Blog de Arinda

OBJETIVO :En este Blog vas a encontrar mis producciones en pintura y escultura. Además, material recopilado a través de mi trabajo como maestra, directora e inspectora, que puede ser de interés para docentes y estudiantes magisteriales .

domingo, 29 de septiembre de 2024

29 DE SETIEMBRE DE 1547 NACÍA MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

El PROGRAMA de EDUCACIÓN INICIAL Y PRIMARIA- AÑO 2008 del C.E.P:-URUGUAY brinda en la página 199 el listado de los escritores que deberían conocer los alumnos

  EL "PRÍNCIPE DE LOS INGENIOS"


 El  29 de setiembre de 1547, en Alcalá de Henares, nació Miguel de Cervantes Saavedra .
 
Fue un soldado, novelista, poeta y dramaturgo español.
Es considerado una de las máximas figuras de la literatura española y universalmente conocido por haber escrito "Don Quijote de la Mancha", que muchos críticos han descrito como la primera novela moderna y una de las mejores obras de la literatura universal. Se le ha da
do el sobrenombre de «Príncipe de los Ingenios».


Sus abuelos paternos fueron el licenciado en leyes Juan de Cervantes y doña Leonor de Torreblanca, hija de Juan Luis de Torreblanca, un médico cordobés.
Su padre se llamaba Rodrigo de Cervantes (1509-1585),  era cirujano- barbero, una peculiar profesión, cuya labor era de lo más dispar, igual cortaban la barba y el pelo que hacían sangrías, extraían muelas o blanqueaban los dientes con aguafuerte,
Este oficio surgió por las disputas de los gremios de cirujanos y barberos, ya que los primeros eran gente con estudios, pero además de cobrar más, los barberos eran más solicitados por la diversidad de servicios que prestaban, y muchos contaban con la confianza de nobles a los que prestaban sus servicios y que no creían demasiado en la medicina de aquella época.

Rodrigo de Cervantes padecía desde niño una extrema sordera, por lo que sus hijos solían acompañarlo a menudo para actuar como intérpretes en su trabajo.
 

Rodrigo de Cervantes se  casó con Leonor de Cortinas, de la cual apenas se sabe nada, excepto que era natural de Arganda del Rey.
La pareja tuvo  siete hijos .
El día exacto del nacimiento de Miguel de Cervantes  (el sexto hijo) es desconocido, aunque es probable que naciera el 29 de septiembre, fecha en que se celebra la fiesta del arcángel San Miguel, dada la tradición de recibir el nombre del santoral. Miguel de Cervantes fue bautizado en Alcalá de Henares (España) el 9 de octubre de 1547, en la parroquia de Santa María la Mayor.
 Texto del acta del bautizo :
   " Domingo, nueve días del mes de octubre, año del Señor de mill e quinientos e quarenta e siete años, fue baptizado Miguel, hijo de Rodrigo Cervantes e su mujer doña Leonor. Baptizóle el reverendo señor Bartolomé Serrano, cura de Nuestra Señora. Testigos, Baltasar Vázquez, Sacristán, e yo, que le bapticé e firme de mi nombre. Bachiller Serrano."


Los otros hijos del matrimonio de Rodrigo de Cervantes Saavedra y Leonor de Cortinas fueron: Andrés (1543), Andrea (1544), Luisa (1546), que llegó a ser Priora de un convento de Carmelitas; Rodrigo (1550), también soldado, que le acompañó en el cautiverio argelino; Magdalena (1554) y Juan, sólo conocido porque su padre lo menciona en el testamento

Entre los años 1551 - 1552, Rodrigo de Cervantes se trasladó con su familia a Valladolid. Por deudas, estuvo preso varios meses y sus bienes fueron embargados. 
En el año 1555 en Córdoba, Miguel ingresó en el flamante colegio de los jesuitas.
 Aunque no fuera persona de gran cultura, Rodrigo se preocupaba por la educación de sus hijos.

 Miguel fue un lector precoz y sus dos hermanas sabían leer, cosa muy poco usual en la época, aun en las clases altas. Por lo demás, la situación de la familia era precaria.
 No existen datos precisos sobre los primeros estudios de Miguel de Cervantes, que, sin duda, no llegaron a ser universitarios. Parece ser que pudo haber estudiado en Valladolid, Córdoba o Sevilla. También es posible que estudiara en la Compañía de Jesús, ya que en la novela El coloquio de los perros elabora una descripción de un colegio de jesuitas que parece una alusión a su vida estudiantil.


En 1556 se dirigió a Córdoba para recoger la herencia de Juan de Cervantes, abuelo del escritor, y huir de los acreedores.
Ese mismo año Leonor vendió el único sirviente que le quedaba y partieron hacia Madrid, con el fin de mejorar económicamente, pues esta ciudad era la puerta de España a las riquezas de las Indias y la tercera ciudad de Europa, tras París y Nápoles, en la segunda mitad del siglo XVI. 
En el año 1568, establecidos en Madrid, asiste al Estudio de la Villa, regentado por el catedrático de gramática Juan López de Hoyos, quien en 1569 publicó un libro sobre la enfermedad y muerte de la reina doña Isabel de Valois, la tercera esposa de Felipe II. 
López de Hoyos incluye en ese libro dos poesías de Cervantes. Esas fueron sus primeras manifestaciones literarias.
En estos años Cervantes se aficionó al teatro viendo las representaciones de Lope de Rueda y, según declara en la segunda parte del Quijote, al parecer por boca del personaje principal, «se le iban los ojos tras la farándula».


 Batalla de Lepanto 1571. Óleo sobre lienzo.- National Maritime Museum (BHC0261)

El 7 de octubre de 1571 participó en la batalla de Lepanto, "la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros", formando parte de la armada cristiana, dirigida por don Juan de Austria, «hijo del rayo de la guerra Carlos V, de felice memoria», y hermanastro del rey, y donde participaba uno de los más famosos marinos de la época, el marqués de Santa Cruz, que residía en La Mancha, en Viso del Marqués. En una información legal elaborada ocho años más tarde se dice:

    "Cuando se reconosció el armada del Turco, en la dicha batalla naval, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura, y el dicho capitán... y otros muchos amigos suyos le dijeron que, pues estaba enfermo y con calentura, que estuviese quedo abajo en la cámara de la galera; y el dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían de él, y que no hacía lo que debía, y que más quería morir peleando por Dios y por su rey, que no meterse so cubierta, y que con su salud... Y peleó como valente soldado con los dichos turcos en la dicha batalla en el lugar del esquife, como su capitán lo mandó y le dio orden, con otros soldados. Y acabada la batalla, como el señor don Juan supo y entendió cuán bien lo había hecho y peleado el dicho Miguel de Cervantes, le acrescentó y le dio cuatro ducados más de su paga... De la dicha batalla naval salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano, de que quedó estropeado de la dicha mano."

De ahí procede el apodo de el manco de Lepanto. 
La mano izquierda no le fue cortada, sino que se le anquilosó al perder el movimiento de la misma cuando un trozo de plomo le seccionó un nervio. 
Aquellas heridas no debieron ser demasiado graves, pues, tras seis meses de permanencia en un hospital de Messina, Cervantes reanudó su vida militar.


Retrato de Cervantes realizado por Eduardo Balaca.

   
El 26 de septiembre de 1575, durante su regreso desde Nápoles a España, a bordo de la galera Sol, una flotilla turca comandada por Arnaut Mamí hizo presos a Miguel y a su hermano Rodrigo. 
Fueron capturados a la altura de Cadaqués de Rosas o Palamós, en la actualidad llamada Costa Brava, y llevados a Argel. 
Cervantes es adjudicado como esclavo al renegado griego Dali Mamí. El hecho de habérsele encontrado en su poder las cartas de recomendación que llevaba de don Juan de Austria y del Duque de Sessa, hizo pensar a sus captores que Cervantes era una persona muy importante, y por quien podrían conseguir un buen rescate. Pidieron quinientos escudos de oro por su libertad.

En los cinco años de aprisionamiento, Cervantes, un hombre con un fuerte espíritu y motivación, trató de escapar en cuatro ocasiones. 
Para evitar represalias en sus compañeros de cautiverio, se hizo responsable de todo ante sus enemigos. Prefirió la tortura a la delación. Gracias a la información oficial y al libro de fray Diego de Haedo Topografía e historia general de Argel (1612), tenemos posesión de noticias importantes sobre el cautiverio. 
Tales notas se complementan con sus comedias Los tratos de Argel; Los baños de Argel y el relato de la historia del Cautivo, que se incluye en la primera parte del Quijote, entre los capítulos 39 y 41. 
Sin embargo, desde hace tiempo se sabe que la obra publicada por Haedo no era suya, algo que él mismo ya reconoce. Según Emilio Sola, su autor fue Antonio de Sosa, benedictino compañero de cautiverio de Cervantes y dialoguista de la misma obra. 
Daniel Eisenberg ha propuesto que la obra no es de Sosa, quien no era escritor, sino del gran escritor cautivo en Argel, con cuyos escritos la obra de Haedo muestra muy extensas semejanzas. A ser cierto, la obra de Haedo deja de ser confirmación independiente de la conducta cervantina en Argel, sino uno más de los escritos del mismo Cervantes que ensalzan su heroísmo.

El primer intento de fuga fracasó, porque el moro que tenía que conducir a Cervantes y a sus compañeros a Orán, los abandonó en la primera jornada. Los presos tuvieron que regresar a Argel, donde fueron encadenados y vigilados más que antes. Mientras tanto, la madre de Cervantes había conseguido reunir cierta cantidad de ducados, con la esperanza de poder rescatar a sus dos hijos. 
En 1577 se concertaron los tratos, pero la cantidad no era suficiente para rescatar a los dos. Miguel prefirió que fuera puesto en libertad su hermano Rodrigo, quien regresó a España. 
Rodrigo llevaba un plan elaborado por su hermano para liberarlo a él y a sus catorce o quince compañeros más. Cervantes se reunió con los otros presos en una cueva oculta, en espera de una galera española que vendría a recogerlos. 
La galera, efectivamente, llegó e intentó acercarse por dos veces a la playa; pero, finalmente, fue apresada. 
Los cristianos escondidos en la cueva también fueron descubiertos, debido a la delación de un cómplice traidor, apodado El Dorador. Cervantes se declaró como único responsable de organizar la evasión e inducir a sus compañeros. 
El rey (gobernador turco) de Argel, Azán Bajá, lo encerró en su «baño» o presidio, cargado de cadenas, donde permaneció durante cinco meses.

El tercer intento, lo trazó Cervantes con la finalidad de llegar por tierra hasta Orán. 
Envió allí un moro fiel con cartas para Martín de Córdoba, general de aquella plaza, explicándole el plan y pidiéndole guías. Sin embargo, el mensajero fue preso y las cartas descubiertas. En ellas se demostraba que era el propio Miguel de Cervantes quien lo había tramado todo. 
Fue condenado a recibir dos mil palos, sentencia que no se realizó porque muchos fueron los que intercedieron por él. Mediante una revisión de los documentos relacionados con el cautiverio de Cervantes y otras fuentes del período, Natalio Ohanna explica las razones de esta indulgencia al comprobar que en la Berbería de los siglos XVI y XVII existían unos vínculos amistosos y de cooperación entre los cautivos cristianos y la influyente comunidad de musulmanes nuevos, en la que Miguel de Cervantes mantenía verdaderas alianzas.

El último intento de escapar se produjo gracias a una importante suma de dinero que le entregó un mercader valenciano que estaba en Argel. Cervantes adquirió una fragata capaz de transportar a sesenta cautivos cristianos. Cuando todo estaba a punto de solucionarse, uno de los que debían ser liberados, el ex dominico doctor Juan Blanco de Paz, reveló todo el plan a Azán Bajá. 
Como recompensa el traidor recibió un escudo y una jarra de manteca. Azán Bajá trasladó a Cervantes a una prisión más segura, en su mismo palacio. Después, decidió llevarlo a Constantinopla, donde la fuga resultaría una empresa casi imposible de realizar. De nuevo, Cervantes asumió toda responsabilidad.

En mayo de 1580, llegaron a Argel los padres Trinitarios (esa orden se ocupaba en tratar de liberar cautivos, incluso se cambiaban por ellos) fray Antonio de la Bella y fray Juan Gil. Fray Antonio partió con una expedición de rescatados. Fray Juan Gil, que únicamente disponía de trescientos escudos, trató de rescatar a Cervantes, por el cual se exigían quinientos. El fraile se ocupó de recolectar entre los mercaderes cristianos la cantidad que faltaba. La reunió cuando Cervantes estaba ya en una de las galeras en que Azán Bajá zarparía rumbo a Constantinopla, atado con «dos cadenas y un grillo». Gracias a los 500 escudos tan arduamente reunidos, Cervantes es liberado el 19 de septiembre de 1580. 


El 24 de octubre regresó, al fin, a España con otros cautivos también rescatados. 
Llegó a Denia, desde donde se trasladó a Valencia. En noviembre o diciembre regresa con su familia a Madrid.

 En mayo de 1581 Cervantes se trasladó a Portugal, donde se hallaba entonces la corte de Felipe II, con el propósito de encontrar algo con lo que rehacer su vida y pagar las deudas que había obtenido su familia para rescatarle de Argel. 
Le encomendaron una comisión secreta en Orán, puesto que él tenía muchos conocimientos de la cultura y costumbres del norte de África. Por ese trabajo recibió 50 escudos. 
Regresó a Lisboa y a finales de año volvió a Madrid. 

En febrero de 1582, solicita un puesto de trabajo vacante en las Indias; sin conseguirlo. 
En estos años, el escritor tiene relaciones amorosas con Ana Villafranca (o Franca) de Rojas, la mujer de Alonso Rodríguez, un tabernero. De la relación nació una hija que se llamó Isabel de Saavedra, que él reconoció.

El 12 de diciembre de 1584, contrae matrimonio con Catalina de Salazar y Palacios en el pueblo toledano de Esquivias. Catalina era una joven que no llegaba a los veinte años y que aportó una pequeña dote. Se supone que el matrimonio no sólo fue estéril, sino un fracaso. A los dos años de casados, Cervantes comienza sus extensos viajes por Andalucía.

Es muy probable que entre los años 1581 y 1583 Cervantes escribiera "La Galatea", su primera obra literaria en volumen y trascendencia. 

Se publicó en Alcalá de Henares en 1585. Hasta entonces sólo había publicado algunas composiciones en libros ajenos, en romanceros y cancioneros, que reunían producciones de diversos poetas.
"La Galatea" apareció dividida en seis libros, aunque sólo escribió la «primera parte». Cervantes prometió continuar la obra; sin embargo, jamás llegó a imprimirse. En el prólogo la obra es calificada como «égloga» y se insiste en la afición que Cervantes ha tenido siempre a la poesía. Se trata de una novela pastoril, género que había establecido en España la Diana de Jorge de Montemayor. Aún se pueden observar las lecturas que realizó cuando fue soldado en Italia. 

El matrimonio con su esposa no resultó. Se separó de la misma a los dos años, sin haber llegado a tener hijos. 
Cervantes nunca habla de su esposa en sus muchos textos autobiográficos, a pesar de ser él quien estrenó en la literatura española el tema del divorcio, entonces imposible en un país católico, con el entremés El juez de los divorcios. Se supone que el matrimonio fue infeliz, aunque en ese entremés sostiene que «más vale el peor concierto / que no el divorcio mejor».

1584    Estreno en Madrid de Los tratos de Argel y Numancia. Contrae matrimonio con Catalina de Salazar y Palacios.
 

1585    Publica la obra pastoril "La Galatea". Escribe las dos primeras comedias "La comedia de la confusión" y "Tratado de Constantinopla y muerte de Selim" (ambas desaparecidas).
 

En 1587 ingresó en la Academia Imitatoria, primer círculo literario madrileño, y ese mismo año fue designado comisario real de abastos (recaudador de especies) para la Armada Invencible. También este destino le fue adverso: en Écija se enfrentó con la Iglesia por su excesivo celo recaudatorio y fue excomulgado.

 

 Argamasilla de Alba. Aunque es difícil confirmar la autenticidad del lugar, es probable que ésta fuese la celda a la que se refería Cervantes cuando dijo que concibió el Quijote en prisión. Se encuentra restaurada y abierta al público en la población de Argamasilla de Alba.

En Castro del Río fue encarcelado, en 1592, acusado de vender parte del trigo requisado, hasta que, al morir su madre en 1594, abandonó Andalucía y volvió a Madrid. 
Pero sus penurias económicas siguieron acompañándole. Nombrado recaudador de impuestos, quebró el banquero a quien había entregado importantes sumas y Cervantes dio con sus huesos en la prisión, esta vez en la de Sevilla, donde permaneció cinco meses. 
En esta época de extrema carencia comenzó probablemente la redacción del Quijote.

Casa que ocupó el escritor en Valladolid entre los años 1604 y 1606 y que coincidiría con la publicación de la primera edición del Quijote, en 1605. Actualmente es un museo.

En 1604 la familia de Cervantes, su esposa, sus hermanas de tan dudosa reputación y su aguerrida hija natural, así como sus sobrinas, siguieron a la corte a Valladolid, hasta que el rey Felipe III ordenó el retorno a Madrid.

Portada de la primera edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, aparecida en 1605.

En 1605, a principios de año, apareció en Madrid "El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha". 
Miguel de Cervantes era por entonces hombre enjuto, delgado, de cincuenta y ocho años, tolerante con su turbulenta familia, poco hábil para ganar dinero, pusilánime en tiempos de paz y decidido en los de guerra. 
La fama fue inmediata, pero los efectos económicos apenas se hicieron notar. 
Cuando, en junio de 1605, toda la familia Cervantes, con el escritor a la cabeza, fue a la cárcel por unas horas a causa de un turbio asunto que sólo tangencialmente les tocaba (la muerte de un caballero asistido por las mujeres de la familia, ocurrida tras ser herido aquél a las puertas de la casa), don Quijote y Sancho ya pertenecían al acervo popular. Su autor, mientras tanto, seguía pasando estrecheces. La segunda lo hará en 1615.
No le ofreció respiro ni siquiera la vida literaria.
 

Animado por el éxito del Quijote, ingresó en 1609 en la Cofradía de Esclavos del Santísimo Sacramento, a la que también pertenecían Lope de Vega y Quevedo. Era ésta costumbre de la época, que ofrecía a Cervantes la oportunidad de obtener algún protectorado. 
En aquel mismo año se firmó el decreto de expulsión de los moriscos y se acentuó el endurecimiento de la vida social española sometida al rigor inquisitorial. 
Cervantes saludó la expulsión con alegría, mientras su hermana Magdalena ingresaba en una orden religiosa. 
Fueron años de redacción de testamentos y contiendas sórdidas: Magdalena había excluido del suyo a Isabel en favor de otra sobrina, Constanza, y Cervantes renunció a su parte de la finca de su hermano también en favor de aquélla, dejando fuera a su propia hija, enzarzada en un pleito interminable con el propietario de la casa en la que vivía y en el que Cervantes se había visto obligado a declarar a favor de su hija.

A pesar de no haber conseguido (como tampoco lo logró Góngora) ser incluido en el séquito de su mecenas el nuevo virrey de Nápoles, el conde de Lemos, quien, sin embargo, le daba muestras concretas de su favor, Cervantes escribió a un ritmo imparable.

 



Las "Novelas ejemplares",  aparecieron en 1613; el " Viaje al Parnaso", en verso, 1614. 
Ese mismo año lo sorprendió la aparición, en Tarragona, de una segunda parte del Quijote, por un tal Avellaneda, que se proclamó auténtica continuación de las aventuras del hidalgo. Así, enfermo y urgido, mientras impulsaba la aparición de las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (1615), acabó la segunda parte del Quijote, que aparecería en el curso del mismo año.


A principios de 1616 estaba terminando su novela de aventuras en estilo bizantino, "Los trabajos de Persiles y Segismunda".
El 19 de abril recibió la extremaunción y al día siguiente redactó la dedicatoria al conde de Lemos, ofrenda que ha sido considerada como exquisita muestra de su genio y conmovedora expresión autobiográfica: «Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir...».

Unos meses antes de su muerte, Cervantes tuvo una recompensa moral por sus penurias e infortunios económicos: uno de los censores, el licenciado Marques Torres, le envió una recomendación en la que relataba una conversación mantenida en febrero de 1615 con notables caballeros del séquito del embajador francés ante la corte Mariela: 


«Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: "Pues ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?". 
Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza: "Si necesidad le ha de obligar a escribir, plaga a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo"».

En efecto, ya circulaban traducciones al inglés y al francés desde 1612, y puede decirse que Cervantes supo que con "El Quijote" creaba una forma literaria nueva. 

Supo también que introducía el género de la novela corta en castellano con sus "Novelas ejemplares" y sin duda adivinaba los ilimitados alcances de la pareja de personajes que había concebido. 
Sus contemporáneos, si bien reconocieron la viveza de su ingenio, no vislumbraron la profundidad del descubrimiento del Quijote, fundación misma de la novela moderna.

1616   Entre el 22 y el 23 de abril murió en su casa de Madrid, asistido por su esposa y una de sus sobrinas; envuelto en su hábito franciscano y con el rostro sin cubrir, fue enterrado en el convento de las trinitarias descalzas, en la entonces llamada calle de Cantarranas. Hoy se desconoce la localización exacta de su tumba.

Placa esculpida dedicada a Miguel de Cervantes en la fachada norte del Convento de las Trinitarias de Madrid, en donde fue enterrado. 

HOMENAJES




Emisión de sellos postales



Detalle
 
Detalle
  Monumento a Miguel de Cervantes es un monumento de 1929 que se encuentra en la Plaza de España, en el Barrio de Palacio de Madrid, España  y que conmemora la obra del escritor.



 Estatua de Cervantes se encuentra en la plaza de la Universidad de Valladolid, colocada frente a ella.

 La Estatua de Miguel de Cervantes Saavedra se localiza en la Plaza de San Fernando, frente a la Iglesia del mismo nombre en el corazón de la ciudad de Guanajuato, México.

La Estatua de Miguel de Cervantes Saavedra se localiza en la Avda. 18 de Julio y Tristán Narvaja, frente a Biblioteca Nacional, en la ciudad de Montevideo, Uruguay .

Afirman que restos hallados en Madrid son de Cervantes, "sin discrepancia"
Martes, 17 de Marzo 2015  |  6:44 am -Créditos: EFE



El director de la búsqueda de los restos de Miguel de Cervantes, Francisco Etxebarria, confirmó que entre los fragmentos se encuentran algunos pertenecientes al escritor, sin "discrepancias".
El forense y director de la búsqueda de los restos de Miguel de Cervantes, Francisco Etxebarria, confirmó este martes 17 que "es posible considerar que entre los fragmentos" encontrados en la cripta de la iglesia madrileña de las Trinitarias "se encuentran algunos" pertenecientes al escritor, sin "discrepancias".

La Agencia Efe informó el pasado día 11 del hallazgo de los restos de Cervantes y su esposa, Catalina de Salazar, cuyos detalles desvelaron los investigadores en rueda de prensa, a la que asistió también  la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, quien afirmó que este hallazgo contribuye a la historia y la cultura de España.
Según explicaron los investigadores, en la búsqueda aparecieron restos muy descompuestos asociados al escritor del Quijote, a su esposa y a las primeras personas enterradas en la iglesia primitiva, que estaba ubicada en un punto distinto al actual.
Esos restos fueron inhumados entre 1612 y 1630 de la iglesia primitiva de las Trinitarias, ubicada al contrario de lo que se pensaba hasta ahora en un lugar distinto al actual, y que fueron trasladados juntos a la cripta entre 1698 y 1730, en el momento en que estaban terminando las obras de construcción del convento.
Según la antropóloga Almudena García Cid, concretamente hay restos de un mínimo de cinco niños y un mínimo de diez adultos (de ellos cuatro masculinos, dos femeninos, dos indeterminados y dos probablemente masculinos), lo que se corresponde con los 17 enterramientos documentados en la iglesia inicial.
No se han practicado pruebas de ADN porque, según informó el forense Francisco Etxeberria, solamente podría contrastarse con el de una hermana del padre de "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha", cuyos restos están en un osario común de un convento de Alcalá de Henares, a las afueras de Madrid.
Los restos estaban en el subsuelo, en el conjunto que los investigadores nombraron con el número 32, y aparecieron junto con elementos y ropajes que permitieron datarlos con los del siglo XVII y contrastarlos con la documentación histórica.
Esta investigación, liderada por el forense Luis Avial y el georradarista Francisco Etxebarria, costó 124.000 euros (unos 130.000 dólares) y estuvo apoyada por el Ayuntamiento de Madrid.
EFE


Comentario de la novela "Don Quijote de la Mancha" por Vargas LLosas

MARIO     VARGAS    LLOSA

UNA   NOVELA  PARA   EL SIGLO    XXI



Antes que nada, Don  Quijote de la Mancha,  la inmortal  novela de Cervantes, es una imagen:  la de un hidalgo  cincuentón,  embu­tido en una armadura anacrónica y tan esquelético  como su caba­llo, que,  acompañado por un campesino basto y gordinflón mon­tado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las  lla­nuras de la Mancha, heladas en invierno y candentes  en verano, en busca de aventuras. lo anima un designio enloquecido:   resu­citar el tiempo eclipsado  siglos atrás (y que,  por lo demás, nunca existió) de los caballeros  andantes, que recorrían el mundo soco­rriendo  a los débiles, desfaciendo  tuertos  y haciendo reinar una justicia para los seres del común que de otro modo éstos jamás alcanzarían,  del que se ha impregnado leyendo  las novelas de caballerías,   a las que  él atribuye  la veracidad  de escrupulosos libros de historia. 
Este ideal es imposible de alcanzar porque todo en la realidad  en la que vive el Quijote  lo desmiente:  ya no hay caballeros  andantes, ya nadie profesa las ideas ni respeta los valo­ res que movían a aquéllos, ni la guerra es ya un asunto de desafíos individuales  en los que,  ceñidos a un puntilloso ritual, dos caballeros dirimen  fuerzas. 
Ahora, como se lamenta  con melancolía  el propio don Quijote  en su discurso sobre las Armas y las Letras, la guerra  no la deciden las espadas  y las lanzas, es decir,  el coraje  y la pericia  del individuo,  sino el tronar de los  cañones y la pólvora, una artillería  que, en el estruendo  de las matanzas que provoca, ha volatilizado  aquellos códigos del honor individual  y las proe­ zas de los héroes  que forjaron  las siluetas míticas de un Amadís de Gaula,  de un Tirante  el Blanco y de un Tristán de leonís.
 
¿Significa esto que Don Quijote de la Mancha es un libro pasa­dista,  que la locura  de Alonso Quijano nace de la desesperada nostalgia  de un  mundo  que  se fue, de un  rechazo visceral  de la modernidad  y el progreso?  Eso sería cierto  si el mundo  que el Quijote  añora y se empeña  en resucitar  hubiera  alguna  vez formado parte de la historia.  En verdad,  sólo existió en la ima­ginación,  en las leyendas y las utopías  que fraguaron  los seres humanos para huir  de algún modo de la inseguridad  y el salva­jismo  en que vivían  y para encontrar  refugio  en una sociedad de orden,  de honor, de principios,   de justicieros   y redentores civiles, que  los desagraviara de las violencias y sufrimientos  que constituían  la vida verdadera para los hombres y las mujeres del Medioevo.
La literatura  caballeresca  que hace perder  los sesos al Quijote ésta es  una expresión que hay que  tomar en un sentido  meta­fórico más que  literal­   no es «realista»,   porque  las delirantes proezas de  sus paladines  no reflejan una  realidad  vivida.  
Pero ella es una respuesta genuina,  fantasiosa, cargada de ilusiones y anhelos  y,  sobre  todo,  de rechazo, a un  mundo  muy  real en el que ocurría exactamente  lo opuesto a ese quehacer  ceremonioso y elegante, a esa representación en la que siempre  triunfaba  la justicia,  y el delito  y el mal merecían  castigo  y sanciones, en el que vivían, sumidos  en la zozobra y la desesperación,  quienes leían (o escuchaban  leer en las tabernas  y en las plazas) ávida­ mente las novelas de caballerías.
Así, el sueño que convierte a Alonso Quijano  en don Quijote de la Mancha no consiste en reactualizar  el pasado, sino en algo todavía mucho más ambicioso:  realizar  el mito, 'transformar  la ficción en historia  viva.
Este empeño, que parece un puro  y simple  dislate  a quienes rodean a Alonso Quijano,  y sobre todo a sus amigos y conocidos de su anónima  aldea ­el  cura, el barbero  Nicolás,  el ama y su sobrina, el bachiller  Sansón Carrasco­,  va, sin embargo,  poco a poco, en el transcurso  de la novela, infiltrándose en la realidad, se diría que debido a la fanática convicción con la que el Caba­llero de la Triste Figura lo impone a su alrededor, sin arredrarlo en absoluto  las palizas  y los golpes  y las desventuras  que por ello recibe por  doquier.  
En su espléndida  interpretación  de la novela, Martín de Riquer  insiste en que, de principio  a fin de su larga peripecia,  don  Quijote   no cambia,  se repite  una  y otra  vez,  sin  que vacile nunca su certeza de que son los encantadores los  que  trastocan   la realidad  para  que  él parezca  equivocarse cuando  ataca molinos  de viento,  odres de vino, carneros  o pere­grinos  creyéndolos gigantes  o enemigos.
Eso es,  sin  duda, cierto. Pero,  aunque el Quijote  no cambia, encarcelado como está en su rígida visión caballeresca del mundo,  lo que sí va cambiando  es su entorno,  las personas  que lo  circundan   y la propia  realidad que,  como contagiada  de su poderosa locura,  se va desrealizando poco a poco hasta ­como en un cuento  borgiano­  convertirse en ficción.  Éste  es uno de los aspectos más sutiles  y también más modernos  de la gran novela cervantina.

 El gran tema de Don Quijote  de la Mancha es  la ficción, su razón de ser,  y la manera como ella, al infiltrarse  en la vida, la va mode­lando, transformando. Así, lo que parece a muchos lectores moder­nos el tema «borgiano» por antonomasia ­el de Tlim, Uqbar,  Orbis Tertius-: es,  en verdad,  un tema cervantino  que,  siglos después, Borges resucitó,  imprimiéndole un sello personal. la ficción  es un asunto central de la novela,  porque el hidalgo manchego que es su protagonista ha sido «desquiciado»  ­también en su  locura hay que ver una alegoría  o un símbolo   antes que un diagnóstico  clínico­ por las fantasías de los libros de caballe­rías, y, creyendo   que el mundo  es como lo describen  las  novelas de Amadises  y Palmerines,  se lanza a él  en busca de unas aven­turas que vivirá de manera paródica,  provocando  y padeciendo pequeñas  catástrofes.  
Él no saca de esas  malas experiencias  una lección de realismo. Con la inconmovible  fe de los fanáticos, atri­buye a malvados encantadores  que sus  hazañas tornen  siempre a desnaturalizarse   y convertirse  en farsas.  Al final, termina por salirse con la suya.  la  ficción va contaminando  lo vivido y la rea­lidad se  va gradualmente  plegando a las excentricidades y fanta­sías de don Quijote.  
El propio Sancho  Panza, a quien en los pri­meros capítulos de la historia se nos presenta  como un ser terrí­cola,  materialista  y pragmático  a más  no poder,  lo vemos,  en la Segunda parte, sucumbiendo  también  a los encantos de la fanta­sía, y, cuando ejerce la gobernación  de la Ínsula Barataria,  aco­modándose  de buena gana al mundo  del embeleco y la ilusión.

Su lenguaje,  que al principio de la historia  es chusco, directo  y popular,  en la Segunda  parte  se refina y hay episodios  en que suena tan amanerado como el de su propio amo.
¿No es ficción la estratagema  de que se vale el pobre  Basilio para recuperar a la hermosa Quiteria,  impedir  que se case  con el rico Camacho y lo haga más  bien con él? (I, r 9 a 2 r, págs.  r 66­ r 87 ). Basilio se «suicida»  en plenos preparativos de las bodas, cla­vándose un estoque  y bañándose en sangre. Y, en plena agonía, pide a Quiteria  que, antes de morir, le dé su mano, o morirá sin confesarse. Apenas lo hace Quiteria,  Basilio resucita,  revelando que su suicidio era teatro,  y que la sangre que vertió la llevaba escondida en un pequeño  canutillo.  
La ficción  tiene  efecto,  sin embargo, y, con la ayuda de don Quijote,  se convierte en realidad, pues Basilio y Quiteria  unen sus vidas.
Los amigos del pueblo de don Quijote,  tan adversos a las nove­lerías literarias que hacen una quema inquisitorial  de su biblio­ teca, con el pretexto  de curar  a Alonso  Quijano  de su locura recurren a la ficción: urden y protagonizan  representaciones para devolver al Caballero de la Triste Figura a la cordura y al mundo real.  
Pero,  en verdad,  consiguen  lo contrario:  que  la  ficción comience  a devorar la realidad. 
El bachiller  Sansón Carrasco se disfraza dos veces de caballero andante,  primero  bajo  el seudó­nimo del Caballero de los Espejos,  y, tres meses después,  en Bar­celona, como el Caballero  de la Blanca Luna. 
La primera  vez el embauque  resulta contraproducente,  pues es el Quijote  quien se sale con la suya;  la segunda, en cambio, logra su propósito,  derrota a aquél y le hace prometer  que renunciará por un año a las armas y volverá a su aldea, con lo que la historia  se  encamina hacia su desenlace.
Este  final es  un anti­clímax   un tanto  deprimente  y forzado, y, tal vez por ello, Cervantes  lo despachó  rápidamente,  en unas pocas páginas,  porque  hay algo irregular,  incluso  irreal,  en que don Alonso Quijano  renuncie  a la «locura»  y vuelva a la reali­dad cuando ésta, en torno suyo, ha mudado  ya, en buena parte, en ficción, como lo muestra  el lloroso Sancho  Panza (el hombre de la realidad) exhortando  a su amo, junto  a la cama en que éste agoniza,  a que  «no  se muera»  y más bien se  levante  «y  vámo­nos al campo vestidos  de pastores»  a interpretar en la vida real esa ficción pastoril  que es la última fantasía de don Quijote  (II, 74,  pág.  I 102).

Ese proceso de ficcionalización de la realidad alcanza su apogeo con la aparición   de los misteriosos  duques sin nombre,  que,  a partir  del capítulo  3 I  de la Segunda  parte,  aceleran y multipli­can las  mudanzas de los hechos de la vida diaria en fantasías tea­ trales y novelescas.  Los duques han leído la Primera  parte de la historia, al igual que muchos otros personajes,  y cuando encuen­ tran  al Quijote  y a Sancho Panza se hallan  tan  seducidos  por la novela como aquél por los libros de  caballerías. Y, entonces, disponen  que en su castillo  la vida se  vuelva  ficción, que  todo en ella reproduzca   esa irrealidad   en  la  que  vive  sumido  don Quijote.  
Por muchos  capítulos,  la ficción  suplantará  a la vida, volviéndose   ésta fantasía,  sueño realizado,  literatura vivida. 
Los duques  lo hacen con la intención  egoísta  y algo despótica  de divertirse   a costa  del  loco y  su escudero; eso creen   ellos,  al menos.  
Lo cierto  es que  el juego  los  va corrompiendo,   absor­biendo,   al extremo  de que,  más  tarde,   cuando  don Quijote  y Sancho parten  rumbo  a Zaragoza,  los  duques no se conforman y movilizan  a sus criados y soldados  por toda la comarca hasta encontrarlos y traerlos de nuevo al castillo,  donde han montado la fabulosa ceremonia fúnebre y la supuesta  resurrección de Alti­sidora.  En el  mundo  de los duques,  don Quijote  deja de ser un excéntrico,  está como en su casa porque  todo lo que lo rodea es ficción,   desde la Ínsula  Barataria  donde  por  fin realiza  Sancho Panza su  anhelo  de ser  gobernador,  hasta  el vuelo por  el aire montado  en Clavileño,   ese artificial  cuadrúpedo escoltado  por grandes  fuelles para simular  los vientos en los que el gran man­chego galopa por las nubes de la ilusión.
Al  igual  que  los duques,  otro  poderoso   de la  novela,  don Antonio Moreno, que aloja y agasaja al Quijote  en la ciudad de Barcelona, monta  también  espectáculos  que desrealizan la rea­lidad.  
Por ejemplo,  tiene  en su casa una  cabeza encantada, de bronce,  que responde  a las preguntas que se le formulan, pues conoce el futuro  y el pasado de las gentes.   
El  narrador  explica que se  trata  de  un  «artificio»,   que  la supuesta  adivinadora  es una máquina  hueca desde cuyo interior  un estudiante  responde a las preguntas.   ¿No es esto vivir la ficción,  teatralizar  la vida, como lo hace don Quijote,  aunque con menos ingenuidad  y más malicia que éste?
Durante   su  estancia  en Barcelona,  cuando  su huésped don Antonio Moreno está paseando a don Quijote  por la ciudad (con un rótulo a la espalda que lo identifica),  le sale al paso un caste­llano que apostrofa así al Ingenioso Hidalgo: «Tú eres loco ... [y} tienes propiedad de volver locos y mentecatos  a cuantos te tratan y comunican»  (II,  62,    pág.  102   5).  El castellano  tiene  razón: la locura de don Quijote  ­su  hambre  de irrealidad­   es contagiosa y ha propagado  en torno suyo el apetito  de ficción que lo posee. Esto  explica  la floración  de historias, la selva de cuentos  y novelas que es  Don Quijote  de la Mancha. No  sólo el escurridizo Cide Hamete  Benengeli,   el otro  narrador  de la novela,   que se jacta de ser apenas el  transcriptor  y traductor  de aquél (aunque, en verdad, es también  su editor, anotador y comentarista)  delatan esa pasión  por la vida fantaseada  de la literatura,  incorporando a la historia principal  de don Quijote y Sancho, historias  adven­ticias, como la de El curioso impertinente  y la de Cardenio y Doro­tea.  
También los personajes   participan  de esa propensión  o vicio narrativo  que los lleva, como a la bella morisca,  o al Caballero del Verde Gabán,  o a la infanta Micomicona,  a contar  historias ciertas o inventadas,  lo que va creando,  en el curso de la novela, un paisaje hecho de palabras y de imaginación  que se superpone, hasta abolirlo por momentos,  al otro,  ese paisaje natural  tan poco realista, tan resumido  en formas tópicas y de retórica convencio­nal. Don Quijote  de la Mancha es una novela sobre la ficción en la que la vida imaginaria  está por todas partes,  en las peripecias, en las bocas y hasta en el aire que respiran los personajes.

Al mismo  tiempo  que  una  novela  sobre  la ficción,  el Quijote es un  canto  a la libertad.   Conviene  detenerse   un  momento   a reflexionar sobre  la famosísima  frase  de don  Quijote  a Sancho Panza:  «La  libertad,  Sancho,  es uno de los más preciosos  dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la liber­tad así como por la honra se puede  y debe aventurar  la vida, y, por el contrario,  el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres»  (II, 58, págs. 984­985).
Detrás de la frase, y del personaje de ficción que la pronuncia, asoma la silueta del propio Miguel de Cervantes, que sabía muy bien de lo que hablaba.  los  cinco años que pasó cautivo de los moros en Argel,  y las tres veces que estuvo en la cárcel en España por deudas y acusaciones de malos manejos cuando  era inspec­tor de contribuciones  en Andalucía para la Armada,  debían  de haber aguzado  en él, como en pocos, un apetito  de libertad,  y un horror a la falta de ella, que impregna  de autenticidad  y fuerza a aquella frase y da un particular  sesgo libertario  a la historia  del Ingenioso Hidalgo.
¿Qué idea de la libertad  se hace don Quijote? La misma que, a partir  del siglo  XVIII,  se harán en Europa los llamados liberales: la libertad  es  la soberanía de un individuo  para decidir  su vida sin presiones ni condicionamientos,  en exclusiva función  de su inteligencia  y voluntad.  Es decir, lo que varios siglos más tarde, un Isaías Berlín definiría  como «libertad negativa»,  la de estar libre  de interferencias  y coacciones para  pensar, expresarse  y actuar. Lo que anida en el corazón es  esta idea de la libertad  es una desconfianza profunda de la autoridad,  de los desafueros que puede cometer el poder, todo poder.
Recordemos que el Quijote  pronuncia  esta alabanza exaltada de la libertad  apenas  parte  de los dominios  de los anónimos duques,  donde  ha sido tratado  a cuerpo  de rey por ese exube­rante  señor del castillo,  la encarnación  misma  del poder.  Pero, en los halagos y mimos de que fue objeto, el Ingenioso Hidalgo percibió un invisible corsé que amenazaba y rebajaba su libertad «porque  no lo gozaba con la libertad  que lo gozara si [los rega­los y la abundancia  que  se volcaron sobre él} fueran míos».  El supuesto de esta afirmación es que el fundamento  de la libertad es la propiedad privada, y que el verdadero gozo sólo es completo si, al gozar, una persona no ve recortada su capacidad de iniciativa, su libertad de pensar y de actuar. Porque  «las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación  de agra­decerlo a otro que al mismo cielo!».   No puede ser más claro:  la libertad es individual y requiere un nivel mínimo  de prosperidad para ser real. Porque quien es pobre y depende de la dádiva o la caridad para sobrevivir, nunca es totalmente  libre. Es verdad que hubo  una  antiquísima época, como recuerda  el Quijote   a los pasmados  cabreros en su discurso  sobre la Edad de Oro (I, r r, pág. 97) en que «la virtud y la bondad imperaban en el mundo», y que en esa paradisíaca edad, anterior a la propiedad  privada,  «los que en ella vivían ignoraban  estas dos palabras de tuyo y mío»  y eran «todas las cosas comunes».  Pero,  luego, la historia  cambió, y llegaron «nuestros detestables siglos»,   en los que, a fin de que hubiera  seguridad y justicia,  «Se  instituyó la orden de los caba­lleros andantes, para defender las  doncellas,  amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos».
El   Quijote   no cree que  la justicia,   el orden  social,  el pro­greso, sean funciones de la autoridad,  sino obra del quehacer de individuos  que,  como sus modelos,   los  caballeros  andantes,  y él  mismo, se hayan echado sobre los hombros  la tarea de hacer menos injusto y más libre y próspero el mundo  en el que viven. 
Eso es el caballero andante:  un individuo  que, motivado por una vocación generosa,  se lanza por los caminos,  a buscar  remedio para todo lo que anda mal en el planeta. La autoridad, cuando aparece,  en vez de facilitarle  la tarea,  se la dificulta.
¿Dónde  está la autoridad,  en la España que recorre el Quijote a lo largo  de sus tres  viajes?  Tenemos  que  salir   de  la novela para saber que el rey de España al  que  se alude  algunas  veces es Felipe  III,  porque,   dentro  de la ficción,  salvo contadísimas y fugaces apariciones,  como la que hace el  gobernador  de Bar­celona mientras  don Quijote  visita el puerto  de esa ciudad,  las autoridades  brillan  por su ausencia.  
Y las instituciones  que  la encarnan,  como la Santa Hermandad,   cuerpo  de justicia  en el mundo  rural,  de la  que se tiene  anuncios  durante  las  correrías de don Quijote  y Sancho, son mencionadas más bien como algo lejano,  oscuro y peligroso.
Don Quijote  no tiene el menor reparo en enfrentarse a la auto­ridad  y en desafiar las  leyes cuando éstas chocan con su propia concepción de la justicia  y de la libertad.  
En su primera  salida, se enfrenta al rico Juan  Haldudo,  un vecino del Quintanar,  que está azotando  a uno de sus mozos porque  le pierde  sus ovejas, algo  a lo que,  según  las bárbaras costumbres  de la época,  tenía perfecto derecho.  Pero este derecho es intolerable  para el man­chego, que rescata al mozo reparando  así lo que cree un abuso (apenas parte, Juan  Haldudo,  pese  a sus promesas en contrario, vuelve a azotar a Andrés hasta dejarlo moribundo)  (I,  4,  pág.  50). Como en éste, la novela está llena de episodios donde la visión individualista  y libérrima  de la justicia  lleva al temerario  hidal­go a desacatar  los poderes,  las leyes y los usos establecidos,   en nombre de lo que es para él un imperativo moral superior.



La aventura donde don Quijote  lleva su espíritu  libertario a un extremo poco menos  que suicida ­delatando  que su idea de la libertad anticipa  también  algunos  aspectos  de la de los pensado­ res anarquistas de dos siglos más tarde­  es una de las más célebres de la novela: la liberación de los doce delincuentes,  entre ellos el siniestro  Ginés de Pasamonte,  el futuro maese Pedro, que fuerza el Ingenioso Hidalgo,  pese a estar perfectamente  consciente, por boca de ellos  mismos, que se trata  de  rufiancillos   condenados por sus fechorías  a ir a remar a las galeras del rey. 
Las razones que aduce para su abierto desafío a la autoridad ­«no es bien que los hombres  honrados  sean verdugos  de los otros hombres»­  disi­mulan  apenas, en su vaguedad,  las verdaderas  motivaciones que transpiran  de una conducta que, en este tema,  es de una gran coherencia a lo largo de toda la novela:  su desmedido  amor a la libertad,  que él, si hay que elegir,  antepone  incluso a la justicia, y su profundo recelo de la autoridad,  que,  para él, no es garantía de lo que llama de manera  ambigua «la  justicia  distributiva», expresión en la que hay que entrever un anhelo igualitarista que contrapesa por momentos  su ideal libertario.
En este episodio,  como para que no quede  la menor  duda de lo insumiso  y libre  que es su pensamiento,   el Quijote hace un elogio del «oficio de alcahuete»,  «oficio  de discretos  y necesarí­simo en la república  bien ordenada», indignado  de que se haya condenado  a galeras  por  ejercerlo  a un viejo  que,  a su juicio, por practicar la tercería debería más bien haber sido enviado «a mandallas y a ser general de ellas»  (I, 22,    pág.  202).
Quien  se atrevía a rebelarse de manera  tan manifiesta contra la corrección política  y moral imperante,  era un «loco» sui generis, que,  no sólo cuando  hablaba  de las  novelas  de caballerías decía y hacía cosas que cuestionaban  las raíces de la sociedad en que vivía.

¿Cuál es la imagen de España que se levanta  de las páginas  de la novela cervantina? 
La de un mundo  vasto y diverso, sin fron­teras geográficas, constituido  por un archipiélago  de comunida­des, aldeas y pueblos, a los que los personajes dan el nombre de «patrias». Es una imagen muy semejante a aquella que las nove­las de caballerías trazan de los imperios  o reinos donde suceden, ese género  que supuestamente   Cervantes  quiso ridiculizar con Don Quijote  de la Mancha (más bien, le rindió un soberbio home­ naje y una de sus grandes proezas literarias consistió en actuali­zarlo, rescatando  de él, mediante  el juego y el humor,  todo lo que en la narrativa  caballeresca podía sobrevivir y aclimatarse  a los valores sociales y artísticos  de una época, el siglo XVII,    muy distinta  de aquella en la que había nacido).
A lo largo de sus tres salidas,  el Quijote  recorre  la Mancha y parte  de Aragón  y Cataluña,   pero,  por  la procedencia   de muchos  personajes  y referencias  a lugares  y cosas en el curso de la narración y de los diálogos, España aparece como un espacio mucho  más vasto,  cohesionado  en su diversidad   geográfica  y cultural  y de unas inciertas fronteras que  parecen  definirse  en función  no de territorios  y demarcaciones  administrativas,  sino religiosas: España termina en aquellos  límites  vagos, y concre­tamente marinos,  donde  comienzan   los dominios   del  moro, el enemigo religioso.  
Pero, al mismo  tiempo  que España es el contexto y horizonte plural  e  insoslayable  de la relativamente pequeña geografía que recorren don Quijote  y Sancho Panza, lo que resalta y se exhibe con gran color y simpatía es la «patria», ese espacio concreto y humano,  que la memoria puede  abarcar, un paisaje, unas gentes,  unos usos y costumbres  que el hombre y la mujer  conservan en sus recuerdos como un patrimonio per­sonal y que son sus mejores  credenciales.  
Los personajes  de la novela viajan por el mundo,  se podría decir, con sus pueblos  y aldeas a cuestas.  
Se presentan dando  esa referencia  sobre ellos mismos,  su «patria»,  y todos  recuerdan  esas pequeñas  comu­nidades donde han dejado amores, amigos,  familias,  viviendas y animales,  con  irreprimible nostalgia.   
Cuando,  al  cabo  del tercer  viaje, después  de tantas aventuras,  Sancho Panza divisa su aldea, cae de rodillas, conmovido,  y exclama: «Abre los ojos,
deseada patria,  y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo ... » (II, 72, pág.  1093).
Como, con el paso del tiempo,  esta idea de «patria»  iría des­materializándose y acercándose cada vez más a la idea de nación (que sólo nace en el siglo XIX)  hasta confundirse  con ella, con­ viene precisar que las «patrias»  del Quijote no tienen  nada que ver, y son más bien  írritas,  a ese concepto abstracto,   general, esquemático  y esencialmente  político, que es el de nación y que está en la raíz de todos los nacionalismos,  una ideología colecti­vista que pretende definir a los individuos  por su pertenencia  a un conglomerado humano  al  que  ciertos  rasgos característicos la  raza, la lengua,  la religión­   habrían  impuesto  una persona­lidad específica y diferenciable de las otras.  
Esta concepción está en las antípodas  del  individualismo exaltado del que hace gala don Quijote   y quienes  lo acompañan  en la novela de Cervantes, un mundo  en el que el «patriotismo»   es un sentimiento  gene­ roso y positivo, de amor al terruño  y a los suyos, a la memoria  y al pasado familiar,  y no una manera de diferenciarse, excluirse y elevar  fronteras  contra  los «Otros».   
La España del  Quijote  no tiene fronteras y es un mundo plural  y abigarrado,  de inconta­bles patrias,  que se abre al mundo  de afuera y se confunde  con él a la vez que  abre sus puertas  a los que vienen  a ella de otros lares,   siempre  y cuando  lo hagan  en son de paz,  y  salven  de algún  modo el escollo (insuperable  para la  mentalidad  contra reformista de la época)  de la religión  (es decir, convirtiéndose al cristianismo).

La modernidad del Quijote  está  en el espíritu  rebelde, justiciero, que  lleva al personaje   a asumir  como su responsabilidad  per­sonal cambiar  el mundo  para  mejor, aun cuando,  tratando  de ponerla  en práctica,  se equivoque,  se estrelle  contra  obstáculos insalvables  y sea golpeado, vejado  y  convertido  en objeto  de irrisión.  
Pero también  es una novela de actualidad  porque  Cer­vantes,  para contar  la gesta  quijotesca, revolucionó  las formas narrativas de su tiempo  y sentó las bases sobre las que nacería la novela moderna.  
Aunque  no lo sepan, los novelistas contempo­ráneos que juegan con la forma, distorsionan  el tiempo,  barajan y enredan  los puntos  de vista y experimentan  con el lenguaje, son todos deudores de Cervantes.
Esta revolución formal  que  significó el Quijote  ha sido estu­ diada y analizada desde todos los puntos  de vista posibles, y,  sin embargo,  como ocurre con las obras maestras  paradigmáticas, nunca se agota, porque,  al igual que el Hamlet,  o La divina  comedia, o la Ilíada y la Odisea,  ella evoluciona con el paso del tiempo y se recrea a sí misma en función de las estéticas y los valores que cada cultura privilegia,  revelando que es una verdadera  caverna de Alí Babá, cuyos tesoros nunca se extinguen.
Tal vez el aspecto más innovador  de la forma narrativa  en el Quijote sea la manera  como Cervantes  encaró  el problema del narrador, el problema  básico que debe resolver todo aquel que se dispone a escribir una novela: ¿quién va a contar la historia? 
La respuesta  que  Cervantes  dio a esta pregunta inauguró una sutileza y complejidad  en el género que todavía sigue enrique­ciendo a los novelistas modernos y fue para su época lo que, para la nuestra, fueron el Ulises del Joyce, en busca del tiempo perdido  de Proust,  o, en el ámbito  de la literatura hispanoamericana, Cien. años de soledad  de García Márquez o Reyuela« de Cortázar.
¿Quién  cuenta  la historia  de don  Quijote  y Sancho Panza?
Dos narradores: el misterioso  Cicle Hamete Benengeli,  a quien nunca leemos directamente,  pues su manuscrito original  está en árabe, y un narrador anónimo,  que habla a veces en primera per­sona pero más frecuentemente desde la tercera  de los narrado­ res omniscientes,  quien,  supuestamente, traduce al español y, al mismo  tiempo, adapta,  edita  y a veces comenta  el manuscrito de aquél. Ésta es una  estructura  de caja china:  la historia  que los lectores  leemos  está  contenida   dentro   de otra,  anterior y más amplia,  que sólo podemos  adivinar.  
La existencia  de estos dos narradores  introduce  en la historia  una ambigüedad y un elemento  de incertidumbre  sobre aquella  «otra» historia,  la de CicleHamete  Benengeli, algo que impregna a las aventuras de don Quijote  y Sancho Panza de un sutil  relativismo,  de un aura de subjetividad, que contribuye  de manera decisiva a darle autono­ mía, soberanía y una personalidad  original.
Pero estos dos narradores,  y su delicada dialéctica,  no son los únicos que cuentan en esta novela de cuentistas  y relatores com­pulsivos: muchos personajes los sustituyen,   como hemos visto, refiriendo  sus propios  percances  o los ajenos en episodios  que son otras  tantas  cajas chinas  más pequeñas  contenidas  en ese vasto universo  de ficción lleno de ficciones particulares  que es Don Quijote de la Mancha.
Aprovechando  lo que era un tópico  de la novela de caballe­rías (muchas de ellas eran supuestos manuscritos encontrados  en sitios exóticos y estrafalarios), Cervantes hizo de Cicle Hamete Benengeli  un  dispositivo   que  introducía la ambigüedad y el juego como rasgos centrales de la estructura narrativa.
Y también  produjo  trascendentales innovaciones  en el otro asunto  capital  de la forma  novelesca, además  del narrador:  el tiempo  narrativo.

Como el narrador, el tiempo  es también  en toda novela un arti­ficio,  una invención,  algo fabricado  en función  de las necesida­des de la anécdota y nunca una mera reproducción o reflejo del tiempo  «real».
En el Quijote hay varios tiempos  que, entreverados  con maes­tría,  inyectan  a la novela ese aire de mundo independiente, ese rasgo de autosuficiencia,  que es determinante  para dotarla  de poder de persuasión.  
Hay, de un lado, el tiempo en el que se mue­ ven  los personajes de la historia, y que abarca, más o menos, un poco más de medio año, pues los tres viajes del Quijote  duran, el primero,  tres días, el  segundo  un par de meses y el tercero unos cuatro meses. 
A este período hay que sumar dos intervalos entre viaje y viaje (el segundo,  de un mes)  que el Quijote pasa en su aldea,   y los días finales, hasta su muerte.  
En total,  unos siete  u ocho meses.
Ahora bien, en la novela ocurren episodios que,  por su naturaleza, alargan considerablemente  el  tiempo  narrativo, hacia el pasado y hacia el futuro.  
Muchos de los sucesos  que conocemos a lo largo de la historia,  han sucedido ya, antes de que empiece, y nos enteramos de ellos por testimonios  de testigos  o protago­ nistas,  y a muchos de ellos los vemos concluir  en lo que sería el «presente» de la novela.
Pero el hecho más notable  y sorprendente  del tiempo  narra­ tivo es que muchos  personajes de la Segunda parte de Don Quijote de la Mancha, como es el caso de los duques,  han leído  la Primera.  
Así nos enteramos  de que existe  otra  realidad,  otros tiempos, ajenos al novelesco, al de la ficción, en los que el Quijote y Sancho  Panza existen  como personajes  de un libro,  en lecto­ res que están,  algunos  dentro,  y otros, «fuera»   de la historia, como es el caso de  nosotros,  los lectores de la actualidad.   
Esta pequeña  estratagema,   en la que  hay que ver algo mucho  más audaz  que un simple juego de ilusionismo literario,  tiene  con­ secuencias trascendentales  para la estructura  novelesca. 
Por una   parte, expande y multiplica  el tiempo de la ficción, la que queda  otra  vez una caja  china­ encerrada dentro  de un universo más amplio,  en el que  don Quijote,   Sancho y demás  personajes  ya han vivido  y sido convertidos en héroes de un libro y llegado al corazón y a la memoria  de los lectores  de esa «Otra»   realidad, que no es exactamente aquella que estamos leyendo, y que con­ tiene   a ésta,  así como en las cajas chinas la más  grande contiene a otra más pequeña, y ésta a otra, en un proceso que, en teoría, podría ser infinito.
Éste es un juego  divertido  y, a la vez, inquietante,   que,  a la vez que permite  enriquecer  la  historia  con episodios  como los que fraguan los duques  (conocedores por el libro que han leído de las manías  y obsesiones de don  Quijote),  tiene también la virtud  de ilustrar  de manera muy gráfica y amena, las comple­jas relaciones  entre  la ficción y la vida,  la manera como  ésta produce  ficciones y éstas,  luego,  revierten   sobre  la vida  ani­mándola,  cambiándola, añadiéndole  color,  aventura,   emocio­nes, risa,  pasiones  y sorpresas.
Las relaciones  entre la ficción y la vida,  tema recurrente  de la literatura  clásica y moderna,  se manifiestan  en la novela de Cer­vantes de una manera que anticipa  las grandes aventuras litera­rias del  siglo  xx,  en las que la  exploración de los maleficios de la forma  narrativa  ­el  lenguaje,  el tiempo,  los personajes,  los puntos  de vista y la función del narrador­   tentará  a los mejores novelistas.
Además  de éstas y otras  muchas  razones,  la perennidad del Quijote se debe asimismo  a la elegancia y potencia de su estilo,  en el que la lengua  española alcanzó uno de sus más altos vértices.
Habría  que hablar, tal vez, no de uno, sino  de los varios estilos en que está escrita la novela.  
Hay dos que se distinguen nítida­ mente y que,  como la materia  novelesca, corresponden  a los dos términos  o caras de la realidad por las que transcurre  la historia: el  «real»   y el ficticio.   
En los cuentos  e historias  intercalados el lenguaje  es mucho más engolado  y retórico  que  en la  historia central  en la que el Quijote,  Sancho, el cura,  el barbero y demás aldeanos hablan de una manera más natural  y sencilla. 
En tanto que en las historias añadidas el narrador utiliza  un lenguaje  más afectado ­más  literario­   con lo que consigue  un efecto distan­ciador  e irrealizante.   Estas diferencias  se dan, también, en las frases que salen de las bocas de los personajes,  según la condición social,  grado  de educación y oficio  del  hablante.   Incluso  entre los personajes  del sector más popular,  las  diferencias son noto­rias según  hable  un aldeano  de vida elemental,   que se expresa con gran  transparencia,  o lo haga un galeote,  un rufiancillo de ciudad, que se vale de la germanía,  como los galeotes cuya jerga delincuencia!  resulta a ratos totalmente  incomprensible para don Quijote.    
Éste  no tiene   una  sola manera  de expresarse.  Como don Quijote,  según el narrador,  sólo «izquierdeaba»   (exageraba o desvariaba) con los temas caballerescos,   al tocar otros asuntos habla  con precisión  y objetividad,    buen  juicio   y sensatez,  en tanto  que, cuanto  aparecen aquéllos en su boca, ésta torna a ser un surtidor  de tópicos literarios, rebuscamientos  eruditos,  refe­rencias literarias  y fantásticos  delirios.  
No menos variable es el lenguaje   de Sancho  Panza,  quien,   ya lo hemos  visto,  cambia de manera de hablar  a lo largo de la historia,   desde ese lenguaje sabroso,   rebosante  de vida,  cuajado  de refranes  y dichos  que expresan todos el  acervo de la  sabiduría  popular,  al retorcido  y engalanado  del final,  que  ha adquirido por  la vecindad  de  su amo, y que es como una risueña parodia de la parodia que es en sí misma la lengua  del Quijote.   A Cervantes  debería correspon­der por eso, más que a Sansón Carrasco, el apodo del Caballero de los Espejos,  porque Don Quijote de la Mancha  es un verdadero labe­rinto   de espejos  donde  todo, los  personajes,  la forma artística, la anécdota,  los  estilos, se  desdobla  y multiplica   en imágenes que  expresan  en toda  su infinita  sutileza   y diversidad   la vida humana.
Por  eso,  esa pareja  es inmortal   y cuatro  siglos  después de venida  al mundo  en la pluma  de Cervantes,  sigue cabalgando, sin tregua ni desánimo. En la Mancha,   en Aragón,  en Cataluña, en Europa, en América,  en el mundo.  Ahí están todavía, llueva, ruja el trueno, queme  el sol, o destellen  las estrellas en el gran silencio   de la noche polar,  o en  el desierto,   o en la maraña  de las selvas, discutiendo,  viendo  y entendiendo  cosas distintas  en todo lo que encuentran  y escuchan,  pero, pese a disentir  tanto, necesitándose cada vez más,  indisolublemente   unidos  en esa extraña alianza que es la del sueño y la vigilia, lo real y lo ideal, la vida y la muerte, el espíritu y la carne, la ficción y la vida. 
En la historia  literaria ellos son dos figuras inconfundibles, la una alar­gada y aérea como una ojiva gótica  y la otra  espesa y chaparra como el  chanchito  de la suerte,  dos actitudes, dos ambiciones, dos visiones. Pero, a la distancia, en nuestra memoria de lectores de su epopeya novelesca, ellas se juntan y se funden y son «Una sola sombra»,  como la pareja del poema de José Asunción  Silva, que retrata  en toda su contradictoria  y fascinante verdad la condición  humana.



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