Monumento a Miguel de Cervantes es un monumento de 1929 que se encuentra en la Plaza de España, en el Barrio de Palacio de Madrid, España y que conmemora la obra del escritor.
Estatua de Cervantes se encuentra en la plaza de la Universidad de Valladolid, colocada frente a ella.
La Estatua de Miguel de Cervantes Saavedra se localiza en la Plaza
de San Fernando, frente a la Iglesia del mismo nombre en el corazón de
la ciudad de Guanajuato, México.
La Estatua de Miguel de Cervantes Saavedra se localiza en la Avda. 18 de Julio y Tristán Narvaja, frente a Biblioteca Nacional, en la ciudad de Montevideo, Uruguay .
Afirman que restos hallados en
Madrid son de Cervantes, "sin discrepancia"
Martes, 17 de Marzo 2015 | 6:44
am -Créditos: EFE
El director de la búsqueda de
los restos de Miguel de Cervantes, Francisco Etxebarria, confirmó que entre los
fragmentos se encuentran algunos pertenecientes al escritor, sin
"discrepancias".
El forense y director de la
búsqueda de los restos de Miguel de Cervantes, Francisco Etxebarria, confirmó
este martes 17 que "es posible considerar que entre los fragmentos"
encontrados en la cripta de la iglesia madrileña de las Trinitarias "se
encuentran algunos" pertenecientes al escritor, sin
"discrepancias".
La Agencia Efe informó el
pasado día 11 del hallazgo de los restos de Cervantes y su esposa, Catalina de
Salazar, cuyos detalles desvelaron los investigadores en rueda de prensa, a la
que asistió también la alcaldesa de
Madrid, Ana Botella, quien afirmó que este hallazgo contribuye a la historia y
la cultura de España.
Según explicaron los
investigadores, en la búsqueda aparecieron restos muy descompuestos asociados
al escritor del Quijote, a su esposa y a las primeras personas enterradas en la
iglesia primitiva, que estaba ubicada en un punto distinto al actual.
Esos restos fueron inhumados
entre 1612 y 1630 de la iglesia primitiva de las Trinitarias, ubicada al
contrario de lo que se pensaba hasta ahora en un lugar distinto al actual, y
que fueron trasladados juntos a la cripta entre 1698 y 1730, en el momento en
que estaban terminando las obras de construcción del convento.
Según la antropóloga Almudena
García Cid, concretamente hay restos de un mínimo de cinco niños y un mínimo de
diez adultos (de ellos cuatro masculinos, dos femeninos, dos indeterminados y
dos probablemente masculinos), lo que se corresponde con los 17 enterramientos
documentados en la iglesia inicial.
No se han practicado pruebas
de ADN porque, según informó el forense Francisco Etxeberria, solamente podría
contrastarse con el de una hermana del padre de "El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha", cuyos restos están en un osario común de un
convento de Alcalá de Henares, a las afueras de Madrid.
Los restos estaban en el
subsuelo, en el conjunto que los investigadores nombraron con el número 32, y
aparecieron junto con elementos y ropajes que permitieron datarlos con los del
siglo XVII y contrastarlos con la documentación histórica.
Esta investigación, liderada
por el forense Luis Avial y el georradarista Francisco Etxebarria, costó
124.000 euros (unos 130.000 dólares) y estuvo apoyada por el Ayuntamiento de
Madrid.
EFE
Comentario de la novela "Don Quijote de la Mancha" por Vargas LLosas
MARIO VARGAS LLOSA
UNA NOVELA
PARA
EL SIGLO XXI
Antes que nada, Don Quijote de la Mancha, la inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético
como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón
montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de la Mancha, heladas en invierno y
candentes en verano, en busca de aventuras.
lo anima un designio enloquecido: resucitar el tiempo eclipsado siglos atrás (y que, por lo demás, nunca existió) de los caballeros
andantes, que recorrían el mundo socorriendo
a los débiles, desfaciendo tuertos
y haciendo reinar una justicia para los seres del común que de otro modo
éstos jamás alcanzarían, del que se ha impregnado
leyendo las novelas de caballerías, a las que
él atribuye la veracidad de escrupulosos libros de historia.
Este ideal
es imposible de alcanzar porque todo en la realidad en la que vive el Quijote lo desmiente: ya no hay caballeros andantes, ya nadie profesa las ideas ni respeta
los valo res que movían a aquéllos, ni la guerra es ya un asunto de desafíos
individuales en los que, ceñidos a un puntilloso ritual, dos caballeros
dirimen fuerzas.
Ahora, como se lamenta con melancolía el propio don Quijote en su discurso sobre las Armas y las Letras, la
guerra no la deciden las espadas y las lanzas, es decir, el coraje y la pericia del individuo, sino el tronar de los cañones y la pólvora, una artillería que, en el estruendo de las matanzas que provoca, ha volatilizado aquellos códigos del honor individual y las proe zas de los héroes que forjaron las siluetas míticas de un Amadís de Gaula, de un Tirante
el Blanco y de un Tristán de leonís.
¿Significa esto que Don Quijote
de la Mancha es un libro pasadista, que
la locura de Alonso Quijano nace de la desesperada
nostalgia de un mundo que se fue, de un rechazo visceral de la modernidad y el progreso? Eso sería cierto si el mundo que el Quijote añora y se empeña en resucitar hubiera alguna vez
formado parte de la historia. En verdad, sólo existió en la imaginación, en las leyendas y las utopías que fraguaron los seres humanos para huir de algún modo de la inseguridad y el salvajismo en que vivían y para encontrar refugio en una sociedad de orden, de honor, de principios, de justicieros y redentores civiles, que los desagraviara de las violencias y sufrimientos
que constituían la vida verdadera para los hombres y las mujeres
del Medioevo.
La literatura caballeresca que hace perder los sesos al Quijote ésta es una expresión que hay que tomar en un sentido metafórico más que literal
no es «realista», porque
las delirantes proezas de sus paladines no reflejan una realidad vivida.
Pero ella es una respuesta genuina, fantasiosa, cargada de ilusiones y anhelos y, sobre
todo, de rechazo, a un mundo muy
real en el que ocurría exactamente lo opuesto a ese quehacer ceremonioso y elegante, a esa representación en
la que siempre triunfaba la justicia, y el delito y el mal merecían castigo y sanciones, en
el que vivían, sumidos en la zozobra y la
desesperación, quienes leían (o escuchaban
leer en las tabernas y en las plazas)
ávida mente las novelas de caballerías.
Así, el sueño que convierte
a Alonso Quijano en don Quijote de la Mancha
no consiste en reactualizar el pasado, sino
en algo todavía mucho más ambicioso:
realizar
el mito, 'transformar la ficción en
historia viva.
Este empeño, que parece
un puro y simple dislate a quienes rodean a Alonso Quijano, y sobre todo a
sus amigos y conocidos de su anónima aldea
el cura, el barbero Nicolás, el ama y su sobrina, el bachiller Sansón Carrasco, va, sin embargo, poco a poco, en el transcurso de la novela, infiltrándose en la realidad, se
diría que debido a la fanática convicción con la que el Caballero de la Triste
Figura lo impone a su alrededor, sin arredrarlo en absoluto las palizas y los golpes y las desventuras
que por ello recibe por doquier.
En su espléndida interpretación
de la novela, Martín de Riquer insiste
en que, de principio a fin de su larga peripecia,
don Quijote
no cambia, se repite una y otra vez, sin que
vacile nunca su certeza de que son los encantadores los que trastocan la realidad
para que él parezca equivocarse cuando ataca molinos de viento,
odres de vino, carneros o peregrinos creyéndolos gigantes o enemigos.
Eso es, sin duda,
cierto. Pero, aunque el Quijote no cambia, encarcelado como está en su rígida visión
caballeresca del mundo, lo que sí va cambiando
es su entorno, las personas que lo circundan y la propia
realidad que, como contagiada de su poderosa locura, se va desrealizando poco a poco hasta como en
un cuento borgiano convertirse en ficción. Éste es
uno de los aspectos más sutiles y también
más modernos de la gran novela cervantina.
El gran tema de Don Quijote
de la Mancha es la ficción, su razón de ser, y la manera como ella, al infiltrarse en la vida, la va modelando, transformando. Así,
lo que parece a muchos lectores modernos el tema «borgiano» por antonomasia el
de Tlim, Uqbar, Orbis Tertius-: es, en verdad, un tema cervantino que, siglos
después, Borges resucitó, imprimiéndole un
sello personal. la ficción es un asunto central de la novela, porque el hidalgo manchego que es su protagonista
ha sido «desquiciado» también en su locura hay que ver una alegoría o un símbolo
antes que un diagnóstico clínico
por las fantasías de los libros de caballerías, y, creyendo que el
mundo es como lo describen las novelas
de Amadises y Palmerines, se lanza a él en busca de unas aventuras que vivirá de manera
paródica, provocando y padeciendo pequeñas catástrofes.
Él no saca de esas malas experiencias una lección de realismo. Con la inconmovible fe de los fanáticos, atribuye a malvados encantadores
que sus hazañas tornen siempre a desnaturalizarse y convertirse
en farsas. Al final, termina por salirse con la suya. la ficción
va contaminando lo vivido y la realidad se va gradualmente plegando a las excentricidades y fantasías de
don Quijote.
El propio Sancho Panza, a quien en los primeros capítulos de la
historia se nos presenta como un ser terrícola, materialista y pragmático a más no
poder, lo vemos, en la Segunda parte, sucumbiendo también
a los encantos de la fantasía, y, cuando ejerce la gobernación de la Ínsula Barataria, acomodándose de buena gana al mundo del embeleco y la ilusión.
Su lenguaje, que al principio de la historia es chusco, directo y popular, en la Segunda
parte se refina y hay episodios en que suena tan amanerado como el de su propio
amo.
¿No es ficción la estratagema
de que se vale el pobre Basilio para recuperar a la hermosa
Quiteria, impedir que se case
con el rico Camacho y lo haga más bien con él? (I, r 9 a 2 r, págs. r 66 r 87
). Basilio se «suicida» en plenos preparativos
de las bodas, clavándose un estoque y bañándose
en sangre. Y, en plena agonía, pide a Quiteria que, antes de morir, le dé su mano, o morirá sin
confesarse. Apenas lo hace Quiteria, Basilio
resucita, revelando que su suicidio era teatro, y que la sangre que vertió la llevaba escondida
en un pequeño canutillo.
La ficción tiene efecto,
sin embargo, y, con la ayuda de don Quijote,
se convierte en realidad, pues Basilio y
Quiteria unen sus vidas.
Los amigos del pueblo de
don Quijote, tan adversos a las novelerías literarias que hacen
una quema inquisitorial de su biblio teca,
con el pretexto de curar a Alonso Quijano de su locura recurren a la ficción: urden y protagonizan
representaciones para devolver al Caballero
de la Triste Figura a la cordura y al mundo real.
Pero, en
verdad, consiguen lo contrario: que la ficción comience a devorar la realidad.
El bachiller Sansón Carrasco se disfraza dos veces de caballero
andante, primero bajo el
seudónimo del Caballero de los Espejos, y, tres meses después, en Barcelona, como el Caballero de la Blanca Luna.
La primera vez el embauque resulta contraproducente, pues es el Quijote quien se sale con la suya; la segunda, en cambio, logra su propósito, derrota a aquél y le hace prometer que renunciará por un año a las armas y volverá
a su aldea, con lo que la historia se encamina hacia su desenlace.
Este final es un anticlímax
un tanto deprimente y forzado, y, tal vez por ello, Cervantes lo despachó rápidamente, en unas pocas páginas, porque hay
algo irregular, incluso irreal, en que don Alonso Quijano renuncie a la «locura» y vuelva a la realidad cuando ésta, en torno
suyo, ha mudado ya, en buena parte, en ficción,
como lo muestra el lloroso Sancho Panza (el hombre de la realidad) exhortando a su amo, junto a la cama en que éste agoniza, a que «no
se muera» y más bien se levante «y vámonos al campo vestidos de pastores» a interpretar en la vida real esa ficción pastoril
que es la última fantasía de don Quijote
(II, 74, pág. I 102).
Ese proceso de ficcionalización de
la realidad alcanza su apogeo con la aparición
de los misteriosos duques sin nombre, que, a partir
del capítulo 3 I de la Segunda parte, aceleran
y multiplican las mudanzas de los hechos
de la vida diaria en fantasías tea trales y novelescas. Los duques han leído la Primera parte de la historia, al igual que muchos otros
personajes, y cuando
encuen tran al Quijote y a Sancho Panza se hallan tan seducidos
por la novela como aquél por los libros de
caballerías. Y, entonces, disponen que en su castillo la vida se vuelva ficción,
que todo en ella reproduzca esa irrealidad en la que vive sumido
don Quijote.
Por muchos capítulos, la ficción suplantará a la vida, volviéndose ésta fantasía,
sueño realizado, literatura vivida.
Los duques lo hacen con la intención egoísta y algo despótica
de divertirse a costa
del loco y su escudero; eso creen ellos, al
menos.
Lo cierto es que
el juego los va corrompiendo, absorbiendo, al extremo de que, más tarde, cuando
don Quijote y Sancho parten rumbo a
Zaragoza, los duques no
se conforman y movilizan a sus criados y soldados
por toda la comarca hasta encontrarlos y
traerlos de nuevo al castillo, donde han
montado la fabulosa ceremonia fúnebre y la supuesta resurrección de Altisidora. En el mundo
de los duques, don Quijote deja de ser un excéntrico, está como en su casa porque todo lo que lo rodea es ficción, desde la
Ínsula Barataria donde por
fin realiza Sancho Panza su anhelo de
ser gobernador, hasta el
vuelo por el aire montado en Clavileño,
ese artificial cuadrúpedo escoltado por grandes fuelles para simular los vientos en los que el gran manchego galopa
por las nubes de la ilusión.
Al igual que
los duques, otro poderoso de la novela, don Antonio Moreno, que aloja y agasaja al Quijote
en la ciudad de Barcelona, monta también espectáculos
que desrealizan la realidad.
Por ejemplo, tiene en
su casa una cabeza encantada, de bronce,
que responde a las preguntas que se le formulan, pues conoce el futuro y el pasado de las gentes.
El narrador explica que se trata de
un «artificio»,
que la supuesta
adivinadora es una máquina hueca desde cuyo interior un estudiante responde a las preguntas. ¿No es esto vivir la ficción, teatralizar la vida, como lo hace don Quijote, aunque con menos ingenuidad y más malicia que éste?
Durante su estancia en Barcelona, cuando su
huésped don Antonio Moreno está paseando
a don Quijote por la ciudad (con un rótulo a la espalda que
lo identifica), le sale al paso un castellano que apostrofa así al Ingenioso Hidalgo: «Tú eres loco ... [y} tienes propiedad de volver
locos y mentecatos a cuantos te tratan y
comunican» (II, 62, pág. 102 5). El castellano tiene razón:
la locura de don Quijote su hambre de
irrealidad es contagiosa y ha propagado en torno suyo el apetito de ficción que lo posee. Esto explica la floración de historias, la selva de cuentos y novelas que es Don Quijote de la Mancha. No sólo el escurridizo Cide Hamete Benengeli,
el otro narrador de la novela,
que se jacta de ser apenas el transcriptor y traductor de aquél (aunque, en verdad, es también su editor, anotador y comentarista) delatan esa pasión por la vida fantaseada de la literatura, incorporando a la historia principal de don Quijote y Sancho, historias adventicias, como la de El curioso impertinente
y la de Cardenio y Dorotea.
También los personajes participan
de esa propensión o vicio narrativo que los lleva, como a la bella morisca, o al Caballero del Verde Gabán, o a la infanta Micomicona, a contar
historias ciertas o inventadas, lo
que va creando, en el curso de la novela,
un paisaje hecho de palabras y de imaginación que se superpone, hasta abolirlo por momentos,
al otro, ese paisaje natural tan poco realista, tan resumido en formas tópicas y de retórica convencional.
Don Quijote de la Mancha es una novela sobre
la ficción en la que la vida imaginaria está
por todas partes, en las peripecias, en
las bocas y hasta en el aire que respiran los personajes.
Al mismo tiempo que
una novela sobre
la ficción, el Quijote es un canto a
la libertad. Conviene detenerse
un momento
a reflexionar sobre la famosísima frase de
don Quijote a Sancho Panza: «La libertad,
Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con
ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por
la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a
los hombres» (II, 58, págs. 984985).
Detrás de la frase, y del
personaje de ficción que la pronuncia, asoma la silueta del propio
Miguel de Cervantes, que sabía muy bien de lo que hablaba. los cinco
años que pasó cautivo de los moros en Argel, y las tres veces que estuvo en la cárcel en España
por deudas y acusaciones de malos manejos cuando era inspector de contribuciones en Andalucía para la Armada, debían
de haber aguzado en él, como en pocos,
un apetito de libertad, y un horror a la falta de ella, que impregna de autenticidad y fuerza a aquella frase y da un particular sesgo libertario a la historia del Ingenioso Hidalgo.
¿Qué idea de la libertad
se hace don Quijote? La misma que, a
partir del siglo XVIII, se
harán en Europa los llamados liberales: la libertad es la soberanía
de un individuo para decidir su vida sin presiones ni condicionamientos, en exclusiva función de su inteligencia y voluntad. Es decir, lo que varios siglos más tarde, un Isaías Berlín definiría como «libertad negativa»,
la de estar libre de interferencias y coacciones para pensar, expresarse y actuar. Lo que anida en el corazón es esta idea de la libertad
es una desconfianza profunda de la autoridad,
de los desafueros que puede cometer el poder,
todo poder.
Recordemos que el Quijote
pronuncia esta alabanza exaltada de la libertad apenas
parte de los dominios de los anónimos duques, donde ha
sido tratado a cuerpo de rey por ese exuberante señor del castillo, la encarnación misma del
poder. Pero, en los halagos y mimos de que
fue objeto, el Ingenioso Hidalgo percibió un invisible corsé que amenazaba y rebajaba
su libertad «porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si [los regalos y la abundancia
que
se volcaron sobre él} fueran míos». El supuesto de esta afirmación es que el fundamento
de la libertad es la propiedad privada, y
que el verdadero gozo sólo es completo si, al gozar, una persona no ve recortada
su capacidad de iniciativa, su libertad de pensar y de actuar. Porque «las obligaciones de las recompensas de los beneficios
y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso
aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!». No puede
ser más claro: la libertad es individual
y requiere un nivel mínimo de prosperidad
para ser real. Porque quien es pobre y depende de la dádiva o la caridad para sobrevivir,
nunca es totalmente libre. Es verdad que
hubo una
antiquísima época, como recuerda el
Quijote a los pasmados
cabreros en su discurso sobre la Edad
de Oro (I, r r, pág. 97) en que «la virtud y la bondad imperaban en el mundo», y
que en esa paradisíaca edad, anterior a la propiedad privada,
«los que en ella vivían ignoraban
estas dos palabras de tuyo y mío» y eran «todas las cosas comunes». Pero, luego,
la historia cambió, y llegaron
«nuestros detestables siglos», en los que, a fin de que hubiera seguridad y justicia,
«Se instituyó la orden de los caballeros andantes,
para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y
a los menesterosos».
El Quijote no cree
que la justicia, el orden
social, el progreso, sean funciones de
la autoridad, sino obra del quehacer de individuos
que, como sus modelos, los caballeros andantes, y él mismo,
se hayan echado sobre los hombros la tarea
de hacer menos injusto y más libre y próspero el mundo en el que viven.
Eso es el caballero andante: un individuo que, motivado por una vocación generosa, se lanza por los caminos, a buscar
remedio para todo lo que anda mal en el planeta. La autoridad, cuando aparece,
en vez de facilitarle la tarea, se la dificulta.
¿Dónde está la autoridad, en la España que recorre el Quijote a lo largo
de sus tres viajes? Tenemos que salir de la novela para saber que el rey de España al que se alude
algunas veces es Felipe III, porque, dentro
de la ficción, salvo contadísimas y fugaces apariciones, como la que hace el gobernador de Barcelona mientras don Quijote visita el puerto de esa ciudad, las autoridades brillan por su ausencia.
Y las instituciones que la encarnan,
como la Santa Hermandad, cuerpo de justicia en el mundo rural, de
la que se tiene anuncios durante las correrías
de don Quijote y Sancho, son mencionadas
más bien como algo lejano, oscuro y peligroso.
Don Quijote no tiene el menor reparo en enfrentarse a la autoridad y en desafiar las leyes cuando éstas chocan con su propia concepción
de la justicia y de la libertad.
En su primera salida, se enfrenta al rico Juan Haldudo, un vecino del Quintanar, que está azotando a uno de sus mozos porque le pierde sus ovejas, algo a lo que, según las
bárbaras costumbres de la época, tenía perfecto derecho. Pero este derecho es intolerable para el manchego, que rescata al mozo reparando
así lo que cree un abuso (apenas parte, Juan
Haldudo, pese a sus
promesas en contrario, vuelve a azotar a Andrés hasta dejarlo moribundo) (I, 4, pág. 50).
Como en éste, la novela está llena de episodios donde la visión individualista y libérrima de la justicia lleva al temerario hidalgo a desacatar los poderes, las leyes y los usos establecidos, en nombre
de lo que es para él un imperativo moral superior.
La aventura donde don Quijote
lleva su espíritu libertario a un extremo poco menos que suicida delatando que su idea de la libertad anticipa también algunos aspectos de la de los pensado res anarquistas de dos siglos
más tarde es una de las más célebres de
la novela: la liberación de los doce delincuentes, entre ellos el siniestro Ginés de Pasamonte, el futuro maese Pedro, que fuerza el Ingenioso
Hidalgo, pese a estar perfectamente consciente, por boca de ellos mismos, que se trata de rufiancillos condenados
por sus fechorías a ir a remar a las galeras
del rey.
Las razones que aduce para su abierto desafío a la autoridad «no es
bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres» disimulan
apenas, en su vaguedad, las verdaderas
motivaciones que transpiran de una conducta que, en este tema, es de una gran coherencia a lo largo de toda la
novela: su desmedido amor a la libertad, que él, si hay que elegir, antepone incluso a la justicia, y su profundo recelo de
la autoridad, que, para él, no es garantía de lo que llama de manera ambigua «la justicia distributiva», expresión en la que hay que entrever
un anhelo igualitarista que contrapesa por momentos su ideal libertario.
En este episodio, como para que no quede la menor duda de lo insumiso y libre que es su pensamiento, el Quijote hace un elogio del «oficio de alcahuete», «oficio de discretos
y necesarísimo en la república bien
ordenada», indignado de que se haya condenado a galeras por ejercerlo
a un viejo que, a
su juicio, por practicar la tercería debería más bien haber sido enviado «a
mandallas y a ser general de ellas» (I, 22, pág. 202).
Quien se atrevía a rebelarse de manera tan manifiesta contra la corrección política y moral imperante, era un «loco» sui generis, que, no sólo cuando hablaba de las novelas de caballerías decía y hacía cosas que cuestionaban
las raíces de la sociedad en que vivía.
¿Cuál es la imagen de España
que se levanta de las páginas de la novela cervantina?
La de un mundo vasto y diverso, sin fronteras geográficas, constituido
por un archipiélago de comunidades, aldeas y pueblos, a los que
los personajes dan el nombre de «patrias». Es una imagen muy semejante a aquella que las novelas de caballerías trazan
de los imperios o reinos donde suceden, ese
género que supuestamente Cervantes
quiso ridiculizar con Don Quijote de la Mancha (más bien, le rindió un soberbio home
naje y una de sus grandes proezas literarias consistió en actualizarlo, rescatando de él, mediante el juego y el humor, todo lo que en la narrativa caballeresca podía sobrevivir y aclimatarse a los valores sociales y artísticos de una época, el siglo XVII, muy distinta
de aquella en la que había nacido).
A lo largo de sus tres salidas,
el Quijote recorre la Mancha y parte de Aragón y Cataluña,
pero, por la procedencia de muchos
personajes y referencias a lugares y cosas en el curso de la narración y de los diálogos,
España aparece como un espacio mucho más
vasto, cohesionado en su diversidad geográfica
y cultural y de unas inciertas fronteras que
parecen definirse en función no de territorios y demarcaciones administrativas, sino religiosas: España termina en aquellos límites vagos, y concretamente marinos, donde comienzan
los dominios del moro, el enemigo religioso.
Pero, al mismo tiempo que
España es el contexto y horizonte plural e
insoslayable de la relativamente pequeña geografía que recorren
don Quijote y Sancho Panza, lo que resalta
y se exhibe con gran color y simpatía es
la «patria», ese espacio concreto y humano, que la memoria puede abarcar,
un paisaje, unas gentes, unos usos y costumbres
que el hombre y la mujer conservan en sus recuerdos como un patrimonio
personal y que son sus mejores credenciales.
Los personajes de la novela viajan por el mundo, se podría decir, con sus pueblos y aldeas a cuestas.
Se presentan dando esa
referencia sobre ellos mismos, su «patria»,
y todos recuerdan esas pequeñas comunidades donde han dejado amores, amigos, familias, viviendas y animales, con irreprimible
nostalgia.
Cuando, al cabo
del tercer viaje, después de tantas aventuras, Sancho Panza divisa su aldea, cae de rodillas,
conmovido, y exclama: «Abre los ojos,
deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo ...
» (II, 72, pág. 1093).
Como, con el paso del tiempo,
esta idea de «patria» iría desmaterializándose y
acercándose cada vez más a la idea de nación (que sólo nace en el siglo XIX) hasta confundirse con ella, con viene precisar que las «patrias»
del Quijote no tienen nada que ver, y son más bien írritas, a ese concepto abstracto,
general, esquemático y esencialmente
político, que es el de nación y que está en la raíz de todos
los nacionalismos, una ideología colectivista que pretende definir a los individuos
por su pertenencia a un conglomerado humano al
que
ciertos rasgos característicos la raza, la lengua, la religión
habrían impuesto una personalidad específica y diferenciable de las otras.
Esta concepción está en las antípodas del individualismo
exaltado del que hace gala don Quijote y quienes lo acompañan en la novela de Cervantes, un mundo en el que el «patriotismo» es un sentimiento
gene roso y positivo, de amor al terruño
y a los suyos, a la memoria y al pasado familiar, y no una manera de diferenciarse, excluirse y elevar
fronteras contra los
«Otros».
La España del Quijote no tiene fronteras y es un mundo plural y
abigarrado, de incontables patrias, que se abre al mundo de afuera y se confunde con él a la vez que abre sus puertas a los que vienen a ella de otros lares, siempre
y cuando lo hagan en son de paz, y salven
de algún modo el escollo (insuperable para la mentalidad contra reformista de la época) de la religión (es decir, convirtiéndose al cristianismo).
La modernidad del Quijote
está en el espíritu rebelde, justiciero, que lleva al personaje a asumir
como su responsabilidad personal cambiar el mundo para mejor,
aun cuando, tratando de ponerla en práctica, se equivoque, se estrelle
contra obstáculos insalvables y sea golpeado, vejado y convertido en objeto de irrisión.
Pero también es una novela de actualidad porque
Cervantes, para contar la gesta quijotesca, revolucionó las formas narrativas de su tiempo y sentó las bases sobre las que nacería la novela
moderna.
Aunque no lo sepan, los novelistas contemporáneos que
juegan con la forma, distorsionan el tiempo,
barajan y enredan
los puntos de vista y experimentan
con el lenguaje, son todos deudores de Cervantes.
Esta revolución formal que significó
el Quijote ha sido estu diada y analizada
desde todos los puntos de vista posibles,
y, sin embargo, como ocurre con las obras maestras paradigmáticas, nunca se agota, porque, al igual que el Hamlet, o La divina comedia, o la Ilíada y la
Odisea, ella evoluciona con el paso del tiempo
y se recrea a sí misma en función de las estéticas
y los valores que cada cultura privilegia,
revelando que es una verdadera caverna de Alí Babá, cuyos tesoros nunca se extinguen.
Tal vez el aspecto más innovador
de la forma narrativa en el Quijote sea la manera como Cervantes encaró el
problema del narrador, el problema básico que debe resolver todo aquel que se dispone a escribir una novela: ¿quién
va a contar la historia?
La respuesta que Cervantes dio a esta pregunta inauguró una sutileza y complejidad en el género que todavía sigue enriqueciendo
a los novelistas modernos y fue para su época lo que, para la nuestra, fueron el
Ulises del Joyce, en busca del tiempo perdido de Proust, o, en el ámbito de la literatura hispanoamericana, Cien. años de
soledad de García Márquez o Reyuela« de Cortázar.
¿Quién cuenta la
historia de don Quijote y Sancho Panza?
Dos narradores: el misterioso
Cicle Hamete Benengeli, a quien nunca leemos directamente, pues su manuscrito original
está en árabe, y un narrador anónimo,
que habla a veces en primera persona pero más frecuentemente desde la tercera
de los narrado res omniscientes, quien, supuestamente,
traduce al español y, al mismo tiempo, adapta, edita y
a veces comenta el manuscrito de aquél. Ésta es una
estructura de caja china: la historia que los lectores leemos está contenida
dentro de otra, anterior y más amplia, que sólo podemos adivinar.
La existencia
de estos dos narradores introduce
en la historia una ambigüedad y un elemento de incertidumbre sobre aquella
«otra» historia, la de CicleHamete Benengeli, algo que impregna a las aventuras de
don Quijote y Sancho Panza de un sutil relativismo, de un aura de subjetividad, que contribuye de manera decisiva a darle autono mía, soberanía
y una personalidad original.
Pero estos dos narradores,
y su delicada dialéctica, no son los únicos que cuentan en esta novela de
cuentistas y relatores compulsivos: muchos personajes
los sustituyen, como hemos visto, refiriendo
sus propios percances
o los ajenos en episodios que son
otras tantas cajas chinas más pequeñas contenidas en ese vasto universo de ficción lleno de ficciones particulares que es Don Quijote de la Mancha.
Aprovechando lo que era un tópico de la novela de caballerías (muchas de ellas eran
supuestos manuscritos encontrados en sitios exóticos y estrafalarios), Cervantes
hizo de Cicle Hamete Benengeli un
dispositivo que introducía
la ambigüedad y el juego como rasgos centrales de la estructura narrativa.
Y también produjo trascendentales innovaciones en el otro asunto capital de la forma
novelesca, además del narrador: el tiempo narrativo.
Como el narrador, el tiempo
es también en toda novela un artificio, una invención, algo fabricado
en función de las necesidades de
la anécdota y nunca una mera reproducción o reflejo del tiempo «real».
En el Quijote hay varios
tiempos que, entreverados con maestría, inyectan a la novela ese aire de mundo independiente, ese rasgo de autosuficiencia, que es determinante para dotarla de poder de persuasión.
Hay, de un lado, el tiempo en el que se mue ven los personajes de la historia, y que abarca, más
o menos, un poco más de medio año, pues los tres viajes del Quijote duran, el primero, tres días, el segundo
un par de meses y el tercero unos cuatro meses.
A este período hay que sumar
dos intervalos entre viaje y viaje (el segundo, de un mes) que el Quijote pasa en su aldea, y los días
finales, hasta su muerte.
En total, unos siete u ocho meses.
Ahora bien, en la novela
ocurren episodios que, por su naturaleza, alargan considerablemente el tiempo
narrativo, hacia el pasado y hacia el futuro.
Muchos de los sucesos que conocemos a lo largo de la historia, han sucedido ya, antes de que empiece, y nos enteramos
de ellos por testimonios de testigos o protago nistas, y a muchos de ellos los vemos concluir en lo que sería el «presente» de la novela.
Pero el hecho más notable
y sorprendente del tiempo narra tivo es que muchos personajes de la Segunda parte de Don Quijote de la Mancha, como es el caso de los duques, han leído la Primera.
Así nos enteramos de que existe otra realidad,
otros tiempos, ajenos al novelesco, al de
la ficción, en los que el Quijote y Sancho Panza existen como personajes de un libro, en lecto res que están, algunos dentro, y otros, «fuera»
de la historia, como es el caso de
nosotros, los lectores de la actualidad.
Esta pequeña
estratagema, en la que
hay que ver algo mucho más audaz que un simple juego de ilusionismo literario, tiene con
secuencias trascendentales para la estructura
novelesca.
Por una parte, expande y multiplica
el tiempo de la ficción, la que queda otra vez una caja china encerrada dentro de un universo más amplio, en el que don Quijote, Sancho y demás personajes ya han vivido y sido convertidos en héroes de un libro y llegado
al corazón y a la memoria de los lectores
de esa «Otra» realidad,
que no es exactamente aquella que estamos
leyendo, y que con tiene a ésta, así como en las cajas chinas la más grande contiene a otra más pequeña, y ésta a otra,
en un proceso que, en teoría, podría ser infinito.
Éste es un juego divertido y, a la vez, inquietante, que, a la vez que permite enriquecer la historia
con episodios como los que fraguan los duques (conocedores por el libro que han leído de las
manías y obsesiones de don Quijote), tiene también
la virtud de ilustrar de manera muy gráfica y amena, las complejas relaciones entre la
ficción y la vida, la manera como ésta
produce ficciones y éstas, luego, revierten sobre la vida animándola, cambiándola, añadiéndole color, aventura, emociones, risa, pasiones y sorpresas.
Las relaciones entre la ficción y la vida, tema recurrente de la literatura clásica y moderna, se manifiestan en la novela de Cervantes de una manera que anticipa
las grandes aventuras literarias del siglo xx,
en las que la exploración de los maleficios de la forma narrativa el lenguaje,
el tiempo, los personajes, los puntos de vista y la función del narrador tentará a los mejores novelistas.
Además de éstas y otras muchas razones,
la perennidad del Quijote se debe asimismo
a la elegancia y potencia de su estilo, en el que la lengua española alcanzó uno de sus más altos vértices.
Habría que hablar, tal vez, no de uno, sino
de los varios estilos en que está escrita
la novela.
Hay dos que se distinguen nítida
mente y que, como la materia novelesca, corresponden a los dos términos o caras de la realidad por las que transcurre la historia: el «real» y el ficticio.
En los cuentos e historias intercalados el lenguaje es mucho más engolado y retórico que en la
historia central en la que el Quijote, Sancho, el cura, el barbero y demás aldeanos hablan de una manera
más natural y sencilla.
En tanto que en las
historias añadidas el narrador utiliza un
lenguaje más afectado más literario
con lo que consigue un efecto distanciador e irrealizante. Estas diferencias
se dan, también, en las frases que salen de las
bocas de los personajes, según la condición social, grado de
educación y oficio del hablante. Incluso
entre los personajes del sector más popular, las diferencias
son notorias según hable un aldeano de vida elemental, que se
expresa con gran transparencia, o lo haga un galeote, un rufiancillo de ciudad, que se vale de la germanía, como los galeotes cuya jerga delincuencia! resulta a ratos totalmente incomprensible para don Quijote.
Éste no tiene
una sola manera de expresarse. Como don Quijote, según el narrador, sólo «izquierdeaba» (exageraba o desvariaba) con los temas caballerescos, al tocar
otros asuntos habla con precisión y objetividad, buen juicio y sensatez, en tanto que, cuanto aparecen aquéllos en su boca, ésta torna a ser
un surtidor de tópicos literarios, rebuscamientos eruditos, referencias literarias y fantásticos delirios.
No menos variable es el lenguaje de Sancho
Panza, quien, ya lo hemos visto, cambia
de manera de hablar a lo largo de la historia, desde ese
lenguaje sabroso, rebosante de vida, cuajado de refranes y dichos que expresan todos el acervo de la sabiduría popular, al retorcido y engalanado del final, que ha adquirido
por la vecindad de su amo,
y que es como una risueña parodia de la parodia que es en sí misma la lengua del Quijote.
A Cervantes debería corresponder por eso, más que a Sansón
Carrasco, el apodo del Caballero de los Espejos, porque Don Quijote de la Mancha es un verdadero laberinto de espejos
donde todo, los
personajes, la forma artística, la anécdota, los estilos,
se desdobla y multiplica
en imágenes que expresan en toda
su infinita sutileza
y diversidad la vida
humana.
Por eso, esa
pareja es inmortal y cuatro siglos después
de venida al mundo en la pluma de Cervantes, sigue cabalgando,
sin tregua ni desánimo. En la Mancha, en Aragón, en Cataluña, en Europa, en América, en el mundo.
Ahí están todavía, llueva, ruja el trueno, queme el sol, o destellen las estrellas en el gran silencio de la noche
polar, o en el desierto,
o en la maraña de las selvas, discutiendo, viendo y entendiendo cosas distintas en todo lo que encuentran y escuchan, pero, pese a disentir tanto, necesitándose cada vez más, indisolublemente unidos
en esa extraña alianza que es la del sueño
y la vigilia, lo real y lo ideal, la vida y la muerte, el espíritu y la carne, la
ficción y la vida.
En la historia literaria
ellos son dos figuras inconfundibles, la una alargada y aérea como una ojiva gótica
y la otra espesa y chaparra como el chanchito de la suerte, dos actitudes, dos ambiciones, dos visiones. Pero, a la
distancia, en nuestra memoria de lectores de su epopeya novelesca, ellas se juntan
y se funden y son «Una sola sombra», como la pareja del poema de José Asunción Silva, que retrata en toda su contradictoria y fascinante verdad la condición humana.
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