del Tribunal, como si fuera el
Inspector de la misma. En el correr de la prueba, uno de los niños salió conque
una región cercana al Polo Sur quedaba muy "abajo" de donde nosotros
estábamos. De inmediato, aunque no se tenía mapa por delante, hizo el opositor
la corrección y agregó las consideraciones del caso. Al verlo actuar no podía
sospecharse en que él también era un viejo portador de la falla que ahora a conciencia
vigilante corregía en los demás. Poco tardó en salirle a luz: los niños debían
dar con el nombre de un país cuyas principales características fueron suministradas
por el concursante. No acertaban con él, pero si los países que los niños iban
nombrando estaban situados al sur de aquél cuyo nombre debía mencionarse, el
que momentos antes corrigiera lo de "abajo", movía ahora su mano para
lo alto en clara indicación de que había de seguirse más arriba. No paró aquí
la traición del duendeciIlo sino que traído el nombre de un país lindante al
sur con aquél cuyo nombre se inquiría, lo arrastró a decir sin dejar de darle a
la mano, como si estuviera frente al mapa, que lar cosa andaba “un poquito más
arriba".
Creo que la escuela seguirá
rindiendo un fuerte tributo a los errores de su pasado si éstos no son
combatidos tenazmente en la etapa de la formación profesional. Y no bastarán
para aventarlos las advertencias ni las disquisiciones teóricas de que estos
hechos responden a viejas estructuras armadas a base de hábitos sin contenidos
de pensamiento conceptual y, por lo mismo, más capaces de actuar en nosotros, a
la manera de lo automático o de lo reflejo, sin que la conciencia lo perciba.
Un habito los trajo y sólo con
fuerza igualmente poderosa hemos de ir al desarraigo: no bastará, pues,
traerlos al campo de la mente para el lavado cerebral del estudiante, sino
también al de la acción sobre el mismo terreno donde aparecerán los hechos en
su realidad plena. Y no con él "una vez", casi siempre volandero,
sino con acción constante, tesonera, capaz de fijarse definitivamente es la
conducta e impedir toda vuelta hacia el pasado.
Del influjo del tablero contador
la escuela pudo al fin liberarse. Dos causas mediaron: un viento de renovación
con la fuerza y constancia de un alisio traje un contar a base de situaciones
reales; la otra no menos influyente ya que se fundaba en la razón del
artillero, es la de que el Consejo de Enseñanza, desde unos cuarenta años
atrás, cortó radicalmente el suministro de ábacos a las escuelas, no sé si por
motivos de carácter técnico o por razones de economía.
No podrá darse esta misma
situación con los mapas geográficos. En lo que puede colegirse estarán siempre
allí, con su norte hacia arriba, prestos para provocar ahora idénticos engaños
que en el ayer. (6)
A lo que parece, tanto los
estudiantes como los maestros de hoy, andan advertidos acerca de estas
acechanzas. Si en sus lecciones han de lidiar con mapas,
evitan la colgadura llevándolos a
planos horizontales de modo que la línea norte sur representada en el mapa
coincida en dirección y sentido con la del meridiano del lugar.
No puedo decir si esta práctica
ha ganado ya a las escuelas en su vivir de todos los días: topé con ella en las
pruebas de concurso y en estos escenarios si se presentan las circunstancias,
casi todos los actores manejan en la forma indicada las cartas geográficas.
Dudo mucho de que esta innovación
sirva para aventar los errores provenientes del mal andar con los puntos
cardinales. En primer término, porque a mi juicio es una práctica que solo
puede alentar en el clima artificial de los concursos.
Llevada a lo natural de la
escuela, acostado el mapa en el suelo o sobre las bancas, con numerosos niños a
su derredor, unos porque no ven, otros por leer a derechas, los demás por
encontrar ambiente propicio a travesuras, en medio de quejas, protestas,
empujes y desalojos, saldría el maestro en las primeras pruebas sin ánimo de
repetirlas y los mapas con muestras de durar poco si se les lleva de seguido a
tal fogueo. Es que no hay práctica, por buena que sea, capaz de asentarse,
difundirse y perdurar en las escuelas si como ésta se trae consigo tales
incomodidades y alborotos, especialmente si han de ejercerse en clases numerosas.
A poco de andarse se volvería,
pues, a lo viejo y cómodo de colgar los mapas: de nuevo vendrían los "arriba",
los "abajo" en el concebir de los niños y, de entre éstos, quienes
vayan a maestros, el trasmitir tales errores a las generaciones venideras.
Es que ni aún así, echando los
mapas por el suelo, traeríamos remedios porque en lo hondo el problema no es
cuestión de posiciones. En nuestras manos, con el andar del tiempo, el mapa,
como el tablero contador, como la caja de sólidos, perdieron su condición de
auxiliares para transformarse en rectores de nuestra conducta.
Una vez que los niños empiezan a
moverse con representaciones de lo geográfico, todas las referencias a los
puntos cardinales van dirigidas a lo figurado en los mapas: nunca, o muy rara
vez, se lleva al alumno a la determinación de estos rumbos en una situación
real.
No encuentra tampoco frecuentes
ocasiones para ajustar lo convencional del mapa a las posiciones geográficas.
No sé si ahora con la propalación
radial de los boletines meteorológicos han cambiado las cosas; pero hasta hace
poco, nuestro hombre de campo, en prueba de que la escuela no incorporaba al
léxico del pueblo los términos correspondientes, indicaba los vientos con
expresiones tales como "soplaba del lado de la puerta" o "viene
de adentro". Dice que las nubes van para "afuera" y dándole a la
mano,que la tormenta "está de este lado" o que el viento se puso
"de aquí".
Que el mal viene de lejos y
que-de lejos vinieron intentos para eliminarlo, lo muestra la
"Enciclopedia de la Educación", dirigida por Varela, editada en 1878.
En su primer número, trae un
trabajo de Mr. Barnard, Superintendente de Escuelas del Estado de Illinois. Es
un cuestionario destinado a obtener datos para conocer el estado de la
educación y la condición de las escuelas. Es una obra que se trae mucho más de
lo que expresamente su autor manifiesta y es por esto que Varela dice: "Es
esa la razón porque hemos puesto a este cuestionario el título de "Auxiliar
para Inspectores de Escuelas".
En lo que ahora nos interesa, en
lo referente a Geografía, trae entre otras no menos jugosas, las siguientes
preguntas:
"¿Exige Ud. ocasionalmente
que sus discípulos designen un sitio particular ‘en el mapa y el globo y al
mismo tiempo marquen con el dedo la dirección en que se encuentre?". Ante
estas preguntas de casi un siglo atrás, ignoramos la fecha en que se redactó el
cuestionario, ¿es atrevido pensar que Mr. Barnard supo de maestros que fiaban
lo de los puntos exclusivamente a lo que le dieran los mapas en lo cómodo de la
colgadura?
De seguro dio con niños que, como
los nuestros, llamados a "marcar con el dedo” un accidente geográfico
situado al sur de la propia escuela, lo llevaban para lo bajo o el índice
apuntaba al techo cuando les pedía por la dirección del Canadá.
V habrá comprobado también que el
mal no era de un solo niño sino de muchos; ni de una escuela, sino de casi
todas y que los maestros en esto de darle la exclusiva a los mapas habían
contraído un hábito que por lo extendido, merecía el calificativo de
profesional.
En un punto ando en desacuerdo
con Mr. Barnard: la expresión "ocasionalmente" utilizada por él en la
interrogante, no corresponde a la frecuencia con que han de realizarse tales
ejercicios si se quiere ir al destierro del mal hábito y del concepto falso.
Sólo con prácticas constantes de
orientación en un vivir frecuente de realidades, hemos de lograrlo. Por esto,
estimo insuficientes los remedios de Mr. Barnard cuando va a encuentros en la
noche con la "Estrella del norte" o al señalamiento de este punto en
cualquier paraje en que el niño se encuentre de día, no por vanos sino porque
en nuestro medio, por lo menos, son muy pocas las oportunidades en que niños y
maestros se reúnan por la noche o vayan de día a excursiones.
Ni tampoco me encerraría en lo
estrecho de tratar los rumbos únicamente cuando anduviéramos con los mapas, sin
nunca decir de ellos, ante una nube que pasa, un viento que nos molesta o una
tormenta que avanza amenazante: ¿En qué situación está tu casa con respecto a
la de aquél y la de éste con relación a la escuela? Y aún con el mapa siempre
colgado, no tendría temores de que les nacieran los "arriba" y los
"abajo" si a partir del punto donde estamos, les hago dar unos pasos
con rumbo directo hacia tierras que están en lejanías o supuestos en un lugar
cualquiera del globo, pongamos Guatemala, marchen hacia el Canadá o al Cabo de
Buena Esperanza o a darse unos chapuzones en las aguas del Caribe. (7)
La anécdota que narré sobre el
concursante que criticó certeramente lo de abajo para luego salir con lo de
arriba, me llevó a explorar los conocimientos que sobre estas cuestiones de
orientación, tenían los estudiantes de último año de magisterio, a pocos meses
de su postrer examen y a punto de hallarse legal mente habilitados para el
ejercicio de la profesión.
Sospeché que aquel "un
poquitito más arriba" y que aquél darle a la mano para lo alto,
correspondían a bloqueos psíquicos construidos en la edad escolar y que ni la
enseñanza secundaria, ni la profesional habían sido parte para romperlos, acaso
porque se ignoraba la existencia de ellos. Las pruebas aunque practicadas sobre
un reducido número de estudiantes, treinta, mostraron que mis sospechas eran
fundadas.
Sobre una mesa, en lugar bien
visible, una brújula. Además, el sol de las once que bañaba el salón, podía
servirles para establecer con alguna aproximación el norte del lugar. Cuelgo de
una pared que daba al este un mapa de España. El estudiante daría por supuesto
que se hallaba en Madrid y de allí debería marchar en línea recta, como a vuelo
de pájaro, hacia Santander. Con unos ensayos previos a base de edificios que
estaban a la vista, lograba que se dieran cuenta de lo que se quería de ellos.
Algunos expresaban que,
"según el mapa", debían marchar hacia el norte, pero instados a
hacerlo, confesaban su ignorancia acerca de la situación de ese punto en el
lugar donde se hallaban.
Otros, y aquí repetían
seguramente lo aprendido en la escuela primaria, marchaban en derechura al
mapa, sin caer en la cuenta que así se dirigían hacia el este y en el caso
supuesto, en vez de allegarse a Santander, se iban al Golfo de Valencia. Si les
pedía que de Zaragoza se fueran a Murcia, con el estudio del mapa rumbeaban
para el Atlántico y si de Murcia a Córdoba, llevaban sus pasos al Mediterráneo.
En pocas palabras, se comportaban
como los niños de mi cuento: para ellos el norte del lugar no contaba, solo era
válido el figurado en la carta y se determinaba poniéndose frente a ella. Así
establecido, el sur quedaba a espaldas, el este a la derecha y el oeste a la
izquierda. Ya no era el norte "'para arriba", habíase sustituido por
un norte "para adelante".
Los que hayan leído mi obra
"La enseñanza primaria en el medio rural" y practicado las
experiencias que en ella indico, habrán adquirido conciencia de que es harto
difícil para quien, con un hacer didáctico generó este tipo de errores, el dar
con ellos.
(6) A semejante error conducen
los globos terráqueos con el polo norte colocado en la parte superior.
(7) Ferreiro visitó escuelas
basta sus últimos días. En 1958, propuso a estudiantes de magisterio ejercicios
como éstos; allí vimos que los futuros maestros se sorprendían y encontraban
dificultad para realizarlos.
III SOBRE CONDUCTAS
DIDÁCTICAS.
Este legado de haceres didácticos
que por la vía ya señalada se va transfiriendo en forma inalterable de
generación en generación, encuentra en todo Io de la escuela un terreno
apropiado para evitarse desalojos y cortes en la lino de trasmisiones.
Porque nuestra profesión tiene
otras características que también le son propias, e influyan preponderantemente
para que los vientos de renovación no barran los polvos del pasado.
En general, el maestro de clase
no ve trabajar a sus colegas. No me refiero solamente a los que están en la
imposibilidad de hacerlo por actuar en escuelas rurales, de maestro único,
aisladas en medio del campo. Entran también en gran cuenta los que ejercen en
los centros de población, desde el simple poblar hasta la urbe populosa, donde
no median para impedir visitas ni razones de tiempo ni de distancia
Podemos decir que, de hecho, las
clases son huertos cerrados donde el maestro trabaja a solas con sus niños,
nunca perturbado por la presencia de un colega ansioso de las enseñanzas que
provienen del ver hacer a los suyos.
Hay disposiciones reglamentarias
que permiten a los maestros, previa autorización, visitar escuelas con fines de
estudio, pero muy rara vez vienen a las autoridades solicitaciones de tal
índole.
No se debe a desinterés por lo
propio o por lo ajeno, pues de sobra es sabido que en los encuentros entre
maestros, en la intimidad del corro, la conversado casi siempre viene a
centrarse sobre problemas de didáctica.
A mi juicio, es muy propio de los
maestros el llevamos de timideces y confusiones si hemos de oficiar en
presencia de extraños y así como en la vida el modo de evitar visitas a la casa
propia es el no hacerlas a las ajenas, acá también cada uno se queda en lo suyo
sin vistas a lo que sucede en otras aulas.
Dentro de lo directamente
apreciable, estamos condenados, pues, a movernos con lo que salga de nosotros
mismos sin bases para comparaciones con las obra de los demás, sin otra medida
para saber de lo bueno y de lo malo que lo que no pueda venir de juzgarnos por
nuestras propias hechuras, sin que en la balanza gravite el conocimiento de las
ajenas.
Otro hecho que no ocurre en casi
ninguna de las demás profesiones agrava los males provenientes de este trabajar
en soledad. Un ingeniero, a la vista de un puente, puede empaparse de novedades
relativas a su oficio: allí puede haber para él soluciones a problemas que
hasta ese momento estaban en situación de incógnitas. No lo vio construir; es
probable que algunos puntos queden en el misterio, pero a través de la obra
puede en mucho, saber del conducirse de sus colegas en los procesos de
planeamiento y de realización.
Así el herrero, la modista o el
alarife con el simple andar en la calle, adquieren conocimientos capaces de
introducir nuevas provechosas en sus formas rutinarias de trabajo.
Se dirá: ¿Y los libros? ¿No
bastan para romper este encierro? ¿No le aportan
al maestro materiales que le
digan de las obras de los demás o le señalen medios para juzgar de las suyas o
le den piedras de toque para descubrir sus yerros e indiquen remedios para
eliminarlos?
Ya dije que nuestra profesión es
de las pocas que crea estados de alma adversos al trabajo en público. Es
probable que los genere la costumbre de actuar casi siempre a solas con
nuestros niños; es posible también que nos gane un sentimiento de inseguridad
sobre nuestros valores a falta de cotejos con los de los demás; hay de seguro,
algunos factores más, pero fuere por lo que fuere, la resistencia es cierta,
intensa y extendida.
De mí puedo decir que cuando
maestro, mis tragos más amargos no estaban en las visitas del Inspector sino en
que me hiciera trabajar en su presencia. Y ya Inspector, un poco por acordarme
de mis propios sufrimientos y un mucho porque al invitarlo al trabajo ya se iba
por los suelos el alma del maestro, jamás puse a nadie en esta clase de apuros.
Si así somos de apocados para
mostrarnos en nuestro hacer, en medios casi íntimos, de escasas resonancias,
¿de dónde crear coraje para contarlo en libros o en cualquier otro medio de
publicidad?
De ahí que haya tan pocas
producciones relativas a prácticas docentes.
Casi todos los libros versan
sobre principios pedagógicos, pero pocas, muy pocas veces, nos dicen cómo hemos
de aplicarlos: que debemos educar para la libertad, promover la exaltación de
tales o cuales valores; evitar que quienes nacieron para grandezas queden
parados en la mediocridad, etc.
Cientos y cientos de páginas
vienen para la exposición y crítica de ideales, doctrinas, teorías, pero se va
a silencios o a generalidades sin asideros, acerca de los modos de actuar en el
diario lidiar con los niños para abrir sus espíritus a tales horizontes.
Mucha atención va para los dichos
y poca para los hechos, con lo que muchas veces se establecen profundas
diferencias entre la calidad del pensamiento y la de la acción. No sé de las
demás profesiones, pero en la nuestra no es raro encontrar virtuosos en los
planos intelectivos, que bajan hasta lo mediocre al moverse en lo práctico, aun
en aquello que en lo verbal era motivo de luminosa prédica.
Así éste que en brillante
discurso proclama la igualdad de posibilidades, se deja arrastrar en su clase
por los listos del grupo, a veces los más aparatosos, con lo que va lo mayor de
su interés para los menos, en desamparo de la mayoría.
Este otro que en altas tribunas
abomina de lo dogmático, ahora, en el encierro del aula, con las cosas a la
mano para un probar científico, las deja de lado, quita a los hechos el mostrar
la verdad y sólo a su palabra la confía. La verdad para el niño es lo que dijo
su maestro, como para el salvaje lo era le que el mago decía.
¡Aquél pontifica sobre las
bondades de la teoría de! esfuerzo, pero acude con ayudas a la menor vacilación
de sus alumnos, o los lleva por caminos alisados o les presenta en papilla los
huesos duros de roer.
Cualquiera pensaría que si por
medio de la palabra escrita quiero relatar una experiencia con el propósito de
que otros la reproduzcan, debo proceder a narrar paso a paso y a lo menudo
todas las instancias del proceso y suministrar con rigurosa precisión los datos
pertinentes, de tal manera que mi lector, publicación en mano, pueda repetirla,
analizarla, discutirla, rechazarla o incorporarla a su equipo de trabajo si así
lo estimara conveniente. Sin embargo, en nuestra profesión se dan muy poco las
publicaciones de tal índole. Se arguye que atento a la diversidad de cada
medio, la variabilidad de circunstancias, la psicología propia de cada niño y
la personalidad propia del docente, es el maestro mismo el que debe forjarse sus
herramientas de trabajo; a plena libertad, en atmósferas de creación pura, a
cubierto de imitaciones, defendido de cuanto puede ser una atadura para el
juego libre de su espíritu.
Porque daban lugar a serviles
imitaciones encasilladoras de la acción docente, fueron proscriptas las
“lecciones modelos" y aventado cuanto género de publicación oliera a
catecismo o entrañara el peligro de convertir al maestro en simple monitor.
(...)
Hace unos años, una delegación de
maestros vino a mí por una charla de carácter pedagógico sobre un tema que se
dejaba a mi elección. Propuse a los invitantes la introducción de una variable
dentro de lo acostumbrado en ese tipo de actos. ¿Qué cuál es el tema? ¿Qué les
parece, les dije, si uno de ustedes o de sus mandantes diera una lección y que
yo tomara como centro de mi charla lo acontecido en el curso de la clase?
Haríamos así un trabajo de clínica, dicho en lenguaje médico: operaríamos sobre
lo vivo, sobre situaciones reales, no sólo las creadas por el didacta, sino
también sobre las creadas por los niños, casi todas imprevistas, cargadas de
problemas.
Hemos de tener en cuenta,
continué, aquella historia que nos trae Vaz Ferreira acerca de un libro donde
se indicaba con pelos y señales, pesas y medidas, lo que había de hacer un
torero en sus momentos de lidia, sin decirnos nada en cuanto al hacer del toro.
Vamos a tratar, aunque sea de vez en cuando, de enfrentarnos a la dinámica del
par maestro-niños.
Salieron entusiasmados con la
idea; pero vacilantes en cuanto a encontrar, entre cientos de colegas, a uno
capaz de abrazarse a la aventura. Hubo demoras en la contestación; a los dos o
tres meses vino la aceptación y el acuerdo. Un maestro, en presencia de
numerosos colegas, dictó a los niños su clase y di la charla tomándola como
centro.
Nunca, nadie más vino a pedirme
la repetición de esta clase de suertes, y eso que si no me engaño, la prueba
tuvo buen éxito: el maestro salió de la prueba bien parado, los niños airosos,
el auditorio satisfecho y el conferencista con la esperanza, dadas las palmas
recibidas, de que de ahí en adelante quedaban las puertas abiertas de par en
par para estas formas de trabajo.
No sé qué influencia pudo tener
la prueba sobre la vida profesional de quienes se movieron en ella como actores
o testigos, pero de mí puedo decir que me llevó a meditar en rumia de meses,
acerca de la forma en que había de encararse la enseñanza de las razones y
proporciones aritméticas (fue éste el tema elegido para la lección) lo que
desembocó en un trabajo publicado.
Todo lo que allí digo, bueno o
malo, me salió de ver trabajar a un colega Supongamos que un cuatro por ciento
de los que fueron espectadores, se hubieran animado a publicar cada uno su
juicio acerca de los hechos presenciados y las ocurrencias que éstos trajeron
al espíritu Es seguro que cada trabajo diferiría fundamentalmente del otro;
aquí, se pondría el acento sobre los aciertos o los errores matemáticos del
didacta, acá, sobre el exceso de lo concreto, en detrimento de lo abstracto; allí,
en que no hubo calor emocional ni en el maestro ni en los niños, etc Para un
mismo hecho distintos ángulos de visión, enfoques varios, diversidad de matices
¿Acaso el maestro que en su soledad leyera trabajos de este tipo, no tendría
posibilidades de renovar su hacer didáctico, ampliarlo, corregirlo y aún
engallarse con lo suyo si ve paridades o flaquezas en lo ajeno?
Otra desventaja tiene nuestra
profesión sobre las otras para poder defendernos en la soledad: nos es difícil
descubrir nuestros propios yerros y nuestros propios aciertos. Ya una gran
parte del hacer educacional no puede juzgarse por sus resultados inmediatos,
sin contrastarlo con los rendimientos que se obtengan en un futuro que,
tratándose de niños, está por ahora en lejanías. Cierto es que estamos obligados
a apreciar el valor de una escuela por su rendimiento actual; pero cierto es
también, que cambiaríamos el sobresaliente de hoy por un pésimo, si llegáramos
a comprobar en el mañana que quienes fueron sus niños se comportan malamente
como hombres* cual si aquella escuela otrora tan loada hubiera impreso un sello
de incompetencia en todos los que fueron sus discípulos En estos casos, el
aviso acerca del error llega tarde, y pasarán muchos años, luego de causado el mal,
antes de que vengan enmiendas para tal conducta.
En cambio, en casi todas las
demás profesiones, el efecto sigue prontamente a la causa, y es de tal índole
por su evidencia que es difícil, tanto para el error como para el acierto, que
pase inadvertido.
Así el error de un médico sale
prontamente a la superficie con el agravamiento del enfermo; el del ingeniero,
con la resquebrajadura de un material, el del abogado, con la protesta pronta
del perjudicado: lo contrario ocurrirá con los aciertos, pero tanto los unos
como los otros, con mostrarse a las claras y de inmediato, dan posibilidades
para el juzgamiento de la propia conducta y si bueno, el éxito levanta la fe, y
si malo, da el grito para avisar que se requieren enmiendas.
Distinta es nuestra suerte,
porque la mayor parte de los errores en que podemos caer se nos pasan
inadvertidos y en razón de su origen es difícil que tengamos posibilidades de
descubrirlos, ni de registrar su existencia a través de los trabajos de los alumnos.
¿Cómo voy a darme cuenta de que mis niños no
saben orientarse por los puntos cardinales, si nunca, por lo estrecho de mi
rutina, me entró la idea de referirlos a sus posiciones reales y en cambio
siempre los traje aparejados con las figuraciones de los mapas?
¿Cómo voy a dar en que mis niños
no saben contar, si precisamente por mi hacer rutinario siempre los llevé a
decir la serie de números y nunca los puse en la situación real
correspondiente?
Para darme cuenta de los vacíos
que voy creando con mi acción, sería preciso que conociera la existencia de
ellos. ¿Pero cómo conocerlos? Tendría que romper mis moldes de trabajo, salir
de mis hábitos, sentirme tocado por la gracia de una ocurrencia que me lleve a
plantearle a mis niños una situación nueva nunca usada por mí, nunca vivida por
ellos.
Recién entonces aparecerían las
deficiencias de mi mal hacer didáctico: tendría que ocurrírseme incluir en la
caja de sólidos un cuerpo laminar, para recién caer en la cuenta, por las
respuestas de los niños, que cuanto edifiqué sobre formas, superficies y
volúmenes fue fundado en tembladerales.
Tendría que ocurrírseme el
preguntarles por mi talla, en apreciación aproximada a lo cierto, para que al
comprobar que me atribuyen las dimensiones de un enano, o la del más fabuloso
gigantón, caer en la cuenta de que lo de la "diez millonésima del
cuadrante del meridiano terrestre" o lo de que "un kilómetro tiene un
millón de milímetros" dicho por ellos de pe a pa, en sabiduría de
relumbrón, son pobres muestras de mi eficacia docente.
Pero la ocurrencia es un don de
los dioses que pocas veces llega a los que tienen automatizados la acción y el
pensamiento.
A veces la aparición de una falla
no nos conduce a enmiendas, porque estamos lejos de considerarnos los causantes
de ella y la atribuimos a descuido del niño o a su falta de entendederas.
(...)
Cuando dos o más niños colocados
en situación de no poder copiarse caían en el mismo error, en la certeza de que
había de tener una explicación lógica, no paraba hasta dar con las causas y
siempre las hallé en deficiencias de la conducta didáctica. (8) En el estudio
de estos errores, que llamo colectivos, tiene el maestro un arma para descubrir
sus propias fallas e ir a enmiendas. (...)
Si un día lo casual, llevándome a
salir de mi costumbre, determina que en un problema a cuya solución ha de
llegarse por medio de una resta, les diga en primer término el sustraendo
seguido después del minuendo y compruebo que un alto por ciento de mis niños,
ciñéndose al orden en que les dicté las cantidades, pretenden quitar del
sustraendo los valores del minuendo, ¿cómo darme cuenta de que estos niños se
forjaron el concepto de que en las restas es el minuendo la cantidad que en mis
labios aparece en primer término, y el sustraendo la que va en último lugar?
¿Y cómo al descubrir este error
en uno, dos o más niños, no entrar a sospechas de que hay una causa común originadora
de esta falsedad de la cual puedo ser agente? Y si con esta sospecha voy a
investigaciones, al estudio de mis formas de actuar, ¿no caeré en la cuenta de
que, tratándose de restas, al proponerles problemas, siempre les eché por
delante el minuendo, con exclusión, por la fuerza de mis hábitos, de las
situaciones en que el sustraendo va primero? (9) Una posición espiritual
tendida a sospecharnos causantes de los errores de nuestros alumnos, un buscar
de sus causas en nuestras líneas de conducta, nos llevaría a corregir, si no
muchos, algunos males provenientes de estas formas de soledad en que se
desenvuelve nuestra labor profesional.
Pero aun así, no podemos dejar
librado a lo azaroso, el provocar la aparición de estas lagunas. Es preciso que
el maestro cree intencionalmente, las condiciones capaces de provocar el
afloramiento de cuanto error conceptual mantienen sus niños en oculto. A mi
juicio, un elemento invalorable de sondeo es la situación nueva.
El niño tiende a veces a integrar
sus cuadros perceptivos y a trabajar en la armadura de sus conceptos con
circunstancias y particularidades que no corresponden esencialmente, sino de
modo fortuito, por mero accidente, a la realidad que desea transferirle el
maestro.
En la lectura por el método
global ha de cuidarse mucho de que las "tiras" expuestas en los muros
no tengan siempre la misma ubicación; de lo contrario, se correrá el riesgo de que
los niños identifiquen la frase, no por lo que en ella hay de esencial, sino
por el lugar dónde la leyenda está colocada. Lo mismo sucederá si siempre se
las presentamos en el mismo orden, que aún hay recuerdos de aquellos niños que
aparecían como sabiendo leer de corrido, toda una lección; pero enmudecía Pero cuanto
se les alteraba el orden en que venían las frases o se cubría la figura que
ilustraba la lección*..
El niño es capaz de atrapar en
sus cuadros perceptivos todos los elementos que integran una situación; pero no
hace distingos entre los fundamentales y los accesorios; tanto que, lo que para
el maestro es un mero accidente indigno de atención, al punto de pasarle
inadvertido, es, en cambio, captado por el niño como valor primordial, como
elemento clave para identificar las mismas situaciones, cuando éstas se les
presentan de nuevo.
(8) Ferreiro hablaba, como lo
hacen hoy los psicólogos piagetianos, de “bloqueos psicológicos” producidos por
conductas didácticas inadecuadas.
ps://repositorio.cfe.edu.uy/bitstream/handle/
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