MI PLANTA DE NARANJA LIMA
ANÁLISIS DE LA OBRA
INTRODUCCIÓN
La obra está escrita por José mauro de Vasconcelos, oriundo de Brasil, mestizo de india y portugués, que en 1968 tuvo el acierto de escribir. Autodidacta desde joven, después de cursar sus estudios secundarios se formó en el trabajo y en la vida.
Fue entrenador de boxeadores, pescador, maestro en una escuela de pescadores, y lo que más le formó, un indio más de la zona, entre los que descubrió nuevas posturas, puntos de vista, leyendas, cuentos, historias…
En sus comienzos no escribía lo que inventaba, sino que se ayudaba de sus registros de voz, de su mímica, en definitiva, de su expresión corporal para dar vida a sus historias.
En Mi planta de naranja-lima, se ve reflejada la vida de un niño de 5 años al que se le muestra precozmente el dolor, y que se hace adulto precozmente; la vida, la fantasía, la imaginación, las travesuras, el aprendizaje, las ilusiones, los deseos… todo lo que envuelve la vida de un niño sale a flote en el libro, de una manera clara, viva; es un libro de colores.
Pero entre los colores también está el negro, y en la vida de un niño también hay dolor, pena y sufrimiento. Un sufrimiento que trasciende el mero dolor físico y que anida allí donde el corazón se mezcla con la ilusión infantil, enredándose con el entendimiento y las figuraciones de un niño condenado a la precocidad.
Revela también la importancia del cariño y la afectividad con los niños para una correcta armonía vital, desde la cual poder abordar el reto de aprender y crecer; el libro también guía muy bien la tarea del educador, como era el Portuga, y deja clara la reacción de un niño a la violencia cuando no comprende el porqué de ese castigo.
En definitiva, la obra recoge excepcionalmente las reflexiones de un niño, sus intenciones, sus ilusiones, sus deseos… su mundo. Su vida.
Fue entrenador de boxeadores, pescador, maestro en una escuela de pescadores, y lo que más le formó, un indio más de la zona, entre los que descubrió nuevas posturas, puntos de vista, leyendas, cuentos, historias…
En sus comienzos no escribía lo que inventaba, sino que se ayudaba de sus registros de voz, de su mímica, en definitiva, de su expresión corporal para dar vida a sus historias.
En Mi planta de naranja-lima, se ve reflejada la vida de un niño de 5 años al que se le muestra precozmente el dolor, y que se hace adulto precozmente; la vida, la fantasía, la imaginación, las travesuras, el aprendizaje, las ilusiones, los deseos… todo lo que envuelve la vida de un niño sale a flote en el libro, de una manera clara, viva; es un libro de colores.
Pero entre los colores también está el negro, y en la vida de un niño también hay dolor, pena y sufrimiento. Un sufrimiento que trasciende el mero dolor físico y que anida allí donde el corazón se mezcla con la ilusión infantil, enredándose con el entendimiento y las figuraciones de un niño condenado a la precocidad.
Revela también la importancia del cariño y la afectividad con los niños para una correcta armonía vital, desde la cual poder abordar el reto de aprender y crecer; el libro también guía muy bien la tarea del educador, como era el Portuga, y deja clara la reacción de un niño a la violencia cuando no comprende el porqué de ese castigo.
En definitiva, la obra recoge excepcionalmente las reflexiones de un niño, sus intenciones, sus ilusiones, sus deseos… su mundo. Su vida.
RESUMEN GENERAL
En la primera parte se presentan los personajes que conforman la trama principal de la misma, como es la familia y vecinos más próximos; en especial reseña el papel del hermano mayor y menor en la familia, la función de la mujer en esa sociedad, y refleja el nivel de pobreza que se vive en algunas sociedades. Cotoca y Zezé van a ver la casa donde se van a mudar en breve, y después de ver a su tío Edmundo, Zezé da la noticia de que sabe leer sin que nadie le enseñe. A continuación Zezé y su hermano Luis juegan con la imaginación, que es parte principal del libro, Zezé hace una travesura cuyo resultado es recibir un par de golpes, en este caso.
Al día siguiente toda la familia va ala casa nueva, y cada hermano escoge un árbol del jardín, salvo Zezé que no puede hacer otra cosa que resignarse a recibir la que nadie quería, una planta de naranja-lima, con la que acaba encariñándose porque es la única planta del mundo que puede hablar. Al poco tiempo viene la nochebuena, y Zezé no recibe ningún regalo, lo que achaca a que es un niño muy malo. Al día siguiente se vuelve a desilusionar porque no hay nada en sus zapatos, y se queja de su pobreza, escuchado por su padre, desempleado; la conciencia le remuerde de tal forma que sale a limpiar zapatos para comprarle un regalo a su padre, que se emociona y le da las gracias.
En la casa nueva se contenía para no hacer travesuras, hasta que pudo más su infancia y gastó una broma pesada a una vecina, lo que le acarreó una paliza.
Al poco, fue apuntado a la escuela, donde destacaba por su inteligencia y facilidad para aprender. Para ir a la escuela tiene por costumbre subirse sobre los coches que pasan en esa dirección, y sueña con subirse al mejor coche de la ciudad, el de Portuga. Para su profesora roba flores todos los días, hasta que le descubren y a través de la fuerza de la razón y el cariño, promete no volver a hacerlo más.
Conoce después a un vendedor de discos de música, con el que entabla amistad y al que ayuda en su trabajo, a cambio de escuchar de cerca las canciones y de un disco. Poco después le permite quedarse con las propinas, con lo que cuenta con algo de dinero, que es toda una novedad.
El primer contacto con el portugués fue duro, porque al intentar subirse a su coche, éste se dio cuenta, y le reprendió; después de ese día, siempre que se cruzaban, el Portuga le pitaba, enojando a Zezé. Después de un accidente con un vidrio, se ve socorrido por el Portuga, que se preocupa por él, lo atiende, le invita a galletas… finalmente se hacen amigos.
Su amistad crece día a día, tornándose en carió, en amor verdadero, en amor de un padre a un hijo.
Es entonces cuando quiere hacer un globo de colores, su primer globo de colores; el globo se lo rompen por no llegar a tiempo para comer, y contra la violencia actúa con violencia, por lo que esta vez le regalan una primera paliza; después de esa, con las secuelas encima y sin sanar del todo, canta un tango que se había prendido sobre una mujer desnuda para animar a su padre, que se ofende por la letra y le propina otra paliza, aun mayor. Después de esas dos salvajes palizas, decide suicidarse arrojándose al tren de la ciudad, cosa que confiesa a Portuga, quien le protege y le reconduce. Establecen después conversaciones muy emotivas acerca de la posible adopción de Zezé por parte de Portuga.
Cotoca le cuenta a Zezé que van a cortar su planta de naranja-lima, que cada vez era más grande de tamaño, pero más pequeña en su corazón, lleno de amor por Portuga; al día siguiente en clase se entera que el Mangaratiba, el tren de la ciudad, acaba de arrollar a Portuga.
A raíz de eso enferma casi de muerte por un período de unas tres semanas, después de las cuales se recupera, para vivir lleno de tristeza la nueva situación económica de su casa: su padre ha sido empleado en una empresa de la ciudad con un buen cargo, por lo que el tiempo de pobreza parece haber llegado a su fin.
La obra acaba con una carta de Zezé a Manuel Valadares, confesando todos los sentimientos que ha tenido a lo largo de su vida, y como tuvo que crecer precozmente.
Al día siguiente toda la familia va ala casa nueva, y cada hermano escoge un árbol del jardín, salvo Zezé que no puede hacer otra cosa que resignarse a recibir la que nadie quería, una planta de naranja-lima, con la que acaba encariñándose porque es la única planta del mundo que puede hablar. Al poco tiempo viene la nochebuena, y Zezé no recibe ningún regalo, lo que achaca a que es un niño muy malo. Al día siguiente se vuelve a desilusionar porque no hay nada en sus zapatos, y se queja de su pobreza, escuchado por su padre, desempleado; la conciencia le remuerde de tal forma que sale a limpiar zapatos para comprarle un regalo a su padre, que se emociona y le da las gracias.
En la casa nueva se contenía para no hacer travesuras, hasta que pudo más su infancia y gastó una broma pesada a una vecina, lo que le acarreó una paliza.
Al poco, fue apuntado a la escuela, donde destacaba por su inteligencia y facilidad para aprender. Para ir a la escuela tiene por costumbre subirse sobre los coches que pasan en esa dirección, y sueña con subirse al mejor coche de la ciudad, el de Portuga. Para su profesora roba flores todos los días, hasta que le descubren y a través de la fuerza de la razón y el cariño, promete no volver a hacerlo más.
Conoce después a un vendedor de discos de música, con el que entabla amistad y al que ayuda en su trabajo, a cambio de escuchar de cerca las canciones y de un disco. Poco después le permite quedarse con las propinas, con lo que cuenta con algo de dinero, que es toda una novedad.
El primer contacto con el portugués fue duro, porque al intentar subirse a su coche, éste se dio cuenta, y le reprendió; después de ese día, siempre que se cruzaban, el Portuga le pitaba, enojando a Zezé. Después de un accidente con un vidrio, se ve socorrido por el Portuga, que se preocupa por él, lo atiende, le invita a galletas… finalmente se hacen amigos.
Su amistad crece día a día, tornándose en carió, en amor verdadero, en amor de un padre a un hijo.
Es entonces cuando quiere hacer un globo de colores, su primer globo de colores; el globo se lo rompen por no llegar a tiempo para comer, y contra la violencia actúa con violencia, por lo que esta vez le regalan una primera paliza; después de esa, con las secuelas encima y sin sanar del todo, canta un tango que se había prendido sobre una mujer desnuda para animar a su padre, que se ofende por la letra y le propina otra paliza, aun mayor. Después de esas dos salvajes palizas, decide suicidarse arrojándose al tren de la ciudad, cosa que confiesa a Portuga, quien le protege y le reconduce. Establecen después conversaciones muy emotivas acerca de la posible adopción de Zezé por parte de Portuga.
Cotoca le cuenta a Zezé que van a cortar su planta de naranja-lima, que cada vez era más grande de tamaño, pero más pequeña en su corazón, lleno de amor por Portuga; al día siguiente en clase se entera que el Mangaratiba, el tren de la ciudad, acaba de arrollar a Portuga.
A raíz de eso enferma casi de muerte por un período de unas tres semanas, después de las cuales se recupera, para vivir lleno de tristeza la nueva situación económica de su casa: su padre ha sido empleado en una empresa de la ciudad con un buen cargo, por lo que el tiempo de pobreza parece haber llegado a su fin.
La obra acaba con una carta de Zezé a Manuel Valadares, confesando todos los sentimientos que ha tenido a lo largo de su vida, y como tuvo que crecer precozmente.
CONCLUSIÓN
No sólo queda claro que la violencia, sobre todo si es desmesurada, no conduce al éxito en el comportamiento del niño, sino que reacciona de manera también violenta, desembocando en el resultado contrario al esperado.
La relación de Portuga con Zezé está basada en el amor profundo, real, de un padre a un hijo; las relaciones familiares no significan nada para Zezé, porque su familia siempre le trata fatal. El tema de la violencia, del maltrato aparece en el libro de una manera tan dramática que sus exposiciones llegan a motivar considerablemente al lector, concienciándole positivamente de este mal social.
Parece que esa violencia viene desencaminada por el estado de absoluta pobreza que reina en la casa, y el desempleo del padre le lleva a un estado de ansiedad y crisis que no sabe dominar y desemboca en esos malos tratos.
El crecimiento precoz del niño, la carta final, y muchísimas alusiones a lo largo de todo el libro llevan a la conclusión de que un niño tiene que vivir en “su mundo”, sin padecer problemas propios de adultos, y dejándole desarrollar su imaginación como elemento de aprendizaje.
JOSÉ MAURO DE VASCONCELOS
MI PLANTA DE NARANJA-LIMA
Historia de un niño que un día descubrió el dolor...
Historia de un niño que un día descubrió el dolor...
ÍNDICE
PRIMERA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
EL DESCUBRIDOR DE LAS COSAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8
UNA CIERTA PLANTA DE NARANJA-LIMA . . . . . . … . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 4
LOS FLACOS DEDOS DE LA POBREZA . . . . . . . . . ..... . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . 2 1
EL PAJARITO, LA ESCUELA Y LA FLOR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . 3 4
EN UNA CELDA HE DE VERTE MORIR . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4 3
SEGUNDA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . .. . ....... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 1
EL "MURCIÉLAGO" . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ......... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 2
LA CONQUISTA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ...... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 5 7
CONVERSACIONES DE AQUÍ Y ALLÁ . . . . . . ……. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6 2
DOS PALIZAS MEMORABLES . . ... . . . . . . . . ...... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6 8
SUAVE Y EXTRAÑO PEDIDO . . . . . ..........…….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 4
DE PEDAZOS Y PEDAZOS SE FORMA LA TERNURA . . ……. . . . . . . . . . . . . . . 8 3
EL MANGARATIBA . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . ........... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8 6
SON TANTOS L0S VIEJOS ARBOLES . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 4
LA CONFESIÓN FINAL . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 5
PRIMERA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
EL DESCUBRIDOR DE LAS COSAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8
UNA CIERTA PLANTA DE NARANJA-LIMA . . . . . . … . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 4
LOS FLACOS DEDOS DE LA POBREZA . . . . . . . . . ..... . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . 2 1
EL PAJARITO, LA ESCUELA Y LA FLOR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . 3 4
EN UNA CELDA HE DE VERTE MORIR . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4 3
SEGUNDA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . .. . ....... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 1
EL "MURCIÉLAGO" . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ......... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 2
LA CONQUISTA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ...... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 5 7
CONVERSACIONES DE AQUÍ Y ALLÁ . . . . . . ……. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6 2
DOS PALIZAS MEMORABLES . . ... . . . . . . . . ...... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6 8
SUAVE Y EXTRAÑO PEDIDO . . . . . ..........…….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 4
DE PEDAZOS Y PEDAZOS SE FORMA LA TERNURA . . ……. . . . . . . . . . . . . . . 8 3
EL MANGARATIBA . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . ........... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8 6
SON TANTOS L0S VIEJOS ARBOLES . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 4
LA CONFESIÓN FINAL . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 5
EL AUTOR
José Mauro de Vasconcelos —mestizo de india y portugués, nativo de Bangú, Río de Janeiro, 49 años— ha sido, a partir del colegio secundario, un auténtico autodidacto que se formó en el trabajo y la vida. Entrenador de boxeadores de peso pluma, trabajador en una "fazenda", pescador, maestro en una escuela de pescadores: he ahí algunas de sus actividades hasta que lo animó el deseo de viajar, de conocer su país, y de interpretarlo.
Fueron "años de vaivén entre el Norte y el Sur brasileños", y en ellos ocupa un lugar destacado su período de convivencia con los indios en ese casi mítico Sertáo(1). Allí, entre ellos, aprendió historias curiosas, retuvo características y tradiciones, hizo su estudio de la vida y acumuló experiencias que nunca imaginó que fueran a convertirlo en novelista. Pero estaba en su destino serlo, y en su interés, volcarlas a otros seres.
Tenía a su favor varias circunstancias: una excelente memoria, su rica fantasía, la multiplicada habilidad para sacar de cada tema lo más interesante... y su deseo decentar... que es, en definitiva, el elemento primordial de los escritores. Primero —y a semejanza de los "repentistas" que recorrían el país contando historia hecha canciones, leyendas o relatos — fue un cuentista oral: decía, inventaba y explicaba cosas, ayudándose con mímica, con
cambiantes entonaciones de voz, animando, en suma, sus cuentos.
Y un día comenzó a darles forma escrita: cuentos, novelas registraron su profundo espíritu de observación y esa cualidad sutil que establece desde el comienzo un diálogo fecundo con el lector. Desde los 22 años ha producido doce libros (Banana brava, Barro branco, Longe da térra, Vazante, Arara vermelha, Arraia de fogo, Rosinha, minha canoa, Doidão, O garanhão das praias, Coracao de vidro, As confissões de Freí Abóbora y Mi planta de naranja-lima), que han editado y reeditado hasta once veces sus editores. Casi todos ellos recogen sus experiencias, repito; de la misma manera que sus historias lo tienen de personaje, porque muchas de ellas nos entregan sus aventuras vividas en el interior del Brasil, aunque no sea su nombre el que aparece entre los protagonistas.
Pero esto no es enteramente original, ya que cualquier escritor acaba por ser autobiográfico en alguna medida. En cambio, su originalidad está en su método de trabajo: primero, la carga de ideas, la acumulación de los detalles físicos y psicológicos que darán forma a sus criaturas, la elección de los paisajes que le servirán de escenarios, el bosquejo de la novela, y finalmente, cuando ello es posible, su traslado al escenario elegido para consustanciarse con él. Realizada esta primera parte, sobreviene la etapa de la redacción, propiamente dicha, en la que suelta toda su fantasía, enhebra los resortes lingüísticos —me interesa recalcar su fidelidad al habla y los modismos propios de la zona en que instala sus historias—, y juega con el diálogo, que es en su profusión y acierto una de sus características. Para decir todo esto con palabras de José Mauro de Vasconcelos: "Cuando la historia está enteramente realizada en mi imaginación, comienzo a escribir. Solamente trabajo cuando tengo la impresión de que toda la novela está saliéndome por los poros del cuerpo. Y entonces todo marcha como en un avión a chorro".
Esto, en lo que hace a Vasconcelos como escritor; porque también está el Vasconcelos actor. El cine y la televisión lo han visto animar historias propias y ajenas, y obtener por sus actuaciones importantes premios. Una referencia, también, al Vasconcelos protector de indios, a los que sirve de enfermero, de guía y de consejero.
Pero, naturalmente, a nosotros nos interesa como hombre de letras. En 1968 encabezó la lista de best sellers con Mi planta de naranja-lima (O meu pe de laranja—lima), su historia de un niño que una vez, un día, descubrió el dolor y se hizo adulto precozmente.
En éste, como en casi todos sus otros libros, Vasconcelos ha sido un autor afortunado con la crítica y con el público. Puede que sea por el olor a naturaleza que se agita en sus páginas, como una de esas culebras con las que muchas veces debió luchar durante sus aventuras en la selva.
O puede que sea por ese lirismo que en algunas ocasiones viste sus temas; por la simplicidad de las formas literarias adoptadas; la presencia del paisaje lujuriante que, de pronto, estalla con toda la gama de sus colores y de sus olores o de sus ruidos; o por su intención de llegar fácilmente y con toda su carga emotiva al corazón del lector. Porque, fundamentalmente, es el corazón de su público lo que él busca, mucho más que su intelecto: sus libros son mensajes de un espíritu a otro, y nunca una vacía demostración de academicismo. En ese empeño intervienen los recuerdos de su vida en la misma medida en que lo hacen sus recursos de novelista. Como lo demuestran las múltiples ediciones de cada uno de sus títulos, Vasconcelos ha sabido encontrar el camino que conduce al lector.
Sus personajes viven, se mueven y se desenvuelven con la misma naturalidad con que lo hace su autor en la vida real, y en ello se perciben dos cosas: su intención de no convertir sus narraciones en meros juegos literarios y su entrega apasionada a cada tema y a las posibilidades que brinda. A veces hay en lo que escribe esbozos de crítica, pero nunca se sitúa en el papel de sociólogo, fiel a su deseo de ser "nada más y nada menos que un
escritor; con todo lo que ello significa de testigo y de participante de la realidad".
Vasconcelos, quizá sin saberlo, es también un poco poeta, y así lo advertimos en algunas de sus páginas más encomiadas y en muchas de las de este libro; pero no un poeta dramático, sino lírico, que se sirve de la anécdota, de la acción y de los caracteres de sus criaturas para evidenciarlo. La anécdota: he ahí otra de sus incorporaciones a la actual literatura del Brasil. Muchos de los cultores de ésta la reemplazaron a menudo por la idea.
En la obra de este autor, la anécdota está desarrollada tanto por la acción como por el diálogo, directo, simple, concreto.
Con sorprendente seguridad, José Mauro de Vasconcelos prosigue su triunfal camino de escritor, recreando paisajes y dando vida a infinidad de personajes. Todos ellos por algún singular mecanismo extraliterario —difícilmente explicable, pues supera cualquier definición que pudiera dársele— se identifican e integran en un mismo valor: el hombre, tal como lo concibe y lo siente este novelista que en 1968 ratificó la importancia que le concedieran los críticos dentro de la narrativa contemporánea del Brasil.
HAYDEE M. JOFRE BARROSO
José Mauro de Vasconcelos —mestizo de india y portugués, nativo de Bangú, Río de Janeiro, 49 años— ha sido, a partir del colegio secundario, un auténtico autodidacto que se formó en el trabajo y la vida. Entrenador de boxeadores de peso pluma, trabajador en una "fazenda", pescador, maestro en una escuela de pescadores: he ahí algunas de sus actividades hasta que lo animó el deseo de viajar, de conocer su país, y de interpretarlo.
Fueron "años de vaivén entre el Norte y el Sur brasileños", y en ellos ocupa un lugar destacado su período de convivencia con los indios en ese casi mítico Sertáo(1). Allí, entre ellos, aprendió historias curiosas, retuvo características y tradiciones, hizo su estudio de la vida y acumuló experiencias que nunca imaginó que fueran a convertirlo en novelista. Pero estaba en su destino serlo, y en su interés, volcarlas a otros seres.
Tenía a su favor varias circunstancias: una excelente memoria, su rica fantasía, la multiplicada habilidad para sacar de cada tema lo más interesante... y su deseo decentar... que es, en definitiva, el elemento primordial de los escritores. Primero —y a semejanza de los "repentistas" que recorrían el país contando historia hecha canciones, leyendas o relatos — fue un cuentista oral: decía, inventaba y explicaba cosas, ayudándose con mímica, con
cambiantes entonaciones de voz, animando, en suma, sus cuentos.
Y un día comenzó a darles forma escrita: cuentos, novelas registraron su profundo espíritu de observación y esa cualidad sutil que establece desde el comienzo un diálogo fecundo con el lector. Desde los 22 años ha producido doce libros (Banana brava, Barro branco, Longe da térra, Vazante, Arara vermelha, Arraia de fogo, Rosinha, minha canoa, Doidão, O garanhão das praias, Coracao de vidro, As confissões de Freí Abóbora y Mi planta de naranja-lima), que han editado y reeditado hasta once veces sus editores. Casi todos ellos recogen sus experiencias, repito; de la misma manera que sus historias lo tienen de personaje, porque muchas de ellas nos entregan sus aventuras vividas en el interior del Brasil, aunque no sea su nombre el que aparece entre los protagonistas.
Pero esto no es enteramente original, ya que cualquier escritor acaba por ser autobiográfico en alguna medida. En cambio, su originalidad está en su método de trabajo: primero, la carga de ideas, la acumulación de los detalles físicos y psicológicos que darán forma a sus criaturas, la elección de los paisajes que le servirán de escenarios, el bosquejo de la novela, y finalmente, cuando ello es posible, su traslado al escenario elegido para consustanciarse con él. Realizada esta primera parte, sobreviene la etapa de la redacción, propiamente dicha, en la que suelta toda su fantasía, enhebra los resortes lingüísticos —me interesa recalcar su fidelidad al habla y los modismos propios de la zona en que instala sus historias—, y juega con el diálogo, que es en su profusión y acierto una de sus características. Para decir todo esto con palabras de José Mauro de Vasconcelos: "Cuando la historia está enteramente realizada en mi imaginación, comienzo a escribir. Solamente trabajo cuando tengo la impresión de que toda la novela está saliéndome por los poros del cuerpo. Y entonces todo marcha como en un avión a chorro".
Esto, en lo que hace a Vasconcelos como escritor; porque también está el Vasconcelos actor. El cine y la televisión lo han visto animar historias propias y ajenas, y obtener por sus actuaciones importantes premios. Una referencia, también, al Vasconcelos protector de indios, a los que sirve de enfermero, de guía y de consejero.
Pero, naturalmente, a nosotros nos interesa como hombre de letras. En 1968 encabezó la lista de best sellers con Mi planta de naranja-lima (O meu pe de laranja—lima), su historia de un niño que una vez, un día, descubrió el dolor y se hizo adulto precozmente.
En éste, como en casi todos sus otros libros, Vasconcelos ha sido un autor afortunado con la crítica y con el público. Puede que sea por el olor a naturaleza que se agita en sus páginas, como una de esas culebras con las que muchas veces debió luchar durante sus aventuras en la selva.
O puede que sea por ese lirismo que en algunas ocasiones viste sus temas; por la simplicidad de las formas literarias adoptadas; la presencia del paisaje lujuriante que, de pronto, estalla con toda la gama de sus colores y de sus olores o de sus ruidos; o por su intención de llegar fácilmente y con toda su carga emotiva al corazón del lector. Porque, fundamentalmente, es el corazón de su público lo que él busca, mucho más que su intelecto: sus libros son mensajes de un espíritu a otro, y nunca una vacía demostración de academicismo. En ese empeño intervienen los recuerdos de su vida en la misma medida en que lo hacen sus recursos de novelista. Como lo demuestran las múltiples ediciones de cada uno de sus títulos, Vasconcelos ha sabido encontrar el camino que conduce al lector.
Sus personajes viven, se mueven y se desenvuelven con la misma naturalidad con que lo hace su autor en la vida real, y en ello se perciben dos cosas: su intención de no convertir sus narraciones en meros juegos literarios y su entrega apasionada a cada tema y a las posibilidades que brinda. A veces hay en lo que escribe esbozos de crítica, pero nunca se sitúa en el papel de sociólogo, fiel a su deseo de ser "nada más y nada menos que un
escritor; con todo lo que ello significa de testigo y de participante de la realidad".
Vasconcelos, quizá sin saberlo, es también un poco poeta, y así lo advertimos en algunas de sus páginas más encomiadas y en muchas de las de este libro; pero no un poeta dramático, sino lírico, que se sirve de la anécdota, de la acción y de los caracteres de sus criaturas para evidenciarlo. La anécdota: he ahí otra de sus incorporaciones a la actual literatura del Brasil. Muchos de los cultores de ésta la reemplazaron a menudo por la idea.
En la obra de este autor, la anécdota está desarrollada tanto por la acción como por el diálogo, directo, simple, concreto.
Con sorprendente seguridad, José Mauro de Vasconcelos prosigue su triunfal camino de escritor, recreando paisajes y dando vida a infinidad de personajes. Todos ellos por algún singular mecanismo extraliterario —difícilmente explicable, pues supera cualquier definición que pudiera dársele— se identifican e integran en un mismo valor: el hombre, tal como lo concibe y lo siente este novelista que en 1968 ratificó la importancia que le concedieran los críticos dentro de la narrativa contemporánea del Brasil.
HAYDEE M. JOFRE BARROSO
NOTAS DE TRADUCCIÓN
En la presente traducción se ha tratado de conservar el sabor popular en el vocabulario, las formas idiomáticas regionales y las derivadas de situaciones sociales, cultura, educación, etcétera. De esta manera, cada personaje, en su forma de expresarse, representa a su ambiente.
Casi en todos los casos se optó por sustituir las formas muy populares, e inclusive las
del lunfardo (gíria, en portugués), por su equivalente en castellano; cuando no existían esas
equivalencias, se las traducía, directamente.
Figuran al pie de página las notas, aclaraciones o comentarios de la traductora, en los
casos en que se hicieron necesarios.
H. M. J.B.
En la presente traducción se ha tratado de conservar el sabor popular en el vocabulario, las formas idiomáticas regionales y las derivadas de situaciones sociales, cultura, educación, etcétera. De esta manera, cada personaje, en su forma de expresarse, representa a su ambiente.
Casi en todos los casos se optó por sustituir las formas muy populares, e inclusive las
del lunfardo (gíria, en portugués), por su equivalente en castellano; cuando no existían esas
equivalencias, se las traducía, directamente.
Figuran al pie de página las notas, aclaraciones o comentarios de la traductora, en los
casos en que se hicieron necesarios.
H. M. J.B.
PRIMERA PARTE
En Navidad, a veces nace el Niño Diablo
1
Veníamos tomados de la mano, sin apuro ninguno, por la calle. Totoca venía enseñándome la vida. Y yo me sentía muy contento porque mi hermano mayor me llevaba de la mano, enseñándome cosas. Pero enseñándome las cosas fuera de casa. Porque en casa yo aprendía descubriendo cosas solo y haciendo cosas solo, claro que equivocándome, y acababa siempre llevando unas palmadas. Hasta hacía bastante poco tiempo nadie me pegaba.Pero después descubrieron todo y vivían diciendo que yo era un malvado, un diablo, un gato vagabundo de mal pelo. Yo no quería saber nada de eso. Si no estuviera en la calle comenzaría a cantar. Cantar sí que era lindo. Totoca sabía hacer algo más, aparte de cantar: silbar. Pero por más que lo imitase no me salía nada. El me dio ánimo diciendo que no importaba, que todavía no tenía boca de soplador. Pero como yo no podía cantar por fuera, comencé a cantar por dentro. Era raro, pero luego era lindo. Y estaba recordando una música que cantaba mamá cuando yo era muy pequeñito. Ella se quedaba en la pileta, con un trapo sujeto a la cabeza para resguardarse del sol. Llevaba un delantal que le cubría la barriga y se quedaba horas y horas, metiendo la mano en el agua, haciendo que el jabón se convirtiera en espuma. Después torcía la ropa e iba hasta la cuerda. Colgaba todo en ella y suspendía la caña. Hacía lo mismo con todas las ropas. Se ocupaba de lavar la ropa de la casa del doctor Faulhaber para ayudar en los gastos de la casa. Mamá era alta, delgada, pero muy linda. Tenía un color bien quemado y los cabellos negros y lisos. Cuando los dejaba sueltos le llegaban hasta la cintura. Pero lo lindo era cuando cantaba y yo me quedaba a su lado aprendiendo.
Marinero, marinero,
Marinero de amargura,
Por tu causa, marinero,
Bajaré a la sepultura. . .
Las olas golpeaban
Y en la arena se deslizaban,
Allá se fue el marinero
Que yo tanto amaba. . .
El amor de marinero
Es amor de media hora,
El navío leva anclas
Y él se va en esa hora. . .
Las olas golpeaban. . .
Hasta ahora esa música me daba una tristeza que no sabía comprender.
Totoca me dio un empujón. Desperté.
—¿Qué tienes, Zezé?
—Nada. Estaba cantando.
—¿Cantando?
—Sí.
—Entonces debo estar quedándome sordo.
¿Acaso no sabría que se podía cantar para dentro? Me quedé callado. Si no sabía yo no iba a enseñarle.
Habíamos llegado al borde de la carretera Río-San Pablo.
Allí pasaba de todo. Camiones, automóviles, carros y bicicletas.
—Mira, Zezé, esto es importante. Primero se mira bien. Mira para uno y otro lado.
¡Ahora! Cruzamos corriendo la carretera.
—¿Tuviste miedo?
Bastante que había tenido, pero dije que no, con la cabeza.
—Vamos a cruzar de nuevo, juntos. Después quiero ver si aprendiste. Volvimos.
—Ahora ya sabes cruzar solo. Nada de miedo, que ya estás siendo un hombrecito. Mi corazón se aceleró.
—Ahora. Vamos.
Puse el pie, casi no respiraba. Esperé un poco y él dio la señal de que volviera.
—Para ser la primera vez, estuviste muy bien. Pero te olvidaste de algo. Tienes que mirar para los dos lados para ver si viene un coche. No siempre voy a estar aquí para darte la señal. A la vuelta vamos a practicar más. Ahora sigamos, que voy a mostrarte una cosa.
Me tomó de la mano y seguimos de nuevo, lentamente. Yo estaba impresionado con la conversación.
—Totoca.
—¿Qué pasa?
—¿La edad de la razón pesa?
—¿Qué tontería es ésa?
—Tío Edmundo lo dijo. Dijo que yo era "precoz" y que en seguida iba a entrar en la edad de la razón. Y no siento ninguna diferencia.
—Tío Edmundo es un tonto. Vive metiéndote cosas en la cabeza.
—El no es tonto. Es sabio. Y cuando yo crezca quiero ser sabio y poeta y usar corbata de moño. Un día voy a fotografiarme con corbata de moño.
—¿Por qué con corbata de moño?
—Porque nadie es poeta sin corbata de moño. Cuando tío Edmundo me muestra retratos de poetas en una revista, todos tienen corbata de moño.
—Zezé, deja de creerle todo lo que te dice. Tío Edmundo es medio "tocado". Medio mentiroso.
—¿Entonces él es un hijo de puta?
—¡Mira que ya te ganaste bastantes palizas por decir malas palabras! Tío Edmundo no es eso. Yo dije "tocado", medio loco.
—Pero dijiste que él era mentiroso.
—Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
—Sí que tiene. El otro día papá conversaba con don Severino, ese que juega a las cartas con él y dijo eso de don Labonne: "El hijo de puta del viejo miente como el diablo". . .
Y nadie le pegó.
—La gente grande sí puede decirlo, no es malo. Hicimos una pausa.
—Tío Edmundo no es. . . ¿Qué quiere decir "tocado" Totoca?
El hizo girar el dedo en la cabeza.
—No, él no es eso. Es bueno, me enseña de todo, y hasta hoy solamente me dio una palmada y no fue con fuerza.
Totoca dio un salto.
—¿Te dio una palmada? ¿Cuándo?
—Un día que yo estaba muy travieso y Gloria me mandó a casa de Dindinha. El quería leer el diario y no encontraba los anteojos. Los buscó, furioso. Le preguntó a Dindinha, y nada. Los dos dieron vuelta al revés a la casa. Entonces le dije que sabía dónde estaban, y que si me daba una moneda para comprar bolitas se lo decía. Buscó en su chaleco y tomó una moneda:
—Ve a buscarlos y te la doy.
—Fui hasta el cesto de la ropa sucia y los encontré. Entonces me insultó diciéndome:
"Fuiste tú sinvergüenza". Me dio una palmada en la cola y me quitó la moneda.
Totoca se rió.
—Te vas allá para que no te peguen en casa y te pegan ahí. Vamos más rápido, si no nunca llegaremos. Yo continuaba pensando en tío Edmundo.
—Totoca, ¿los chicos son jubilados?
—¿Qué cosa?
—Tío Edmundo no hace nada y gana dinero. No trabaja y la Municipalidad le paga todos los meses.
—¿Y qué?
—Que los chicos tampoco hacen nada, y comen, duermen y ganan dinero de los padres.
—Un jubilado es diferente, Zezé. Jubilado es el que trabajó mucho, se le puso el pelo blanco y camina despacio, como tío Edmundo. Pero dejemos de pensar en cosas difíciles.
Que te guste aprender con él, vaya y pase. Pero conmigo, no. Haz como los otros chicos.
Hasta di malas palabras, pero deja de llenarte la cabeza con cosas difíciles. Si no, no salgo más contigo.
Me quedé medio enojado y no quise conversar más. Tampoco tenía ganas de cantar.
Ese pajarito que cantaba desde adentro había volado bien lejos.
—Es ésa, ahí. ¿Te gusta?
Era una casa común. Blanca, de ventanas azules, toda cerrada y silenciosa.
—Me gusta. Pero ¿por qué tenemos que mudarnos acá?
—Siempre es bueno mudarse. Por la cerca nos quedamos observando una planta de "mango" de un lado, y una de tamarindo, de otro.
—Tú, que quieres saberlo todo, ¿no te diste cuenta del drama que hay en casa? Papá está sin empleo, ¿no es cierto? Hace más de seis meses que se peleó con mister Scottfield y lo dejaron en la calle. ¿No viste que Lalá comenzó a trabajar en la Fábrica? ¿No sabes que mamá va a trabajar al centro, en el Molino Inglés? Pues bien, bobo, todo eso es para juntar algún dinero y pagar el alquiler de la nueva casa. La otra hace ya como ocho meses que papá no la paga. Tú eres muy chico para saber cosas tristes, como ésta. Pero yo voy a tener que acabar ayudando en la misa para ayudar en casa. Se quedó un rato en silencio.
—Totoca, ¿van a traer la pantera negra y las dos leonas?
—Claro que sí. Y el esclavo es quien tendrá que desmontar el gallinero.
Me miró con cierto cariño y pena.
—Yo soy el que va a desmontar el jardín zoológico y armarlo de nuevo aquí.
Quedé aliviado. Porque, si no, yo tendría que inventar algo nuevo para jugar con mi hermanito más chico, Luis.
—Bien, ¿viste cómo soy tu amigo, Zezé? Entonces no te cuesta nada contarme cómo fue que conseguiste "aquello"...
—Te juro, Totoca, que no sé. De veras que no sé.
—Estás mintiendo. Estudiaste con alguien.
—No estudié nada. Nadie me enseñó. Solo que sea el diablo, que según Jandira es mi padrino, el que me haya enseñado mientras yo dormía.
Totoca estaba sorprendido. Al comienzo hasta me había dado coscorrones para que le contara. Pero yo no podía contarle nada.
—Nadie aprende solo esas cosas.
Pero se quedaba confundido porque realmente no había visto a nadie enseñándome nada. Era un misterio.
—Tiíto.
—¿Qué, mi hijo?
Empujó los anteojos hacia la punta de la nariz, como hace toda la gente vieja.
—¿Cuándo aprendiste a leer?
—Más o menos a los seis o siete años de edad.
—¿Y alguien puede leer a los cinco años?
—Poder puede. Pero a nadie le gusta hacer eso cuando todavía es muy pequeño.
—¿Cómo aprendiste a leer?
—Como todo el mundo, en la cartilla. Diciendo "B" más "A": "BA".
—¿Todo el mundo tiene que hacerlo así?
—Que yo sepa, sí.
—¿Pero todo, todo el mundo, sí?
Me miró intrigado.
—Mira, Zezé, todo el mundo necesita hacer eso. Y ahora déjame terminar la lectura. Ve a ver si hay guayabas en el fondo de la quinta.
Colocó los anteojos en su lugar e intentó concentrarse en la lectura. Pero no salí de mi rincón.
—¡Qué pena!. . .
La exclamación sonó tan sentida que de nuevo se llevó los anteojos hacia la punta de la nariz.
—No puede ser, cuando te empeñas en una cosa. . .
—Es que yo vine de casa y caminé como loco solamente para contarte algo. . .
—Entonces vamos, cuenta.
—No. Así no. Primero quiero saber cuándo vas a cobrar la jubilación.
—Pasado mañana.
Sonrió suavemente, estudiándome.
—¿Y cuándo es pasado mañana?
—El viernes.
—Y el viernes ¿no vas a querer traerme un "Rayo de Luna", del centro?
—Vamos despacio, Zezé. ¿Qué es un "Rayo de Luna"?
—Es el caballito blanco que vi en el cine. Su dueño es Fred Thompson. Es un caballo amaestrado.
—¿Quieres que te traiga un caballito de ruedas?
—No. Quiero ese que tiene cabeza de madera con riendas. Que la gente le pone un cabo y sale corriendo. Necesito entrenarme porque voy a trabajar después en el cine.
Continuó riéndose.
—Comprendo. Y si te lo traigo ¿qué gano yo?
—Te doy una cosa.
—¿Un beso?
—No me gustan mucho los besos.
—¿Un abrazo?
Lo miré con mucha pena. Mi pajarito de adentro me dijo una cosa. Y fui recordando otras que había escuchado muchas veces. . . Tío Edmundo estaba separado de la mujer y tenía cinco hijos. . . Vivía tan solo y caminaba tan despacio, tan despacito. . . ¿Quién sabe si no caminaba despacio porque tenía nostalgia de sus hijos? Ellos nunca venían a visitarlo.
Rodeé la mesa y apreté con fuerza su cuello. Sentí su pelo blanco rozar mi frente con mucha suavidad.
—Esto no es por el caballito. Lo que voy a hacer es otra cosa. Voy a leer.
—Pero, ¿tú sabes leer, Zezé? ¿Qué cuento es ése? ¿Quién te enseñó?
—Nadie.
—No me mientas.
Me alejé y le comenté desde la puerta:
—¡Tráeme mi caballito el viernes y vas a ver si leo o no!. . .
***
Después, cuando anocheció y Jandira encendió la luz del farol porque la "Light" (2) había cortado la luz por falta de pago, me puse en puntas de pies para ver la "estrella". Tenía el dibujo de una estrella en un papel y debajo una oración para proteger la casa.—Jandira, álzame que voy a leer eso.
—Déjate de inventos, Zezé. Estoy muy ocupada.
—Álzame y vas a ver si sé leer.
—Mira, Zezé, si me estás preparando alguna de las tuyas, vas a ver.
Me alzó y me llevó detrás de la puerta.
—Bueno, a ver, lee. Quiero ver.
Entonces me puse a leer. Leí la oración que pedía a los cielos la bendición y protección para la casa, y que ahuyentaran a los malos espíritus.
Jandira me puso en el suelo. Estaba boquiabierta.
—Zezé, te aprendiste eso de memoria. Me estás engañando.
—Te juro que no, Jandira. Sé leer todo.
—Nadie puede leer sin haber aprendido. ¿Fue tío Edmundo quien te enseñó? ¿O
Dindinha?
—Nadie.
Tomó un pedazo de diario y leí. Correctamente. Dio un grito y llamó a Gloria. Esta se puso nerviosísima y fue a llamar a Alaíde. En diez minutos un montón de gente de la vecindad había venido a ver el fenómeno.
Eso era lo que Totoca quería saber.
—Te enseñó, prometiéndote el caballito si aprendías.
—No, no.
—Le preguntaré a él.
—Ve y pregúntale. No sé decir cómo fue, Totoca. Si lo supiera te lo contaría.
—Entonces vámonos. Pero ya vas a ver cuando necesites algo. . .
Me tomó de la mano, enojado, y me llevó de vuelta a casa. Y allí pensó en algo para vengarse.
—¡Bien hecho! Aprendiste demasiado pronto, tonto. Ahora vas a tener que entrar en la escuela en febrero.
Aquello había sido idea de Jandira. Así, la casa quedaría toda la mañana en paz y yo aprendería a ser más educado.
—Vamos a entrenarnos en la Río-San Pablo. Porque no pienses que en época de clases voy a hacer de empleado tuyo, cruzándote todo el tiempo. Tú eres muy sabio, aprende entonces también esto.
***
—"Este producto se encuentra en todas las farmacias y casas del ramo".
Tío Edmundo fue a llamar al fondo a Dindinha.
—¡Mamá, lee bien hasta farmacia!
Los dos juntos comenzaron a darme cosas para leer, que yo leía perfectamente.
Mi abuela rezongó que el mundo estaba perdido.
Me gané el caballito y de nuevo abracé a tío Edmundo. Entonces me tomó de la barbilla, diciéndome muy emocionado:
—Vas a ir lejos, tunante. No por nada te llamas José. Vas a ser el Sol, y las estrellas brillarán a tu alrededor.
Me quedé mirando sin entender y pensando que él estaba realmente "tocado".
—No entiendes esto. Es la historia de José de Egipto. Cuando seas más grande te contaré esa historia.
Me enloquecían las historias. Cuanto más difíciles, más me gustaban.
Acaricié mi caballito largo tiempo, y después levanté la vista hacia tío Edmundo y le pregunté:
—¿Te parece que la semana que viene ya seré más grande?. .
2
UNA CIERTA PLANTA DE NARANJA-LIMA
En casa cada hermano mayor criaba a uno menor. Jandira había tomado a su cuidado a Gloria y a otra hermana que le dieron a criar en el Norte. Antonio era el protegido suyo.
Después, Lalá me había tomado por su cuenta hasta hacía bastante poco tiempo. Parecía gustar de mí, pero luego se aburrió o se enamoró de un pretendiente que era un petimetre igualito al de la música: de pantalón largo y chaqueta bien corta. Cuando íbamos los domingos a hacer "footing" (el pretendiente de ella hablaba así) en la Estación, me compraba caramelos en cantidad. Era para que yo no dijera nada en casa. Y tampoco le
podía preguntar a tío Edmundo qué era eso, pues si no se descubría todo. . .
Mis otros dos hermanitos habían muerto pequeños y yo solamente había oído hablar de ellos. Contaban que eran dos indiecitos Pinagés. Bien quemaditos y de pelo negro y liso.
Por eso la niña se llamó Aracy y el niñito Jurandyr.
Después venía mi hermanito Luis. Quien primero cuidó de él fue Gloria, y después yo.
Nadie necesitaba preocuparse de él, porque no había niño más lindo, bueno y quietecito.
Por eso cambié de idea cuando ya iba a salir a la calle y me dijo, con su vocecita:
—Zezé, ¿me vas a llevar al Jardín Zoológico? Hoy no amenaza lluvia, ¿no es cierto?
Era gracioso oír cómo pronunciaba todo sin equivocarse. Aquel niñito iba a ser alguien, iría lejos.
Miré el día lindo, todo el cielo azul. Me quedé sin coraje para mentirle. Porque a veces no tenía ganas de ir y le decía:
—Estás loco, Luis. ¡Mira el temporal que se acerca. . .!
Esa vez lo tomé de la mano y salimos para la gran aventura del fondo.
La quinta se dividía en tres juegos. El Jardín Zoológico. Europa, que estaba próximo a la cerca bien hecha de la casa de don Julito. ¿Por qué Europa? Ni mi pajarito lo sabía. Allí jugábamos con el trencito del Pan de Azúcar. Tomaba la caja de los botones y los
enhebraba en un hilo. (Tío Edmundo decía "cordel". Yo pensaba que cordel era caballo. Y él me explicó que era parecido, pero que caballo era "corcel".) Después, ataba una punta en la cerca y la otra en los dedos de Luis. Subía todos los botones y soltaba lentamente uno por
uno. Cada trencito venía lleno de gente conocida. Había un botón negro que era el tranvía del moreno Biriquinho. A veces se oía una voz de la otra quinta.
—¿No estás arruinando mi cerca, Zezé?
Después, Lalá me había tomado por su cuenta hasta hacía bastante poco tiempo. Parecía gustar de mí, pero luego se aburrió o se enamoró de un pretendiente que era un petimetre igualito al de la música: de pantalón largo y chaqueta bien corta. Cuando íbamos los domingos a hacer "footing" (el pretendiente de ella hablaba así) en la Estación, me compraba caramelos en cantidad. Era para que yo no dijera nada en casa. Y tampoco le
podía preguntar a tío Edmundo qué era eso, pues si no se descubría todo. . .
Mis otros dos hermanitos habían muerto pequeños y yo solamente había oído hablar de ellos. Contaban que eran dos indiecitos Pinagés. Bien quemaditos y de pelo negro y liso.
Por eso la niña se llamó Aracy y el niñito Jurandyr.
Después venía mi hermanito Luis. Quien primero cuidó de él fue Gloria, y después yo.
Nadie necesitaba preocuparse de él, porque no había niño más lindo, bueno y quietecito.
Por eso cambié de idea cuando ya iba a salir a la calle y me dijo, con su vocecita:
—Zezé, ¿me vas a llevar al Jardín Zoológico? Hoy no amenaza lluvia, ¿no es cierto?
Era gracioso oír cómo pronunciaba todo sin equivocarse. Aquel niñito iba a ser alguien, iría lejos.
Miré el día lindo, todo el cielo azul. Me quedé sin coraje para mentirle. Porque a veces no tenía ganas de ir y le decía:
—Estás loco, Luis. ¡Mira el temporal que se acerca. . .!
Esa vez lo tomé de la mano y salimos para la gran aventura del fondo.
La quinta se dividía en tres juegos. El Jardín Zoológico. Europa, que estaba próximo a la cerca bien hecha de la casa de don Julito. ¿Por qué Europa? Ni mi pajarito lo sabía. Allí jugábamos con el trencito del Pan de Azúcar. Tomaba la caja de los botones y los
enhebraba en un hilo. (Tío Edmundo decía "cordel". Yo pensaba que cordel era caballo. Y él me explicó que era parecido, pero que caballo era "corcel".) Después, ataba una punta en la cerca y la otra en los dedos de Luis. Subía todos los botones y soltaba lentamente uno por
uno. Cada trencito venía lleno de gente conocida. Había un botón negro que era el tranvía del moreno Biriquinho. A veces se oía una voz de la otra quinta.
—¿No estás arruinando mi cerca, Zezé?
—¿No estás arruinando mi cerca, Zezé?
—No, doña Dimerinda. Puede mirar.
—Así me gusta. Que juegues quietecito con tu hermano. ¿No es mejor así?
Quizá fuese más bonito, pero en el momento en que mi "padrino", el travieso me empujaba, nada podía haber más lindo que hacer diabluras...
—¿Usted me va a dar un almanaque para Navidad, como el año pasado?
—¿Y qué hiciste con el que te di el año pasado?
—Está adentro, puede ir a ver, doña Dimerinda. Está sobre la bolsa del pan.
Ella se rió y me prometió que sí. Su marido trabajaba en el depósito de Chico Franco.
El otro juego era Luciano. Luis, al comienzo, tenía mucho miedo de él y me pedía, por favor, tirándome de los pantalones, que volviéramos. Pero Luciano era un amigo. Cuando me veía lanzaba fuertes chillidos. Tampoco Gloria lo quería y decía que los murciélagos son como los vampiros, que chupan la sangre de los niños.
—No, Godóia. Luciano no es así. Es un amigo. El me conoce.
—Con esa manía que tienes por los bichos y por hablar con las cosas. . .
Costó mucho convencerla de que Luciano no era un bicho. Luciano era un avión que volaba por el "Campo dos Alfonsos".
—Mira, Luis.
Y Luciano daba vueltas alrededor de nosotros, feliz, como si comprendiera de qué se hablaba. Y realmente comprendía.
—Es un aeroplano. Está haciendo. . . Ahí me trababa. Necesitaba pedirle nuevamente a tío Edmundo que me repitiese esa palabra. No sabía si era acrobacia, acorbacia, o arcobacia. Pero era una de ellas. Y yo no quería enseñarle a mi hermano nada equivocado.
Y ahora él quería el Jardín Zoológico.
—No, doña Dimerinda. Puede mirar.
—Así me gusta. Que juegues quietecito con tu hermano. ¿No es mejor así?
Quizá fuese más bonito, pero en el momento en que mi "padrino", el travieso me empujaba, nada podía haber más lindo que hacer diabluras...
—¿Usted me va a dar un almanaque para Navidad, como el año pasado?
—¿Y qué hiciste con el que te di el año pasado?
—Está adentro, puede ir a ver, doña Dimerinda. Está sobre la bolsa del pan.
Ella se rió y me prometió que sí. Su marido trabajaba en el depósito de Chico Franco.
El otro juego era Luciano. Luis, al comienzo, tenía mucho miedo de él y me pedía, por favor, tirándome de los pantalones, que volviéramos. Pero Luciano era un amigo. Cuando me veía lanzaba fuertes chillidos. Tampoco Gloria lo quería y decía que los murciélagos son como los vampiros, que chupan la sangre de los niños.
—No, Godóia. Luciano no es así. Es un amigo. El me conoce.
—Con esa manía que tienes por los bichos y por hablar con las cosas. . .
Costó mucho convencerla de que Luciano no era un bicho. Luciano era un avión que volaba por el "Campo dos Alfonsos".
—Mira, Luis.
Y Luciano daba vueltas alrededor de nosotros, feliz, como si comprendiera de qué se hablaba. Y realmente comprendía.
—Es un aeroplano. Está haciendo. . . Ahí me trababa. Necesitaba pedirle nuevamente a tío Edmundo que me repitiese esa palabra. No sabía si era acrobacia, acorbacia, o arcobacia. Pero era una de ellas. Y yo no quería enseñarle a mi hermano nada equivocado.
Y ahora él quería el Jardín Zoológico.
Llegamos junto al gallinero viejo. Adentro, las dos gallinitas claras estaban picoteando; la vieja gallina negra era tan mansa que hasta se le podían hacer cosquillas en la cabeza.
—Primero vamos a comprar las entradas. Dame la mano, que los niños pueden perderse en esta multitud. ¿Ves cómo está de lleno los domingos?
Miraba y comenzaba a ver gente por todas partes, y apretaba más mi mano.
En la taquilla empiné hacia adelante la barriga y escupí para darme mayor importancia. Metí la mano en el bolsillo y pregunté a la vendedora:
—¿Hasta qué edad no pagan los niños?
—Hasta los cinco años.
—Entonces, una de adulto, por favor.
Tomé dos hojitas de naranjo como billetes, y fuimos entrando.
—Primero, hijo mío, vas a ver la belleza de las aves. Mira, papagayos, loros y "ararás" de todos los colores. Aquellas de plumas de diferentes colores son las "ararás" arco iris.
Y él agrandaba los ojos, extasiado.
Caminábamos despacio, viéndolo todo. Tantas cosas, que hasta vi que detrás de todo Gloria y Lalá estaban sentadas en un banco, pelando naranjas. Los ojos de Lalá me miraban de una manera... ¿Ya lo habrían descubierto? En ese caso, este Jardín Zoológico iría a terminar en grandes chinelazos en el trasero de alguien. Y ese alguien únicamente podía ser yo.
—Y ahora, Zezé, ¿qué vamos a visitar?
Nuevo escupitajo y pose:
—Vamos a pasar por las jaulas de los monos. Tío Edmundo siempre los llama simios.
Compramos algunas bananas y las arrojamos a los animales. Sabíamos que eso estaba prohibido, pero como había tanta gente los guardianes ni se daban cuenta.
—No te acerques mucho, porque te van a tirar las cáscaras de banana, muchachito.
—Lo que yo quería era ver enseguida a los leones.
—Ya vamos para allá.
Miré de reojo hacia donde las dos "simias" comían naranjas. Desde la jaula de los leones podría escuchar la conversación.
—Ya llegamos.
Señalé las dos leonas amarillas, bien africanas. Cuando él quiso acariciar la cabeza de la pantera negra. . .
—¡Qué idea, muchachito! Esa pantera negra es el terror del Zoológico. Vino a parar aquí porque le arrancó los brazos a dieciocho domadores y se los comió.
Luis puso cara de miedo y sacó el brazo, aterrado.
—¿Vino del circo?
—Sí.
—¿De qué circo, Zezé? Nunca me contaste eso antes.
Pensé y pensé. ¿A quién conocía yo que tuviera nombre para circo? ¡Ah, ya estaba!
Había venido del circo Rozemberg.
—¿Pero ésa no es la panadería? Cada vez era más difícil engañarlo. Comenzaba a estar muy enterado.
—No, ésa es otra. Y mejor sentémonos un poco a comer la merienda. Caminamos mucho.
Nos sentamos y fingimos que comíamos. Pero mi oído estaba allá, escuchando las conversaciones.
—Uno debiera aprender de él, Lalá. Mira, si no, la paciencia que tiene con el hermanito.
—Sí, pero el otro no hace lo que él hace. Eso ya es maldad, no travesura.
—Es cierto que tiene el diablo en el cuerpo, pero así y todo es divertido. Nadie le tiene rabia en la calle, por más diabluras que haga...
—Aquí no pasa sin llevarse algunos chinelazos.
Hasta que aprenda.
Arrojé una flecha de piedad a los ojos de Gloria. Ella siempre me había salvado, y siempre le prometía que nunca más lo iba a hacer...
—Más tarde. Ahora no. Están jugando tan quietecitos.
Ella ya lo sabía todo. Sabía que yo había saltado la cerca y entrado en los fondos de la quinta de doña Celina. Me quedé fascinado con la cuerda de la ropa balanceando al viento un montón de piernas y brazos. El diablo me dijo entonces que podía saltar al mismo tiempo en todos los brazos y piernas. Estuve de acuerdo con él en que sería muy divertido.
Busqué un pedazo de vidrio bien afilado, subí al naranjo, y corté la cuerda con paciencia.
Casi me caía cuando todo eso se vino abajo. Un grito y todo el mundo corrió.
—Vengan, por favor, que se cayó la cuerda. Pero una voz no sé de dónde gritó más alto.
—Fue ese demonio del chico de don Paulo. Lo vi trepando en el naranjo con un pedazo de vidrio...
—¿Zezé?
—¿Qué pasa, Luis?
— Cuéntame cómo sabes tantas cosas del Jardín Zoológico.
— ¡Uf, ya visité muchos en mi vida!
Mentía; todo lo que sabía era lo que me contara tío Edmundo, prometiendo llevarme allá algún día. Pero él andaba tan despacito que, cuando llegáramos, seguro que ya no existiría nada. Totoca había ido una vez con papá.
— El que más me gusta es el de la calle Barón de Drummond, en Villa Isabel. ¿Sabes quién fue el Barón de Drummond? Por supuesto que no. Eres muy chico paral saber estas cosas. El tal Barón debió haber sido amigo de Dios. Porque fue a él a quien ayudó Dios a crear el "jogo do bicho"3 y el Jardín Zoológico. Cuando seas mayor...
— Las dos continuaban allá.
— Cuando yo sea mayor, ¿qué?
— ¡Ay qué chico preguntón! Cuando pase eso te voy a enseñar los animales y el número de cada uno. Hasta el número veinte. Desde ése, hasta el número veinticinco, yo sé que hay vaca, toro, oso, venado y tigre:. No sé muy bien el lugar de ellos, pero voy a aprenderlo para no enseñarte mal.
Estaba cansándose del juego.
— Zezé, cántame "Casita pequeñita".
— ¿Aquí, en el Jardín Zoológico? Hay mucha gente.
— No. La gente ya se está yendo...
— Es muy larga la letra. Voy a cantar sólo la parte que te gusta. Esa donde se habla de las cigarras. Saqué pecho:
Tú sabes de dónde vengo,
De una casita que tengo;
Queda allá junto a un huerto. . .
Es una casa chiquita,
En lo alto de una colina
Y se ve el mar a lo lejos. . .
Pasé por alto un montón de versos.
Entre las palmeras altas
Cantan todas las cigarras
Al volverse de oro el sol.
Cerca se ve el horizonte.
En el jardín canta una fuente
Y en la fuente un ruiseñor...
Busqué un pedazo de vidrio bien afilado, subí al naranjo, y corté la cuerda con paciencia.
Casi me caía cuando todo eso se vino abajo. Un grito y todo el mundo corrió.
—Vengan, por favor, que se cayó la cuerda. Pero una voz no sé de dónde gritó más alto.
—Fue ese demonio del chico de don Paulo. Lo vi trepando en el naranjo con un pedazo de vidrio...
—¿Zezé?
—¿Qué pasa, Luis?
— Cuéntame cómo sabes tantas cosas del Jardín Zoológico.
— ¡Uf, ya visité muchos en mi vida!
Mentía; todo lo que sabía era lo que me contara tío Edmundo, prometiendo llevarme allá algún día. Pero él andaba tan despacito que, cuando llegáramos, seguro que ya no existiría nada. Totoca había ido una vez con papá.
— El que más me gusta es el de la calle Barón de Drummond, en Villa Isabel. ¿Sabes quién fue el Barón de Drummond? Por supuesto que no. Eres muy chico paral saber estas cosas. El tal Barón debió haber sido amigo de Dios. Porque fue a él a quien ayudó Dios a crear el "jogo do bicho"3 y el Jardín Zoológico. Cuando seas mayor...
— Las dos continuaban allá.
— Cuando yo sea mayor, ¿qué?
— ¡Ay qué chico preguntón! Cuando pase eso te voy a enseñar los animales y el número de cada uno. Hasta el número veinte. Desde ése, hasta el número veinticinco, yo sé que hay vaca, toro, oso, venado y tigre:. No sé muy bien el lugar de ellos, pero voy a aprenderlo para no enseñarte mal.
Estaba cansándose del juego.
— Zezé, cántame "Casita pequeñita".
— ¿Aquí, en el Jardín Zoológico? Hay mucha gente.
— No. La gente ya se está yendo...
— Es muy larga la letra. Voy a cantar sólo la parte que te gusta. Esa donde se habla de las cigarras. Saqué pecho:
Tú sabes de dónde vengo,
De una casita que tengo;
Queda allá junto a un huerto. . .
Es una casa chiquita,
En lo alto de una colina
Y se ve el mar a lo lejos. . .
Pasé por alto un montón de versos.
Entre las palmeras altas
Cantan todas las cigarras
Al volverse de oro el sol.
Cerca se ve el horizonte.
En el jardín canta una fuente
Y en la fuente un ruiseñor...
Ahí paré. Ellas continuaban firmes, esperándome. Tuve una idea; me quedaría allí cantando hasta que llegara la noche. Acabarían por cansarse.
¡Pero qué! Canté toda la canción, la repetí, canté "Es tu afecto pasajero" y hasta "Ramona".
¡Pero qué! Canté toda la canción, la repetí, canté "Es tu afecto pasajero" y hasta "Ramona".
Las dos letras diferentes que sabía de "Ramona"... y nada. Entonces me entró la desesperación. Era mejor acabar con aquello. Fui adonde ellas se hallaban.
—Está bien, Lalá. Me puedes pegar.
Me puse de espaldas y ofrecí el material. Apreté los dientes porque la mano de Lalá tenía una fuerza de mil diablos en la chinela.
—Está bien, Lalá. Me puedes pegar.
Me puse de espaldas y ofrecí el material. Apreté los dientes porque la mano de Lalá tenía una fuerza de mil diablos en la chinela.
* * *
—Hoy todo el mundo va a ver la nueva casa.
Totoca me llamó aparte y me avisó en un susurro.
—Si llegas a contar que ya conocemos la casa, te hago polvo. Era un mundo de gente por la calle. Gloria me llevaba de la mano y tenía órdenes de no soltarme ni un minuto. Y yo llevaba de la mano a Luis.
—¿Cuándo tenemos que mudarnos, mamá? Mamá le respondió a Gloria con una cierta tristeza.
—Dos días después de Navidad hemos de comenzar a arreglar los trastos.
Hablaba con una voz cansada, cansada. Y yo sentía mucha pena por ella. Mamá había nacido trabajando. Desde los seis años de edad, cuando construyeron la Fábrica, la habían puesto a trabajar allí. La sentaban encima de una mesa y tenía que quedarse allí limpiando y enjuagando las herramientas. Era tan chiquitita que se mojaba encima de la mesa porque no podía bajar sola. . . Por eso nunca fue a la escuela ni aprendió a leer.
Cuando le escuché esa historia me quedé tan triste que prometí que cuando fuese poeta y sabio le iba a leer todas mis poesías.
Y la Navidad ya se anunciaba en tiendas y mercerías. En todos los vidrios de las puertas ya habían dibujado a Papá Noel. Algunas personas compraban postales para que cuando llegase la hora no se llenasen demasiado las casas de comercio. Yo tenía una lejana esperanza de que esta vez el Niño Dios naciera. Pero que naciera para mí. A lo mejor, cuando llegara a la edad de la razón, tal vez mejorase un poco.
—Aquí es.
Todos quedaron encantados. La casa era un poco más chica. Mamá, ayudada por Totoca, desató el alambre que sostenía el portón y todo el mundo se lanzó hacia adelante.
Gloria me soltó y olvidó que ya estaba haciéndose una señorita. Se precipitó en una carrera y abrazó la "mangueira"(4).
No había quedado nada para mí. Casi llorando miré a Gloria.
—¿Y yo, Gloria?
—Corre al fondo. Debe de haber más árboles, tonto.
Corrí, pero sólo encontré el yuyo crecido. Un montón de naranjos viejos y pinchudos.
Al lado de la zanja había una pequeña planta de naranja-lima.
Estaba desconcertado. Todos estaban mirando las habitaciones y determinando para quién sería cada una.
Tiré de la falda a Gloria.
—No hay nada más.
—No sabes buscar bien. Espera aquí que voy a encontrarte un árbol.
Al rato vino conmigo. Examinó los naranjos.
—¿No te gusta aquél? Es un lindo naranjo. No me gustaba ninguno. Ni siquiera ése. Ni aquel otro, ni ninguno. Todos tenían muchas espinas.
—Para quedarme con esos mamarrachos, antes prefiero la planta de naranja-lima.
—¿Cuál?
Fuimos hacia donde estaba.
no querría otra cosa!
—Pero yo quería un árbol grandote.
—Piensa bien, Zezé. Es muy pequeño todavía. Con el tiempo será un naranjo grandote.
Así crecerán juntos. Los dos se van a entender como si fuesen dos hermanos. ¿Viste la rama que tiene? Es verdad que es la única, ¡pero parece un caballito hecho para que montes en él!
Me sentía el ser más desgraciado del mundo. Recordaba lo ocurrido con la botella de bebida que tenía la figura de los ángeles escoceses. Lalá dijo: "Ese soy yo"; Gloria señaló otro para ella; Totoca eligió otro para él. ¿Y yo? Finalmente me tocó ser esa cabecita que había atrás, casi sin alas. El cuarto ángel escocés, que ni siquiera era un ángel entero. . .
Siempre tenía que ser el último. Cuando creciera iban a ver. Compraría una selva amazónica y todos los árboles que tocaran el cielo serían míos. Compraría un depósito de botellas llenas de ángeles y nadie tendría ni siquiera un trozo de ala.
Me enojé. Sentado en el suelo, apoyé mi enojo en mi planta de naranja-lima. Gloria se alejó sonriendo.
—Ese enojo no dura, Zezé. Acabarás descubriendo que yo tenía razón.
Agujereé el suelo con un palito y comencé a dejar de lloriquear. Habló una voz, venida quién sabe de dónde, cerca de mi corazón.
—Creo que tu hermana tiene toda la razón.
—Todo el mundo tiene siempre toda la razón; el único que no la tiene nunca soy yo.
—No es cierto. Si me mirases bien, acabarías por darte cuenta.
Me levanté, asustado, y miré el arbolito. Era raro, porque siempre conversaba con todo, pero pensaba que era mi pajarito de adentro que se encargaba de arreglar las conversaciones.
—¿Pero tú hablas de verdad?
—¿No me estás escuchando?
Y se rió bajito. Casi salí gritando por la quinta. Pero me sujetaba la curiosidad.
—¿Por dónde hablas?
Me quedé medio indeciso, pero viendo su tamaño perdí el miedo. Apoyé la oreja y una cosa lejana hacia tic... tac... tic... tac...
—¿Viste?
—Pero, dime, ¿todo el mundo sabe que hablas?
—No. Solamente tú.
—¿De verdad?
—Puedo jurarlo. Un hada me dijo que cuando un niño igual a ti se hiciera amigo mío, yo podría hablar y ser muy feliz.
—¿Y vas a esperar?
—¿Qué cosa?
—Hasta que me mude. Falta más de una semana. Hasta ese momento ¿no te irás a olvidar de hablar?
—¿Cómo eres de qué?. . .
—Súbete a mi rama. Obedecí.
—Ahora, balancéate un poco y cierra los ojos.
Hice lo que me mandaba.
—¿Qué tal? ¿Alguna vez tuviste en la vida un caballito mejor?
—Nunca. Es maravilloso. Voy a darle a mi hermanito menor mi caballito "Rayo de Luna". Te va a gustar mucho mi hermano, ¿sabes?
Bajé adorando ya mi planta de naranja-lima.
—Mira, haré una cosa. Siempre que pueda, antes de mudarnos, vendré a charlar un ratito contigo. . . Ahora necesito irme, ya están saliendo todos.
—Pero los amigos no se despiden así.
—¡Chist! Allá viene ella.
Gloria llegó en el momento en que lo abrazaba.
—Adiós, amigo. ¡Eres la cosa más linda del mundo!
—¿No te lo había dicho?
—Sí, lo dijiste. Ahora, aunque ustedes me diesen la "mangueira" y la planta de tamarindo a cambio de mi árbol, no querría.
Me pasó la mano por el pelo, tiernamente.
—¡Cabecita, cabecita!. . . Salimos tomados de las manos.
—Godóia, ¿no te parece que tu "mangueira" es un poco sosa?
—Todavía no se puede saber, pero parece un poco, sí.
—¿Y el tamarindo de Totoca?
—Es un poco sin gracia, ¿por qué?
—No sé si lo puedo contar. Pero un día te contaré un milagro, Godóia.
3
LOS FLACOS DEDOS DE LA POBREZA
LOS FLACOS DEDOS DE LA POBREZA
Cuando le conté mi problema a tío Edmundo, lo encaró con toda seriedad.
—Entonces, ¿eso es lo que te preocupa?
—Sí, eso. Tengo miedo de que, al mudar de casa, Luciano no venga con nosotros.
—Crees que el murciélago te quiere mucho. . .
—Sí, me quiere. . .
—¿Desde el fondo del corazón?
—Sin duda.
—Entonces puedes estar seguro de que irá. Puede ser que demore en aparecer por allá, ¡pero un día descubre el lugar y aparece!
—Ya le dije la calle y el número de la casa en donde vamos a vivir.
—Pues entonces es más fácil. Si no puede ir, por tener otros compromisos, mandará a un hermano, a un primo, a cualquier pariente, y ni siquiera vas a notarlo.
Sin embargo, yo todavía estaba indeciso. ¿Qué ganaba con darle el número y la calle a Luciano, si no sabía leer? Podía ser que fuese preguntando a los pajaritos, a los "tata
Dios", a las mariposas.
—No te asustes, Zezé, los murciélagos tienen sentido de orientación.
—¿Tienen qué, tío?
Me explicó lo que era el sentido de orientación, y quedé cada vez más admirado por su sabiduría.
Resuelto mi problema, fui a la calle para contar a todo el mundo lo que nos esperaba: la mudanza. La mayoría de las personas grandes me decían con gesto alegre:
—¿Así que se van a mudar, Zezé? ¡Qué bueno!...
¡Qué maravilla!... ¡Qué alivio!...
El que no se extrañó mucho fue Biriquinho.
—Menos mal que es en la otra calle. Queda cerca de aquí. Y aquello de que te hablé. .
—¿Cuándo es?
—Mañana a las ocho, en la puerta del Casino Bangú. La gente dice que el dueño de la
Fábrica mandó comprar un camión de juguetes. ¿Vas?
—Sí que voy. Y llevaré a Luis. ¿Será posible que yo también reciba algo?
—Claro que sí. Una porqueriíta de este tamaño. ¡O estás pensando que ya eres un hombre?
Se puso cerca de mí y sentí que todavía era muy chico. Menor aún de lo que pensaba.
—Bueno, algo voy a ganar. . . Pero ahora tengo que hacer. Mañana nos encontramos ahí.
Volví a casa y anduve dando vueltas alrededor de Gloria.
—¿Qué pasa, muchacho?
—Bien que podías llevarme. Hay un camión que vino de la ciudad llenito de juguetes.
—Escucha, Zezé. Tengo un montón de cosas que hacer. Planchar, ayudar a Jandira a arreglar la mudanza. Vigilar las cacerolas en el fuego...
—También vienen un montón de cadetes de Realengo.
Además de coleccionar retratos de Rodolfo Valentino, a quien ella llamaba "Rudy", y que pegaba en un cuaderno, tenía locura por los cadetes.
—¿Dónde viste cadetes a las ocho de la mañana? ¿Quieres hacerme pasar por tonta, chiquilín? Ve a jugar, Zezé.
Pero no me fui.
—¿Sabes una cosa, Godóia? No es por mí, no. Pasa que le prometí a Luis llevarlo allá.
Es tan chiquitito. Un chico de esa edad solamente piensa en la Navidad.
—Zezé, ya dije que no voy. Y ésas son mentiras; lo que pasa es que tú quieres ir.
Tienes mucho tiempo para recibir Navidades en tu vida...
—¿Y si me muero? Morir sin haber recibido algo esta Navidad...
—No vas a morirte tan pronto, mi amigo. Vas a vivir dos veces más que tío Edmundo o
don Benedicto. Y ahora basta. Ve a jugar.
Pero no fui. Me di maña para que ella a cada momento tropezara conmigo. Iba a la cómoda a buscar algo, y se encontraba conmigo sentado en la mecedora, pidiendo con la mirada. Porque pedir con la mirada tenía mucho efecto sobre ella. Iba a buscar agua en la pileta, y yo estaba sentado en el umbral de la puerta, mirando. Iba al dormitorio, a buscar piezas de ropa para lavar.
Allí estaba, sentado en la cama, con las manos en el mentón, mirando...
—Hasta que no aguantó más.
—Bueno, basta. Zezé. Ya dije que no y no. Por amor de Dios, no termines con mi paciencia. Ve a jugar.
Pero no me fui. Es decir, pensé que no me iba. Porque ella me agarró, me llevó afuera y me depositó en el fondo. Después entró en la casa y cerró la puerta de la cocina y de la sala. No me rendí. Me fui sentando delante de cada ventana por la que ella iba a pasar.
Porque ahora comenzaba a limpiar la casa y a arreglar las camas. Se encontraba conmigo, espiándola, y cerraba la ventana. Acabó cerrando toda la casa para no verme.
—¡Mujer de los mil diablos! ¡Parda de mal pelo! ¡Ojalá que nunca te cases con un cadete! ¡Ojalá que te cases con un soldado raso, de esos que no tienen ni un centavo para lustrarse las polainas!
Cuando vi que realmente estaba perdiendo el tiempo, salí furioso y gané de nuevo el mundo de la calle.
En la calle descubrí a Nardinho que jugaba con una cosa. Estaba en cuclillas, totalmente distraído. Me acerqué. Había hecho un carrito con una caja de fósforos y le había atado un abejorro tan grande como nunca lo había visto.
—¡Caramba!
—Es grande, ¿no?
—¡Te lo cambio!
—¿Por qué?
—Si quieres fotos...
—¿Cuántas?
—Dos.
—¡Qué gracia! Un bicho de éstos y me das solamente dos fotos...
— Como ésos hay montones en la casa de tío Edmundo.
—Por tres todavía te lo cambio.
—Te doy tres, pero no puedes elegir...
— Así no. Por lo menos quiero elegir dos.
— Bueno.
Le di una de Laura La Plante, que tenía repetida muchas veces. Y él eligió una de Hoot
—Entonces, ¿eso es lo que te preocupa?
—Sí, eso. Tengo miedo de que, al mudar de casa, Luciano no venga con nosotros.
—Crees que el murciélago te quiere mucho. . .
—Sí, me quiere. . .
—¿Desde el fondo del corazón?
—Sin duda.
—Entonces puedes estar seguro de que irá. Puede ser que demore en aparecer por allá, ¡pero un día descubre el lugar y aparece!
—Ya le dije la calle y el número de la casa en donde vamos a vivir.
—Pues entonces es más fácil. Si no puede ir, por tener otros compromisos, mandará a un hermano, a un primo, a cualquier pariente, y ni siquiera vas a notarlo.
Sin embargo, yo todavía estaba indeciso. ¿Qué ganaba con darle el número y la calle a Luciano, si no sabía leer? Podía ser que fuese preguntando a los pajaritos, a los "tata
Dios", a las mariposas.
—No te asustes, Zezé, los murciélagos tienen sentido de orientación.
—¿Tienen qué, tío?
Me explicó lo que era el sentido de orientación, y quedé cada vez más admirado por su sabiduría.
Resuelto mi problema, fui a la calle para contar a todo el mundo lo que nos esperaba: la mudanza. La mayoría de las personas grandes me decían con gesto alegre:
—¿Así que se van a mudar, Zezé? ¡Qué bueno!...
¡Qué maravilla!... ¡Qué alivio!...
El que no se extrañó mucho fue Biriquinho.
—Menos mal que es en la otra calle. Queda cerca de aquí. Y aquello de que te hablé. .
—¿Cuándo es?
—Mañana a las ocho, en la puerta del Casino Bangú. La gente dice que el dueño de la
Fábrica mandó comprar un camión de juguetes. ¿Vas?
—Sí que voy. Y llevaré a Luis. ¿Será posible que yo también reciba algo?
—Claro que sí. Una porqueriíta de este tamaño. ¡O estás pensando que ya eres un hombre?
Se puso cerca de mí y sentí que todavía era muy chico. Menor aún de lo que pensaba.
—Bueno, algo voy a ganar. . . Pero ahora tengo que hacer. Mañana nos encontramos ahí.
Volví a casa y anduve dando vueltas alrededor de Gloria.
—¿Qué pasa, muchacho?
—Bien que podías llevarme. Hay un camión que vino de la ciudad llenito de juguetes.
—Escucha, Zezé. Tengo un montón de cosas que hacer. Planchar, ayudar a Jandira a arreglar la mudanza. Vigilar las cacerolas en el fuego...
—También vienen un montón de cadetes de Realengo.
Además de coleccionar retratos de Rodolfo Valentino, a quien ella llamaba "Rudy", y que pegaba en un cuaderno, tenía locura por los cadetes.
—¿Dónde viste cadetes a las ocho de la mañana? ¿Quieres hacerme pasar por tonta, chiquilín? Ve a jugar, Zezé.
Pero no me fui.
—¿Sabes una cosa, Godóia? No es por mí, no. Pasa que le prometí a Luis llevarlo allá.
Es tan chiquitito. Un chico de esa edad solamente piensa en la Navidad.
—Zezé, ya dije que no voy. Y ésas son mentiras; lo que pasa es que tú quieres ir.
Tienes mucho tiempo para recibir Navidades en tu vida...
—¿Y si me muero? Morir sin haber recibido algo esta Navidad...
—No vas a morirte tan pronto, mi amigo. Vas a vivir dos veces más que tío Edmundo o
don Benedicto. Y ahora basta. Ve a jugar.
Pero no fui. Me di maña para que ella a cada momento tropezara conmigo. Iba a la cómoda a buscar algo, y se encontraba conmigo sentado en la mecedora, pidiendo con la mirada. Porque pedir con la mirada tenía mucho efecto sobre ella. Iba a buscar agua en la pileta, y yo estaba sentado en el umbral de la puerta, mirando. Iba al dormitorio, a buscar piezas de ropa para lavar.
Allí estaba, sentado en la cama, con las manos en el mentón, mirando...
—Hasta que no aguantó más.
—Bueno, basta. Zezé. Ya dije que no y no. Por amor de Dios, no termines con mi paciencia. Ve a jugar.
Pero no me fui. Es decir, pensé que no me iba. Porque ella me agarró, me llevó afuera y me depositó en el fondo. Después entró en la casa y cerró la puerta de la cocina y de la sala. No me rendí. Me fui sentando delante de cada ventana por la que ella iba a pasar.
Porque ahora comenzaba a limpiar la casa y a arreglar las camas. Se encontraba conmigo, espiándola, y cerraba la ventana. Acabó cerrando toda la casa para no verme.
—¡Mujer de los mil diablos! ¡Parda de mal pelo! ¡Ojalá que nunca te cases con un cadete! ¡Ojalá que te cases con un soldado raso, de esos que no tienen ni un centavo para lustrarse las polainas!
Cuando vi que realmente estaba perdiendo el tiempo, salí furioso y gané de nuevo el mundo de la calle.
En la calle descubrí a Nardinho que jugaba con una cosa. Estaba en cuclillas, totalmente distraído. Me acerqué. Había hecho un carrito con una caja de fósforos y le había atado un abejorro tan grande como nunca lo había visto.
—¡Caramba!
—Es grande, ¿no?
—¡Te lo cambio!
—¿Por qué?
—Si quieres fotos...
—¿Cuántas?
—Dos.
—¡Qué gracia! Un bicho de éstos y me das solamente dos fotos...
— Como ésos hay montones en la casa de tío Edmundo.
—Por tres todavía te lo cambio.
—Te doy tres, pero no puedes elegir...
— Así no. Por lo menos quiero elegir dos.
— Bueno.
Le di una de Laura La Plante, que tenía repetida muchas veces. Y él eligió una de Hoot
Gibson y otra de Patsy Ruth Miller. Guardé en mi bolsillo el abejorro y me fui.
***
— Rápido, Luis. Gloria fue a comprar pan y Jandira está leyendo en la mecedora.
Salimos escurriéndonos por el corredor. Y lo ayudé a "desaguar".
—Haz bastante, que en la calle no se puede de día.
Luego, en la pileta, le lavé la cara. Y después de lavar también la mía volvimos al dormitorio.
Lo vestí sin hacer ruido. Le calcé los zapatitos. ¡Porquería de calcetines, no servían más que para complicarlo todo! Abotoné su saquito azul y busqué el peine. Pero su pelo no se asentaba; había que hacer algo. No contaba con nada en ningún rincón. Ni brillantina, ni aceite. Fui a la cocina y volví con un poco de grasa en la punta de los dedos. Restregué la grasa en la palma de la mano y la olí, primero.
— No tiene olor.
Acomodé los cabellos de Luis y comencé a peinarlos. Entonces su cabeza quedó linda; llena de rulos, parecía un San Juan con un carnerito sobre las espaldas.
—Ahora te quedas ahí, parado, para no arrugarte.
Me voy a vestir.
Mientras me ponía los pantalones y la camisa blanca, miraba a mi hermano.
¡Qué lindo era! No había otro más lindo en Bangú.
Me calcé las zapatillas de tenis, que tenían que durar hasta que fuese al colegio, el año siguiente. Continué mirando a Luis.
Lindo y arregladito como estaba hasta podría ser confundido con el Niño Jesús, más crecidito. Apuesto a que va a ganar montones de regalos. Cuando lo miraran...
Me estremecí. Gloria acababa de volver y colocaba el pan sobre la mesa. Los días que había pan, el papel hacía ese ruido.
— No tiene olor.
Acomodé los cabellos de Luis y comencé a peinarlos. Entonces su cabeza quedó linda; llena de rulos, parecía un San Juan con un carnerito sobre las espaldas.
—Ahora te quedas ahí, parado, para no arrugarte.
Me voy a vestir.
Mientras me ponía los pantalones y la camisa blanca, miraba a mi hermano.
¡Qué lindo era! No había otro más lindo en Bangú.
Me calcé las zapatillas de tenis, que tenían que durar hasta que fuese al colegio, el año siguiente. Continué mirando a Luis.
Lindo y arregladito como estaba hasta podría ser confundido con el Niño Jesús, más crecidito. Apuesto a que va a ganar montones de regalos. Cuando lo miraran...
Me estremecí. Gloria acababa de volver y colocaba el pan sobre la mesa. Los días que había pan, el papel hacía ese ruido.
Salimos tomados de las manos y nos pusimos delante de ella.
—¿No está lindo, Godóia? Yo lo arreglé. En vez de enojarse, se recostó en la puerta y miró hacia arriba. Cuando bajó la cabeza tenía los ojos llenos de lágrimas.
—También tú estás lindo. ¡Oh! ¡Zezé!...
Se arrodilló y apoyó mi cabeza sobre su pecho.
—¡Dios mío! ¿Por qué la vida tendrá que ser tan dura para algunos?...
Se contuvo y comenzó a arreglarnos prolijamente.
—Te dije que no podría llevarlos, Zezé. Realmente, no puedo. Tengo tanto que hacer.
Primero vamos a tomar café, mientras pienso alguna cosa. Aunque quisiese, ya no habría tiempo para que me vistiera. . .
Puso nuestro tazón de café y cortó el pan. Continuaba mirándonos afligida.
—Tanto trabajo para ganarse unas porquerías de juguetes ordinarios. Claro que tampoco pueden dar cosas muy buenas para tantos pobres como hay. Hizo una pausa y continuó:
—Tal vez sea la única oportunidad. No puedo impedir que ustedes vayan. .. Pero, Dios mío, son muy chiquitos...
—Yo lo llevo a él con cuidado. Lo llevaré de la mano todo el tiempo, Godóia. Ni siquiera es necesario cruzar la carretera Río-San Pablo.
—Aun así es peligroso.
—No lo es, y yo tengo sentido de orientación.
Se rió, dentro de su tristeza.
—¿Quién te enseñó eso, ahora?
—Tío Edmundo. Dijo que Luciano lo tenía, y si Luciano, que es menor que yo lo tiene, yo lo tengo más...
—Voy a hablar con Jandira.
—Es perder el tiempo. Ella nos deja. Jandira solamente vive leyendo novelas y pensando en sus admiradores. No le importa.
—Vamos a hacer lo siguiente: terminen con el café y nos vamos luego al portón. Si pasa gente conocida que va para ese lado le pido que los acompañe.
No quise comer el pan para no demorar. Fuimos hacia el portón.
No pasaba nadie, solamente el tiempo. Pero acabó pasando. Por allá venía don Pasión, el cartero. Saludó a Gloria, se quitó la gorra y se ofreció a acompañarnos.
Gloria besó a Luis y después a mí. Conmovida preguntó sonriendo:
—¿Y aquel asunto del soldado raso y las polainas. . .?
—Son mentiras. No fue de corazón. Te vas a casar con un mayor de aviación lleno de estrellitas en el hombro.
—¿Por qué no fueron con Totoca?
—Totoca dijo que no iba para allá. Y que no estaba dispuesto a llevar "equipaje".
Salimos. Don Pasión nos mandaba ir adelante e iba a entregar las cartas en las casas.
Después apuraba el paso y nos alcanzaba. Volvía a repetir la acción, en seguida. Cuando
llegamos a la carretera Río-San Pablo, nos dijo sonriente:
—Hijos míos, estoy muy apurado. Ustedes están retrasando mi trabajo. Ahora vayan por ahí, que no hay ningún peligro.
Salió, de prisa, con el paquete de cartas y papeles debajo del brazo. Pensé, rabioso:
—¡Cobarde! Abandonar a dos criaturas en la carretera, después de haberle prometido a Gloria que nos llevaba.
Tomé con más fuerza la mano de Luis y continuamos la marcha. El cansancio ya comenzaba a manifestarse en él. Cada vez disminuía más sus pasos.
—Vamos, Luis. Ya estamos cerquita y hay muchos juguetes.
Caminaba un poco más rápidamente y volvía a retrasarse.
—Zezé, estoy cansado.
—Te voy a alzar un poco, ¿quieres?
Abrió los brazos y lo cargué un tiempo. ¡Pero vaya! ¡Pesaba como si fuese plomo!
Cuando llegamos a la Calle del Progreso quien estaba bufando era yo.
—Ahora caminas otro poquito. El reloj de la iglesia dio las ocho.
—¿Y ahora? Había que estar allí a las siete y media. Pero no importa, hay mucha gente y van a sobrar juguetes. Traen un camión lleno.
—¡Zezé, me está doliendo un pie. !
Me incliné:
—Voy a aflojarte un poco el cordón y mejorará.
Ibamos cada vez más despacio. Parecía que el Mercado no llegaba nunca. Y después todavía teníamos que pasar la Escuela Pública y doblar a la derecha en la calle del Casino
Bangú. Lo peor de todo era el tiempo, que parecía volar a propósito.
Llegamos allá muertos de cansancio. No había nadie. Ni parecía que hubiera habido distribución de juguetes. Pero la hubo, sí, porque la calle estaba llena de papel de seda arrugado. Los trocitos de papel coloreaban la arena.
Mi corazón comenzó a inquietarse.
Cuando llegamos, don Coquito estaba ya cerrando las puertas del Casino.
Extenuado, le dije al portero:
—Don Coquito, ¿ya se acabó todo?
—Todo, Zezé. Ustedes llegaron muy tarde. Esto fue como un alud.
Cerró media puerta y sonrió bondadosamente.
—¡El año que viene tienen que venir más temprano, dormilones!. . .
—No importa.
Pero sí que importaba. Estaba tan triste y desilusionado que hubiese preferido morir antes de que sucediese aquello.
—Vamos a sentarnos allí. Necesitamos descansar un poco.
—Tengo sed, Zezé.
—Cuando pasemos por lo de don Rosemberg pedimos un vaso de agua. Alcanza para los dos.
Solamente en ese momento descubrió toda la tragedia. Ni habló. Me miró haciendo pucheros y con los ojos perdidos.
—No importa, Luis. ¿Sabes? Voy a pedirle a Totoca que le cambie la cola a mi caballito
"Rayo de Luna" para dártelo como regalo de Papá Noel.
Pero continuó lloriqueando.
—No, no hagas eso. Tú eres un rey. Papá dijo que te bautizó Luis porque era nombre de rey. Y un rey no puede llorar en la calle, frente a los demás, ¿sabes?
Apoyé su cabeza en mi pecho y me quedé alisándole el cabello enrulado.
—Cuando sea grande, voy a comprar un coche bonito como el de don Manuel
Valadares. Ese del Portugués, ¿te acuerdas? Ese que pasó una vez delante de nosotros en la Estación, cuando estábamos saludando al Mangaratiba... Bueno, voy a comprar un cochazo lindo, lleno de regalos, y solo para ti... Pero no llores, que un rey no llora.
Mi pecho explotó con enorme amargura.
—Juro que lo voy a comprar. Aunque tenga que matar y robar...
No era mi pajarito el que me comentaba eso, allá adentro. Debía ser el corazón.
Solamente eso podía ser. ¿Por qué el Niño Jesús no me quería? El amaba hasta al buey y al burrito del pesebre. Pero a mí, no. Y él se vengaba porque yo era ahijado del diablo. Se vengaba de mí dejando a mi hermano sin su regalo. Pero Luis no merecía eso, porque era un ángel. Ningún angelito del cielo podía ser mejor que él.
Y las lágrimas brotaron cobardemente de mis ojos.
—Zezé, estás llorando...
—En seguida pasa. Además, no soy un rey, como tú. Solamente soy una cosa que no sirve para nada. Un chico malo, bien malo... Apenas eso.
—No. ¿Y tú?
—Siempre que puedo hago una corridita hasta allá.
—Y eso, ¿para qué?
—Quiero saber si Minguito está bien.
—¿Y quién diablos es Minguito?
—Mi planta de naranja-lima.
—Le encontraste un nombre bastante parecido a ella. Eres único para encontrarles nombres a las cosas.
Se rió y continuó afinando lo que sería el nuevo cuerpo de "Rayo de Luna".
—¿Y estaba allá?
—No creció nada.
—Ni crecerá si andas espiándola todo el tiempo. ¿Se está poniendo linda? ¿Es así como querías el cabo?
—Sí. Totoca, ¿por qué sabes hacer de todo, eh? Haces jaula, gallinero, vivero, cerca, cancela...
—Eso es porque no todo el mundo nació para ser poeta de corbata de moño. Pero si realmente quisieras, aprenderías.
—Me parece que no. Para eso es necesario tener "inclinación".
Se detuvo un instante y me miró, entre riendo y reprobando aquella posible novedad de tío Edmundo.
En la cocina estaba Dindinha, que había venido para hacer "rabanada"(5) mojada en vino. Era la cena de Nochebuena.
Le comenté a Totoca:
—Y mira, hay gente que ni siquiera tiene eso. El tío Edmundo dio el dinero para el vino y para comprar las frutas para la ensalada del almuerzo de mañana.
Totoca estaba haciendo el trabajo gratis, porque se había enterado de la historia del Casino Bangú. Por lo menos, Luis tendría un regalo. Una cosa vieja, usada, pero muy linda y que yo quería mucho.
—Totoca.
—Habla.
—¿Y no voy a recibir nada, nada, de Papá Noel?
—Pienso que no.
—Hablando seriamente, ¿crees que soy tan malo como dice todo el mundo?
—Malo, malo, no. Lo que pasa es que tienes el diablo en la sangre.
—¡Cuando llega la Nochebuena, querría tanto no tenerlo! Me gustaría tanto que antes de morir, por lo menos una vez, naciese para mí el Niño Jesús en vez del Niño Diablo.
—Quién sabe si a lo mejor el año que viene...
¿Por qué no aprendes y haces como yo?
—¿Y qué haces?
—No espero nada. Así no me decepciono. Ni siquiera el Niño Jesús es eso tan bueno que todo el mundo dice. Eso que el Padre cuenta y que el Catecismo dice...
Hizo una pausa y quedó indeciso entre contar el resto de lo que pensaba o no.
—¿Cómo es, entonces?
—Bueno, vamos a decir que fuiste muy travieso, que no merecías un regalo.
—Pero ¿Luis?
—Es un ángel.
—¿Y Gloria?
—También.
—¿Y yo?
—Bueno, a veces..., tomas mis cosas, pero eres muy bueno.
—¿Y Lalá?
—Pega muy fuerte, pero es buena. Un día me va a coser mi corbata de moño.
—¿Y Jandira?
—Jandira tiene ese modo... pero no es mala.
—¿Y mamá?
—Mamá es muy buena; cuando me pega lo hace con pena y despacito.
—¿Y papá?
—¡Ah, él no sé! Nunca tiene suerte. Creo que debe haber sido como yo, el malo de la familia.
—¡Entonces! Todos son buenos en la familia. ¿Y por qué el Niño Jesús no es bueno con nosotros? Vete a la casa del doctor Faulhaber y mira el tamaño de la mesa llena de cosas. Lo mismo en la casa de los Villas-Boas. Y en la del doctor Adaucto Luz, ni hablar...
Por primera vez vi que Totoca estaba casi llorando.
—Por eso creo que el Niño Jesús quiso nacer pobre sólo para exhibirse. Después El vio que solamente los ricos servían. . . Pero no hablemos más de eso. Hasta puede ser que lo que diga sea un pecado muy grande.
Se quedó tan abatido que no quiso conversar más. Ni siquiera quería levantar los ojos del cuerpo del caballo que pulía.
Fue una comida tan triste que ni daba ganas de pensar. Todo el mundo comió en silencio, y papá apenas probó un poco de "rabanada". Ni siquiera había querido afeitarse.
Tampoco habían ido a la Misa del Gallo. Lo peor era que nadie hablaba nada con nadie.
Más parecía el velorio del Niño Jesús que su nacimiento.
Papá agarró el sombrero y se fue. Salió, incluso en zapatillas, sin decir hasta luego ni desear felicidades. Dindinha sacó su pañuelo y se limpió los ojos, pidiendo permiso para irse en seguida con tío Edmundo. Y éste puso algún dinero en mi mano y en la de Totoca. A lo mejor hubiese querido dar más y no tenía. A lo mejor, en vez de darnos dinero a nosotros, desearía estar dándoselo a sus hijos, allá en la ciudad. Por eso lo abracé. Tal vez el único
abrazo de la noche de fiesta. Nadie se abrazó ni quiso decir algo bueno. Mamá fue al dormitorio. Estoy seguro de que ella estaba llorando, escondida. Y todos tenían ganas de hacer lo mismo. Lalá fue a dejar a tío Edmundo y a Dindinha en el portón, y cuando ellos se alejaron caminando despacito, despacito, comentó:
—Parece que están demasiado viejitos para la vida y cansados de todo...
Lo más triste fue cuando la campana de la iglesia llenó la noche de voces felices. Y algunos fuegos artificiales se elevaron a los cielos para que Dios pudiera ver la alegría de los otros.
Cuando entramos nuevamente, Gloria y Jandira estaban lavando la vajilla usada y Gloria tenía los ojos rojos como si hubiese llorado mucho.
Disimuló, diciéndonos a Totoca y a mí:
—Ya es la hora de que los chicos vayan a la cama.
Decía eso y nos miraba. Sabía que en ese momento allí no había ya ningún niño.
Todos eran grandes, grandes y tristes, cenando a pedazos la misma tristeza.
Quizá la culpa de todo la hubiera tenido la luz del farol medio mortecina, que había sustituido a la luz que la "Light" mandara cortar. Tal vez.
El reyecito, que dormía con el dedo en la boca sí era feliz. Puse el caballito parado, bien cerca de él. No pude evitar pasarle suavemente las manos por su pelo. Mi voz era un inmenso río de ternura.
—Mi chiquitito.
Cuando toda la casa estuvo a oscuras pregunté bien bajito:
—Estaba buena la "rabanada", ¿no es cierto, Totoca?
—No sé. Ni la probé.
—¿Por qué?
—Se me puso una cosa rara en la garganta que no me dejaba pasar nada... Vamos a dormir. El sueño hace que uno se olvide de todo.
Yo me había levantado y hacía barullo en la cama.
—¿Adonde vas, Zezé?
—Voy a poner mis zapatillas del otro lado de la puerta.
—No las pongas. Es mejor.
—Las voy a poner, sí. A lo mejor sucede un milagro. ¿Sabes una cosa, Totoca?
Quisiera un regalo. Uno solo. Pero que fuese algo nuevo. Solo para mí...
Miró para el otro lado y enterró la cabeza debajo de la almohada.
—¿Vamos a ver? Yo digo que hay algo.
—Yo no iría a ver.
—¡Pues sí voy!
Abrí la puerta del dormitorio y, para decepción mía, las zapatillas estaban vacías.
Totoca se acercó, limpiándose los ojos.
—¿No te lo había dicho?
Diversas sensaciones, entremezcladas, se acumularon en mi alma. Era odio, rebelión y tristeza. Sin poder contenerme exclamé:
—¡Qué desgracia es tener un padre pobre!...
Desvié mis ojos de las zapatillas hacia otras que estaban detenidas frente a mí.
Papá se hallaba de pie, mirándonos. La tristeza había hecho enormes sus ojos. Parecía que habían crecido tanto, pero tanto, que cubrirían toda la pantalla del cine Bangú. Había en sus ojos una tristeza dolorida, tan fuerte, que aun queriendo llorar no lo hubiera logrado. Se quedó un minuto, que no acababa nunca, mirándonos; después pasó a nuestro lado, en silencio. Estábamos paralizados, sin poder decir nada. Tomó el sombrero que estaba sobre la cómoda y se fue de nuevo para la calle. Sólo entonces Totoca me tocó el brazo.
—Eres malvado, Zezé. Malvado como una serpiente. Por eso es que... Calló emocionado.
—No vi que estaba allí.
—Malvado. Sin corazón. Sabes que papá desde hace mucho tiempo está sin empleo.
Por eso ayer yo no podía tragar, mirando su rostro. Algún día vas a ser padre y entonces vas a saber lo que duele una hora de esas.
Para colmo, yo lloraba.
—Pero si no lo vi, Totoca, No lo vi.
—Sal de mi lado. No sirves para nada. ¡Vete!
Tuve ganas de salir corriendo por la calle y agarrarme llorando a las piernas de papá.
Decirle que había sido muy malo, realmente malo. Pero continuaba quieto, sin saber qué hacer. Necesité sentarme en la cama desde allí miraba mis zapatillas, siempre en el mismo rincón, vacías. Vacías como mi corazón, que fluctuaba sin gobierno.
—¿Por qué hice eso, Dios mío? Y precisamente hoy. ¿Por qué tenía que ser aun mas malo cuando ya todo estaba demasiado triste? ¿Con qué cara lo miraré a la hora del almuerzo? Ni la ensalada de frutas voy a conseguir que pase.
Y sus grandes ojos, como pantalla de cine, estaban pegados a mí, mirándome.
Cerraba los ojos y veía esos ojos grandes, grandes...
Mi talón dio en mi caja de lustrar zapatos y tuve una idea. Tal vez así papá me perdonase tanta maldad.
Abrí el cajón de Totoca y tomé en préstamo una lata más de pomada negra, porque la mía se estaba acabando. No hablé con nadie. Salí caminando, triste, por la calle, sin sentir el peso del cajoncito. Me parecía estar caminando sobre los ojos de él. Doliéndome dentro sus ojos.
Era muy temprano y la gente debía estar durmiendo a causa de la Misa y de la cena.
La calle estaba llena de chicos que exhibían y comparaban sus juguetes. Eso me abatió más todavía. Todos eran niños buenos. Ninguno de ellos haría nunca lo que yo había hecho.
Paré cerca del "Miseria y Hambre", esperando encontrar algún cliente. El cafetín estaba abierto hasta ese día. No por nada le habían puesto aquel sobrenombre. A él llegaba gente en pijama, de chinelas, de zuecos, pero nunca con zapatos.
No había tomado ni café y sin embargo no sentía hambre. Mi dolor era mucho mayor que cualquier apetito.
Caminé hasta la Calle del Progreso. Di vuelta al Mercado. Me senté en la calzada de la panadería de don Rosemberg, y nada.
El calor aumentó y la correa del cajoncito me hacía doler el hombro; fue necesario
cambiarlo de posición. Sentí sed y fui a beber en el grifo del Mercado.
—¿No está lindo, Godóia? Yo lo arreglé. En vez de enojarse, se recostó en la puerta y miró hacia arriba. Cuando bajó la cabeza tenía los ojos llenos de lágrimas.
—También tú estás lindo. ¡Oh! ¡Zezé!...
Se arrodilló y apoyó mi cabeza sobre su pecho.
—¡Dios mío! ¿Por qué la vida tendrá que ser tan dura para algunos?...
Se contuvo y comenzó a arreglarnos prolijamente.
—Te dije que no podría llevarlos, Zezé. Realmente, no puedo. Tengo tanto que hacer.
Primero vamos a tomar café, mientras pienso alguna cosa. Aunque quisiese, ya no habría tiempo para que me vistiera. . .
Puso nuestro tazón de café y cortó el pan. Continuaba mirándonos afligida.
—Tanto trabajo para ganarse unas porquerías de juguetes ordinarios. Claro que tampoco pueden dar cosas muy buenas para tantos pobres como hay. Hizo una pausa y continuó:
—Tal vez sea la única oportunidad. No puedo impedir que ustedes vayan. .. Pero, Dios mío, son muy chiquitos...
—Yo lo llevo a él con cuidado. Lo llevaré de la mano todo el tiempo, Godóia. Ni siquiera es necesario cruzar la carretera Río-San Pablo.
—Aun así es peligroso.
—No lo es, y yo tengo sentido de orientación.
Se rió, dentro de su tristeza.
—¿Quién te enseñó eso, ahora?
—Tío Edmundo. Dijo que Luciano lo tenía, y si Luciano, que es menor que yo lo tiene, yo lo tengo más...
—Voy a hablar con Jandira.
—Es perder el tiempo. Ella nos deja. Jandira solamente vive leyendo novelas y pensando en sus admiradores. No le importa.
—Vamos a hacer lo siguiente: terminen con el café y nos vamos luego al portón. Si pasa gente conocida que va para ese lado le pido que los acompañe.
No quise comer el pan para no demorar. Fuimos hacia el portón.
Gloria besó a Luis y después a mí. Conmovida preguntó sonriendo:
—¿Y aquel asunto del soldado raso y las polainas. . .?
—Son mentiras. No fue de corazón. Te vas a casar con un mayor de aviación lleno de estrellitas en el hombro.
—¿Por qué no fueron con Totoca?
—Totoca dijo que no iba para allá. Y que no estaba dispuesto a llevar "equipaje".
Salimos. Don Pasión nos mandaba ir adelante e iba a entregar las cartas en las casas.
Después apuraba el paso y nos alcanzaba. Volvía a repetir la acción, en seguida. Cuando
llegamos a la carretera Río-San Pablo, nos dijo sonriente:
—Hijos míos, estoy muy apurado. Ustedes están retrasando mi trabajo. Ahora vayan por ahí, que no hay ningún peligro.
Salió, de prisa, con el paquete de cartas y papeles debajo del brazo. Pensé, rabioso:
—¡Cobarde! Abandonar a dos criaturas en la carretera, después de haberle prometido a Gloria que nos llevaba.
Tomé con más fuerza la mano de Luis y continuamos la marcha. El cansancio ya comenzaba a manifestarse en él. Cada vez disminuía más sus pasos.
—Vamos, Luis. Ya estamos cerquita y hay muchos juguetes.
Caminaba un poco más rápidamente y volvía a retrasarse.
—Zezé, estoy cansado.
Abrió los brazos y lo cargué un tiempo. ¡Pero vaya! ¡Pesaba como si fuese plomo!
Cuando llegamos a la Calle del Progreso quien estaba bufando era yo.
—Ahora caminas otro poquito. El reloj de la iglesia dio las ocho.
—¿Y ahora? Había que estar allí a las siete y media. Pero no importa, hay mucha gente y van a sobrar juguetes. Traen un camión lleno.
—¡Zezé, me está doliendo un pie. !
Me incliné:
—Voy a aflojarte un poco el cordón y mejorará.
Ibamos cada vez más despacio. Parecía que el Mercado no llegaba nunca. Y después todavía teníamos que pasar la Escuela Pública y doblar a la derecha en la calle del Casino
Bangú. Lo peor de todo era el tiempo, que parecía volar a propósito.
Mi corazón comenzó a inquietarse.
Cuando llegamos, don Coquito estaba ya cerrando las puertas del Casino.
Extenuado, le dije al portero:
—Don Coquito, ¿ya se acabó todo?
—Todo, Zezé. Ustedes llegaron muy tarde. Esto fue como un alud.
Cerró media puerta y sonrió bondadosamente.
—¡El año que viene tienen que venir más temprano, dormilones!. . .
—No importa.
Pero sí que importaba. Estaba tan triste y desilusionado que hubiese preferido morir antes de que sucediese aquello.
—Tengo sed, Zezé.
—Cuando pasemos por lo de don Rosemberg pedimos un vaso de agua. Alcanza para los dos.
Solamente en ese momento descubrió toda la tragedia. Ni habló. Me miró haciendo pucheros y con los ojos perdidos.
—No importa, Luis. ¿Sabes? Voy a pedirle a Totoca que le cambie la cola a mi caballito
"Rayo de Luna" para dártelo como regalo de Papá Noel.
Pero continuó lloriqueando.
—No, no hagas eso. Tú eres un rey. Papá dijo que te bautizó Luis porque era nombre de rey. Y un rey no puede llorar en la calle, frente a los demás, ¿sabes?
Apoyé su cabeza en mi pecho y me quedé alisándole el cabello enrulado.
—Cuando sea grande, voy a comprar un coche bonito como el de don Manuel
Valadares. Ese del Portugués, ¿te acuerdas? Ese que pasó una vez delante de nosotros en la Estación, cuando estábamos saludando al Mangaratiba... Bueno, voy a comprar un cochazo lindo, lleno de regalos, y solo para ti... Pero no llores, que un rey no llora.
Mi pecho explotó con enorme amargura.
—Juro que lo voy a comprar. Aunque tenga que matar y robar...
No era mi pajarito el que me comentaba eso, allá adentro. Debía ser el corazón.
Solamente eso podía ser. ¿Por qué el Niño Jesús no me quería? El amaba hasta al buey y al burrito del pesebre. Pero a mí, no. Y él se vengaba porque yo era ahijado del diablo. Se vengaba de mí dejando a mi hermano sin su regalo. Pero Luis no merecía eso, porque era un ángel. Ningún angelito del cielo podía ser mejor que él.
—Zezé, estás llorando...
—En seguida pasa. Además, no soy un rey, como tú. Solamente soy una cosa que no sirve para nada. Un chico malo, bien malo... Apenas eso.
***
—Totoca, ¿fuiste a la casa nueva?—No. ¿Y tú?
—Siempre que puedo hago una corridita hasta allá.
—Y eso, ¿para qué?
—Quiero saber si Minguito está bien.
—¿Y quién diablos es Minguito?
—Mi planta de naranja-lima.
—Le encontraste un nombre bastante parecido a ella. Eres único para encontrarles nombres a las cosas.
Se rió y continuó afinando lo que sería el nuevo cuerpo de "Rayo de Luna".
—¿Y estaba allá?
—No creció nada.
—Ni crecerá si andas espiándola todo el tiempo. ¿Se está poniendo linda? ¿Es así como querías el cabo?
—Sí. Totoca, ¿por qué sabes hacer de todo, eh? Haces jaula, gallinero, vivero, cerca, cancela...
—Eso es porque no todo el mundo nació para ser poeta de corbata de moño. Pero si realmente quisieras, aprenderías.
—Me parece que no. Para eso es necesario tener "inclinación".
Se detuvo un instante y me miró, entre riendo y reprobando aquella posible novedad de tío Edmundo.
En la cocina estaba Dindinha, que había venido para hacer "rabanada"(5) mojada en vino. Era la cena de Nochebuena.
Le comenté a Totoca:
—Y mira, hay gente que ni siquiera tiene eso. El tío Edmundo dio el dinero para el vino y para comprar las frutas para la ensalada del almuerzo de mañana.
Totoca estaba haciendo el trabajo gratis, porque se había enterado de la historia del Casino Bangú. Por lo menos, Luis tendría un regalo. Una cosa vieja, usada, pero muy linda y que yo quería mucho.
—Totoca.
—Habla.
—¿Y no voy a recibir nada, nada, de Papá Noel?
—Pienso que no.
—Hablando seriamente, ¿crees que soy tan malo como dice todo el mundo?
—Malo, malo, no. Lo que pasa es que tienes el diablo en la sangre.
—¡Cuando llega la Nochebuena, querría tanto no tenerlo! Me gustaría tanto que antes de morir, por lo menos una vez, naciese para mí el Niño Jesús en vez del Niño Diablo.
—Quién sabe si a lo mejor el año que viene...
¿Por qué no aprendes y haces como yo?
—¿Y qué haces?
—No espero nada. Así no me decepciono. Ni siquiera el Niño Jesús es eso tan bueno que todo el mundo dice. Eso que el Padre cuenta y que el Catecismo dice...
Hizo una pausa y quedó indeciso entre contar el resto de lo que pensaba o no.
—¿Cómo es, entonces?
—Bueno, vamos a decir que fuiste muy travieso, que no merecías un regalo.
—Pero ¿Luis?
—Es un ángel.
—¿Y Gloria?
—También.
—¿Y yo?
—Bueno, a veces..., tomas mis cosas, pero eres muy bueno.
—¿Y Lalá?
—Pega muy fuerte, pero es buena. Un día me va a coser mi corbata de moño.
—¿Y Jandira?
—Jandira tiene ese modo... pero no es mala.
—¿Y mamá?
—Mamá es muy buena; cuando me pega lo hace con pena y despacito.
—¿Y papá?
—¡Ah, él no sé! Nunca tiene suerte. Creo que debe haber sido como yo, el malo de la familia.
—¡Entonces! Todos son buenos en la familia. ¿Y por qué el Niño Jesús no es bueno con nosotros? Vete a la casa del doctor Faulhaber y mira el tamaño de la mesa llena de cosas. Lo mismo en la casa de los Villas-Boas. Y en la del doctor Adaucto Luz, ni hablar...
Por primera vez vi que Totoca estaba casi llorando.
—Por eso creo que el Niño Jesús quiso nacer pobre sólo para exhibirse. Después El vio que solamente los ricos servían. . . Pero no hablemos más de eso. Hasta puede ser que lo que diga sea un pecado muy grande.
Se quedó tan abatido que no quiso conversar más. Ni siquiera quería levantar los ojos del cuerpo del caballo que pulía.
* * *
Tampoco habían ido a la Misa del Gallo. Lo peor era que nadie hablaba nada con nadie.
Más parecía el velorio del Niño Jesús que su nacimiento.
Papá agarró el sombrero y se fue. Salió, incluso en zapatillas, sin decir hasta luego ni desear felicidades. Dindinha sacó su pañuelo y se limpió los ojos, pidiendo permiso para irse en seguida con tío Edmundo. Y éste puso algún dinero en mi mano y en la de Totoca. A lo mejor hubiese querido dar más y no tenía. A lo mejor, en vez de darnos dinero a nosotros, desearía estar dándoselo a sus hijos, allá en la ciudad. Por eso lo abracé. Tal vez el único
abrazo de la noche de fiesta. Nadie se abrazó ni quiso decir algo bueno. Mamá fue al dormitorio. Estoy seguro de que ella estaba llorando, escondida. Y todos tenían ganas de hacer lo mismo. Lalá fue a dejar a tío Edmundo y a Dindinha en el portón, y cuando ellos se alejaron caminando despacito, despacito, comentó:
—Parece que están demasiado viejitos para la vida y cansados de todo...
Cuando entramos nuevamente, Gloria y Jandira estaban lavando la vajilla usada y Gloria tenía los ojos rojos como si hubiese llorado mucho.
Disimuló, diciéndonos a Totoca y a mí:
—Ya es la hora de que los chicos vayan a la cama.
Decía eso y nos miraba. Sabía que en ese momento allí no había ya ningún niño.
Todos eran grandes, grandes y tristes, cenando a pedazos la misma tristeza.
Quizá la culpa de todo la hubiera tenido la luz del farol medio mortecina, que había sustituido a la luz que la "Light" mandara cortar. Tal vez.
El reyecito, que dormía con el dedo en la boca sí era feliz. Puse el caballito parado, bien cerca de él. No pude evitar pasarle suavemente las manos por su pelo. Mi voz era un inmenso río de ternura.
—Mi chiquitito.
Cuando toda la casa estuvo a oscuras pregunté bien bajito:
—Estaba buena la "rabanada", ¿no es cierto, Totoca?
—No sé. Ni la probé.
—Se me puso una cosa rara en la garganta que no me dejaba pasar nada... Vamos a dormir. El sueño hace que uno se olvide de todo.
Yo me había levantado y hacía barullo en la cama.
—¿Adonde vas, Zezé?
—Voy a poner mis zapatillas del otro lado de la puerta.
—No las pongas. Es mejor.
—Las voy a poner, sí. A lo mejor sucede un milagro. ¿Sabes una cosa, Totoca?
Quisiera un regalo. Uno solo. Pero que fuese algo nuevo. Solo para mí...
Miró para el otro lado y enterró la cabeza debajo de la almohada.
***
En cuanto me desperté llamé a Totoca.—¿Vamos a ver? Yo digo que hay algo.
—Yo no iría a ver.
—¡Pues sí voy!
Totoca se acercó, limpiándose los ojos.
—¿No te lo había dicho?
Diversas sensaciones, entremezcladas, se acumularon en mi alma. Era odio, rebelión y tristeza. Sin poder contenerme exclamé:
—¡Qué desgracia es tener un padre pobre!...
Desvié mis ojos de las zapatillas hacia otras que estaban detenidas frente a mí.
Papá se hallaba de pie, mirándonos. La tristeza había hecho enormes sus ojos. Parecía que habían crecido tanto, pero tanto, que cubrirían toda la pantalla del cine Bangú. Había en sus ojos una tristeza dolorida, tan fuerte, que aun queriendo llorar no lo hubiera logrado. Se quedó un minuto, que no acababa nunca, mirándonos; después pasó a nuestro lado, en silencio. Estábamos paralizados, sin poder decir nada. Tomó el sombrero que estaba sobre la cómoda y se fue de nuevo para la calle. Sólo entonces Totoca me tocó el brazo.
—Eres malvado, Zezé. Malvado como una serpiente. Por eso es que... Calló emocionado.
—No vi que estaba allí.
—Malvado. Sin corazón. Sabes que papá desde hace mucho tiempo está sin empleo.
Por eso ayer yo no podía tragar, mirando su rostro. Algún día vas a ser padre y entonces vas a saber lo que duele una hora de esas.
Para colmo, yo lloraba.
—Pero si no lo vi, Totoca, No lo vi.
—Sal de mi lado. No sirves para nada. ¡Vete!
Tuve ganas de salir corriendo por la calle y agarrarme llorando a las piernas de papá.
Decirle que había sido muy malo, realmente malo. Pero continuaba quieto, sin saber qué hacer. Necesité sentarme en la cama desde allí miraba mis zapatillas, siempre en el mismo rincón, vacías. Vacías como mi corazón, que fluctuaba sin gobierno.
—¿Por qué hice eso, Dios mío? Y precisamente hoy. ¿Por qué tenía que ser aun mas malo cuando ya todo estaba demasiado triste? ¿Con qué cara lo miraré a la hora del almuerzo? Ni la ensalada de frutas voy a conseguir que pase.
Y sus grandes ojos, como pantalla de cine, estaban pegados a mí, mirándome.
Cerraba los ojos y veía esos ojos grandes, grandes...
Mi talón dio en mi caja de lustrar zapatos y tuve una idea. Tal vez así papá me perdonase tanta maldad.
Abrí el cajón de Totoca y tomé en préstamo una lata más de pomada negra, porque la mía se estaba acabando. No hablé con nadie. Salí caminando, triste, por la calle, sin sentir el peso del cajoncito. Me parecía estar caminando sobre los ojos de él. Doliéndome dentro sus ojos.
La calle estaba llena de chicos que exhibían y comparaban sus juguetes. Eso me abatió más todavía. Todos eran niños buenos. Ninguno de ellos haría nunca lo que yo había hecho.
Paré cerca del "Miseria y Hambre", esperando encontrar algún cliente. El cafetín estaba abierto hasta ese día. No por nada le habían puesto aquel sobrenombre. A él llegaba gente en pijama, de chinelas, de zuecos, pero nunca con zapatos.
No había tomado ni café y sin embargo no sentía hambre. Mi dolor era mucho mayor que cualquier apetito.
El calor aumentó y la correa del cajoncito me hacía doler el hombro; fue necesario
cambiarlo de posición. Sentí sed y fui a beber en el grifo del Mercado.
Me senté en el umbral de la Escuela Pública, que en breve habría de recibirme. Dejé el cajoncito en el suelo y me desanimé. Recosté la cabeza en las rodillas, como un muñeco,
y así me quedé, sin ganas de nada. Después escondí la cara entre las rodillas, cubriéndolas con mis brazos. Era mejor morir antes que volver a casa sin lo que pretendía.
Un pie golpeó mi cajón y una voz conocida y amiga me llamó:
—¡Eh!, lustrador, el que duerme no gana dinero.
Levanté la cara sin creerlo. Era don Coquito, el portero del Casino. Puso un pie y primero le pasé la franela. Después mojé el zapato y lo sequé. Y luego comencé a pasar la pomada con todo cuidado.
—Por favor, ¿puede levantar un poco el pantalón? Obedeció mi pedido.
—¿Lustrando hoy, Zezé?
—Nunca necesité tanto como hoy.
—¿Y qué tal fue la Nochebuena?
—Regular.
Golpeé con el cepillo en el cajón y cambió de pie. Repetí la maniobra y entonces comencé a lustrar. Cuando terminé, golpeé en el cajón y retiró el pie.
—¿Cuánto es, Zezé?
—Dos cruzeiros.
—¿Por qué solamente dos? Todos cobran cuatro.
—Solamente cuando sea un buen lustrador podré cobrar tanto. Por ahora, no.
Sacó cinco cruzeiros y me los dio.
—¿No quiere pagarme después? No trabajé nada hasta ahora.
—Quédate con el vuelto por ser Navidad. Hasta luego.
—Felices fiestas, don Coquito.
Quizá había venido a hacerse lustrar los zapatos por lo que sucediera tres días antes...
Sentir el dinero en el bolsillo me dio cierto ánimo que no duró mucho; ya eran más de las dos de la tarde, la gente charlaba por las calles, ¡y nada! Nadie, ni para sacarles el polvo
y soltar unas monedas.
Me puse cerca de un poste de la Río-San Pablo, y de vez en cuando soltaba mi voz —¡Se lustra, patrón! ¡Lústrese para ayudar a la Navidad de los pobres!
Un coche de rico se detuvo cerca. Aproveché para gritar, sin ninguna esperanza.
—Deme una manita, doctor. Aunque solo sea para ayudar a la Navidad de los pobres.
La señora, bien vestida, y los niños sentados atrás, se quedaron mirándome, mirando.
La señora se conmovió.
—Pobrecito, tan chico y tan pobrecito. Dale algo, Arturo.
El hombre me examinó con desconfianza.
—Ese es un pícaro, y de los bien vivos. Está aprovechándose de su edad y del día.
—Aunque así sea, yo le voy a dar. Ven acá, chiquito.
Abrió la cartera y estiró la mano por la ventanilla.
—No, señora, gracias. No estoy mintiendo. Solamente quien lo necesita mucho trabaja en Navidad.
Tomé mi cajoncito, lo colgué en mi hombro y me fui caminando despacito. Ese día no sentía fuerzas ni Para tener rabia.
Pero la puerta del coche se abrió y un niño echó a correr detrás de mí.
—Toma. Te manda decir mi mamá que no cree que seas un mentiroso.
Me puso otros cinco cruzeiros en el bolsillo y ni esperó que le agradeciera...
Solamente escuché el rugido del motor que se alejaba.
Ya habían pasado cuatro horas y yo continuaba con los ojos de papá martirizándome.
Busqué el camino de vuelta. Diez cruzeiros no alcanzaban, pero en todo caso podría ser que el "Miseria y Hambre" me hiciese un precio más barato, o me permitiera pagar el resto otro día.
En el rincón de una cerca me llamó la atención una cosa. Era una media negra y roja, de mujer. Me incliné y la recogí. Arrollé mi mano en ella y quedó finita. Guardé la media en el cajón, pensando: "Hará una linda cobra".
Pero me enojé conmigo mismo. "Otro día. Hoy, de ninguna manera..."
Llegué cerca de la casa de los Villas-Boas. La casa tenía un gran jardín y el piso todo de cemento. Sergito andaba por entre las plantas en una hermosa bicicleta. Apoyé la cara en la reja para espiar:
Era toda roja y con rayas amarillas y azules. El metal deslumbraba, de tan brillante.
Sergito me vio y se puso a hacer demostraciones. Corría, hacía curvas, daba frenadas que llegaban a chirriar. Entonces se me acercó.
—¿Te gusta?
—Es la bicicleta más linda del mundo.
—Acércate más al portón, que la vas a ver mejor. Sergito era de la misma edad y grado que Totoca. Sentí vergüenza de mis pies descalzos, porque él usaba zapatos de charol, medias blancas y ligas de elástico rojo. En el brillo de los zapatos se reflejaba todo. Hasta los ojos de papá comenzaron a mirarme desde ese brillo. Tragué en seco.
—¿Qué te pasa, Zezé? Estás raro.
—Nada. De cerca todavía es más bonita. ¿Te la regalaron por la Navidad?
—Sí.
Bajó de la bicicleta para conversar mejor y abrió el portón.
—Tuve muchísimos regalos. Una victrola, tres trajes, un montón de libros de cuentos, una caja de lápices de colores de las grandes. Una caja con juegos, un avión que mueve la hélice. Dos barcos con vela blanca. . .
Bajé la cabeza y me acordé del Niño Jesús, al que solamente le gustaba la gente rica, como decía Totoca.
—¿Qué pasa, Zezé?
—Nada.
—Y a ti, . . ¿te regalaron muchas cosas? Negué con la cabeza, sin poder responder.
—Pero, ¿nada? ¿De verdad, nada?
—Este año no tuvimos Navidad en casa. Papá todavía está sin empleo.
—¡No es posible! ¿Así que ustedes no tuvieron castañas, ni avellanas, ni vino?. . .
—Apenas "rabanada", que hizo Dindinha, y café. Sergito se quedó pensativo.
—Zezé, si yo te convido, ¿aceptas? Estaba adivinando de qué se trataba. Pero, aun sin haber comido, no tenía deseos.
—Vamos adentro. Mamá te hace un plato. Hay tantas cosas, tantos dulces...
No me arriesgaba. Había sido muy maltratado en esos días. Más de una vez había escuchado: "¿No te dije Que no me traigas mocosos de la calle a casa?".
—No, muchas gracias.
—Está bien. Y si le pido a mamá que haga un paquete de castañas y otras cosas para que se lo lleves a tu hermanito, ¿lo llevas?
—No puedo. Tengo que terminar de trabajar. Recién en ese momento Sergito descubrió mi cajoncito de lustrar, sobre el que me había sentado.
—Pero nadie se lustra en Navidad...
—Me pasé todo el día y solo conseguí ganar diez cruzeiros, y eso que cinco me los dieron de limosna. Todavía tengo que ganar dos más.
—¿Para qué, Zezé?
—No te lo puedo contar. Pero los necesito mucho. Se sonrió y tuvo una idea generosa.
—¿Quieres lustrar mis zapatos? Te doy diez cruzeiros.
—Tampoco puedo. No les cobro a los amigos.
—¿Y si te los doy, es decir, si te presto los diez cruzeiros?
—¿Y puedo demorar en pagarte?
—Como quieras. Hasta puedes pagarme después en bolitas.
—Así, sí.
Metió la mano en el bolsillo y me dio una moneda.
—No te aflijas, que recibí mucho dinero. Tengo la alcancía llena.
Pasé la mano por la rueda de la bicicleta.
—Es realmente linda.
—Cuando crezcas y sepas andar te dejaré dar una vuelta, ¿está bien?
—Bueno.
Me lancé en una carrera enloquecida hasta el cafetín de "Miseria y Hambre", zangoloteando el cajón de lustrar.
Entré como un huracán, con miedo de que fuesen a cerrar ya.
—Señor, ¿tiene todavía de aquellos cigarrillos caros?
Tomó dos paquetes cuando vio el dinero en la palma de mi mano.
—¿Esto no es para ti, verdad, Zezé?
Una voz dijo, atrás:
—¡Qué idea! ¡Un chico de esa edad!
Sin darse vuelta, le contestó:
—Porque usted no conoce a este cliente de cualquier cosa.
—Es para papá.
Sentía una enorme felicidad haciendo rodar las monedas en la palma de la mano.
—¿Ese o éste?
—Tú sabrás.
—Pasé todo el día trabajando para comprarle a papá este regalo de Navidad.
—¿De verás, Zezé? ¿Y él que te regaló?
—Nada, pobre. Todavía está sin empleo, usted ya sabe.
Se emocionó y nadie habló en el bar.
—¿Cuál le gustaría más, si fuese para usted?
—Los dos son lindos. Y a cualquier padre le gustaría recibir un regalo así.
—Envuélvame éste, por favor. Hizo el paquete, pero estaba medio raro cuando me lo
entregó. Como si quisiera decirme algo y no pudiera. Le entregué el dinero y sonreí.
—Gracias, Zezé.
—¡Que tenga felices fiestas!...
Corrí de nuevo hasta llegar a casa.
También había llegado la noche. Solamente en la cocina estaba encendida la luz del farol. Habían salido todos, pero papá estaba sentado a la mesa, mirando la pared vacía.
Tenía el rostro apoyado en la palma de la mano, y el codo en la mesa.
—Papá.
—¿Qué, hijo?
No había rencor alguno en su voz.
—¿Dónde estuviste todo el día?
Le mostré mi cajoncito de lustrar zapatos.
Lo dejé en el suelo y metí la mano en el bolsillo para sacar mi paquetito.
—Mira, papá, compré una cosa linda para ti. Sonrió comprendiendo todo lo que eso
había costado.
—¿Te gusta? Era el mejor. Abrió el paquete y aspiró el tabaco, sonriendo, pero sin conseguir decir nada.
—Fuma uno, papá.
Fui hasta el fogón para buscar un fósforo. Lo encendí, aproximándolo al cigarrillo que tenía en la boca.
Me alejé para ver la primera bocanada. Y algo me pasó. Arrojé al suelo el fósforo apagado. Y sentí que estaba explotando. Destrozándome todo por dentro. Reventando ese dolor tan grande que me había amenazado todo el día.
Miré a papá, su rostro barbudo, sus ojos.
Solo pude decirle:
—Papá... Papá...
Y la voz fue consumiéndose entre lágrimas y sollozos.
El abrió los brazos y me estrechó tiernamente:
—No llores, hijito. Vas a tener que llorar mucho en la vida si continúas siendo un chico tan emotivo...
—Yo no quería, papá... Yo no quería decir... eso.
—Ya lo sé. Ya lo sé. Además, no me enojé porque en el fondo tenías razón.
Me acunó un poco más.
Después levantó mi rostro y lo secó con la servilleta que estaba allí cerca.
—Así está mejor.
Levanté mis manos y acaricié su cara. Pasé suavemente los dedos sobre sus ojos, intentando colocarlos en su lugar, sin aquella pantalla grande. Tenía miedo de que si no lo hacía esos ojos fueran a seguirme durante toda la vida.
—Vamos a acabar mi cigarrillo. Todavía con la voz temblorosa de emoción, pude tartamudear:
—Sabes, papá, cuando me quieras pegar nunca más voy a protestar... Puedes pegarme, no más...
—Está bien. Está bien, Zezé. Me depositó en el suelo, junto con el resto de mis sollozos. Tomó un plato del armario.
—Gloria te guardó un poco de ensalada de frutas. Yo no conseguía tragar. Se sentó y
fue llevando hasta mi boca pequeñas cucharadas. —Ahora pasó, ¿no es cierto que sí, hijo?
Hice que sí con la cabeza, pero las primeras cucharadas entraban en mi boca con gusto salado. El resto de mi llanto demoraba en pasar.
Casa nueva. Vida nueva y esperanzas simples, simples esperanzas. Allá iba yo entre don Arístides y el ayudante, en lo alto del carro, alegre como el día caliente.
Cuando el carro salió de la calle empedrada y entró en la Río-San Pablo fue una maravilla; ahora se deslizaba suave y agradablemente.
Pasó un coche de lujo a nuestro lado.
—Allá va el automóvil del portugués Manuel Valadares.
Cuando íbamos atravesando la esquina de la Calle de las Represas, un pito desde lejos llenó la mañana.
—Mire, don Arístides. Allá va el Mangaratiba.
—Lo sabes todo, ¿no?
—Conozco el sonido.
Solo se escuchaba el "toc-toc" de las patas de los caballos en el camino. Observé que el carro no era muy nuevo. Al contrario. Pero era firme, económico. Con otros dos viajes
traeríamos todos nuestros cachivaches. El burro no parecía muy firme. Pero resolví ser
agradable.
—Su carro es muy lindo, don Arístides.
—Sirve para lo que es.
—Y también el burro es lindo. ¿Cómo se llama?
—"Gitano".
Parecía no querer conversar.
—Hoy es un día muy feliz para mí. La primera vez que ando en carro. Encontré el automóvil del Portugués y escuché al Mangaratiba.
Silencio. Nada.
—Don Arístides, ¿El Mangaratiba es el tren más importante del Brasil?
—No. Pero es el más importante de esta línea.
Realmente no valía la pena. ¡Qué difícil era a veces entender a la gente grande!
Cuando llegamos frente a la casa, le entregué la llave e intenté ser cordial...
—¿Quiere que le ayude en alguna cosa?
—Ayudarás si no andas encima de la gente, molestando. Anda a jugar, que cuando sea la hora de volver te llamaré.
Di un salto y me fui.
—Minguito, ahora vamos a vivir siempre uno cerca del otro. Voy a ponerte tan lindo que ningún árbol podrá llegarte a los pies. Sabes, Minguito, acabo de viajar en un carro tan grande y suave que parecía una diligencia de aquellas de las películas de cine. Mira, todas
las cosas de las que me entere te las vendré a contar, ¿de acuerdo?
Me acerqué al pasto de la valla y miré el agua sucia, que corría.
—¿Cómo fue que dijimos el otro día que íbamos a llamar a este río?
—Amazonas.
—Eso mismo, Amazonas. Allá abajo, debe estar lleno de canoas de indios salvajes,
¿no es cierto Minguito?
—Ni me lo digas. Solamente puede estar así, lleno de canoas e indios.
No bien comenzaba la conversación y ya estaba don Arístides cerrando la casa y llamándome.
—¿Te quedas o vienes con nosotros?
—Voy a quedarme. Mamá y mis hermanas ya deben venir por la calle.
Y me quedé mirando cada cosa de cada rincón.
* * *
Al comienzo, por etiqueta, o porque quería impresionar a los vecinos, me portaba bien. Pero una tarde rellené una media negra de mujer. La envolví en un hilo y corté la punta del
pie. Después, donde había estado el pie puse un hilo bien largo de barrilete y lo até.
De lejos, empujando despacito, parecía una cobra y en la oscuridad iba a tener gran éxito.
De noche, cada uno cuidaba de su vida. Parecía que la casa nueva hubiera cambiado el espíritu de todos. En la familia reinaba una alegría como desde hacía mucho tiempo no la
había.
Me quedé quietecito en el portal, esperando. La calle vivía de la poca iluminación de los postes, y las cercas de altos "Crótons" (6) sombreaban los rincones.
Seguramente que algunos estarían haciendo guardia en la Fábrica, y eso que no eran más de las ocho. Difícilmente eran las nueve. Pensé un momento en la Fábrica. No me gustaba. Su sirena triste en las mañanas se hacía más desagradable a las cinco de la tarde.
La Fábrica era un dragón que devoraba gente todo el día y vomitaba a su personal de noche, muy cansado. Y menos me gustaba porque mister Scottfield se había portado mal con papá.
. . ¡Listo! Por allá venía una mujer. Traía una sombrilla debajo del brazo y una cartera colgando de la mano. Se alcanzaba a escuchar el ruido de los zuecos golpeando la calle con sus tacones.
Corrí a esconderme en el portal y probé el hilo que arrastraba la cobra. Ella obedeció.
Estaba perfecta. Entonces me escondí bien escondidito detrás de la sombra de la cerca y me quedé con el hilo entre los dedos. Los zuecos venían acercándose, más cerca, más cerca todavía, y ¡zas! Comencé a tirar de la cobra que se deslizó despacio en medio de la calle.
¡Solo que yo no esperaba aquello! La mujer dio un grito tan grande que despertó a toda la calle. Largó la bolsa y la sombrilla para arriba y se apretó la barriga sin dejar de gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro!. . . Una cobra, amigos.
¡Ayúdenme!
Las puertas se abrieron y solté todo, corrí hacia la casa, entré en la cocina. Destapé rápidamente el cesto de la ropa sucia y me metí dentro, cubriendo de nuevo el cesto con la
tapa. Mi corazón latía, asustado, y continuaba escuchando los gritos de la mujer:
—¡Ay! ¡Dios mío, voy a perder a mi hijo de seis meses!
En ese momento no solamente estaba asustado, sino que comencé a temblar.
Los vecinos la llevaron para adentro y los sollozos y las quejas continuaban.
—¡No puedo más, no puedo más! ¡Y una cobra, con el miedo que les tengo!
—Tome un poco de agua de flor de naranjo. Cálmese. Quédese tranquila, que los hombres fueron detrás de la cobra armados con palos, machetes y un farol para alumbrarse.
¡Qué lío de los mil diablos por causa de una cobrita sin importancia! Pero lo peor de todo es que la gente de casa también había ido a mirar. Jandira, mamá y Lalá.
—¡Pero si no es una cobra, amigos! Apenas es una media vieja de mujer.
En mi miedo había olvidado tirar de la "cobra". Estaba frito.
Atrás de la cobra venía el hilo y el hilo entraba en nuestra casa.
Tres voces conocidas hablaron al mismo tiempo:
—¡Fue él!
Ya no se trataba de la caza de una cobra. Miraron debajo de las camas. Nada.
Pasaron cerca de mí, y yo ni respiré. Fueron del lado de afuera para mirar la casa. Jandira
tuvo una idea:
—¡Me parece que ya sé dónde está!
Levantó la tapa del cesto y fui levantado por las orejas y llevado hasta el comedor.
Mamá me pegó duro esa vez. El zapato cantó y tuve que gritar para disminuir el dolor y que ella dejara de castigarme.
—¡Pestecita! Tú no sabes qué duro es cargar un hijo de seis meses en la barriga.
Lalá comentó, irónica:
—¡Ya estaba demorando mucho en estrenar la calle!
—Y ahora a la cama, sinvergüenza.
Salí frotándome el traste y me acosté de bruces. Fue una suerte que papá hubiese ido a jugar a las cartas. Me quedé en la oscuridad tragándome el resto del llanto y pensando que la cama era la mejor cosa del mundo para curarse de una zurra.
* * *
Al día siguiente me levanté temprano. Tenía dos cosas muy importantes que hacer: primero, espiar un poco como quien no quiere. Si la cobra todavía estaba por allá, la agarraría para esconderla dentro de la camisa. Todavía podría usarla en otra parte. Pero no estaba. Iba a ser difícil encontrar otra media que diese una cobra tan buena como aquélla.
Me volví de espaldas y me fui caminando a casa de Dindinha. Necesitaba hablar con tío Edmundo.
Entré allá sabiendo que todavía era temprano para su vida de jubilado. Por lo tanto, no habría salido para jugar a la quiniela, hacer su fiestita, como él decía, y comprar los diarios.
Y así fue; estaba en la sala haciendo un nuevo "solitario".
—¡La bendición, tiíto!
No respondió. Estaba haciéndose el sordo. En casa todos decían que a él le gustaba hacer así cuando no le interesaba la conversación.
Conmigo no lo hacia. Además (¡cómo me gustaba la palabra además!), Conmigo nunca era demasiado sordo. Le tironeé la manga de la camisa, y como siempre me parecieron lindos los tirantes de ajedrez blanco y negro.
—¡Ah! Eres tú. . .
Estaba haciendo como si no me hubiera visto.
—¿Cómo es el nombre de ese "solitario", tío?
—Es el del reloj.
—Es lindo.
Yo ya conocía todas las cartas de la baraja. La única que no me gustaba mucho era la sota. No sé por qué, tenía aspecto de sirviente del rey.
—Sabes, tío, vine a conversar una cosa contigo.
—Estoy terminando, en cuanto acabe conversaremos.
Pero en seguidita mezcló todas las cartas.
—¿No salió?
—No.
Hizo un montoncito con las cartas y las dejó a un lado.
—Bien, Zezé, si tu asunto es un "asunto" de dinero —restregó los dedos— no tengo un céntimo.
—¿Ni una monedita para bolitas?
Se sonrió.
—Una monedita puede ser, ¿quién sabe? Iba a meter la mano en el bolsillo, pero lo interrumpí.
—Estoy haciendo una broma, tío, no es nada de eso.
—Entonces ¿de qué se trata?
Sentía que él se encantaba con mis "precocidades" y, después de que yo le leyera sin aprender, las cosas habían mejorado mucho.
—Quiero saber una cosa muy importante. ¿Eres capaz de cantar sin estar cantando?
—No entiendo bien.
—Así —y canté una estrofa de "Casita Pequeñita".
—Pero estás cantando, ¿no es verdad?
—Ahí está la cosa. Yo puedo hacer todo eso por dentro sin cantar por fuera.
Rió de mi simplicidad, pero no sabía adonde quería llegar.
—Mira, tío, cuando yo era pequeñito pensaba que tenía un pajarito aquí adentro y que cantaba. Era él quien cantaba.
—¡Aja! Es una maravilla que tengas un pajarito así.
—No entendiste. Pasa que ahora ando medio desconfiado de ese pajarito. ¿Y cuando hablo y veo por dentro?
Entendió y se rió de mi confusión.
—Voy a explicarte, Zezé. ¿Sabes lo que es eso? Eso significa que estás creciendo. Y creciendo, esa cosa que dices que habla y ve se llama pensamiento. El pensamiento es lo que hace aquello que una vez yo dije que tendrías muy pronto...
—¿La edad de la razón?
—Es muy bueno que te acuerdes. Entonces sucede una maravilla. El pensamiento crece, crece y toma por su cuenta toda nuestra cabeza y nuestro corazón. Vive en nuestros ojos y en todos los momentos de nuestra vida.
—Ya sé. ¿Y el pajarito?
—El pajarito fue hecho por Dios para ayudar a las criaturas a descubrir las cosas.
Después, cuando el niño ya no lo necesita más, devuelve el pajarito a Dios. Y Dios lo coloca
en otro niño inteligente como tú. ¿No es lindo eso?
Reí feliz porque estaba teniendo un "pensamiento".
—Sí. Y ahora me voy.
—¿Y la monedita?
—Hoy no. Voy a estar muy ocupado.
Salí por la calle pensando en todo. Pero estaba recordando una cosa que me ponía muy triste. Totoca tenía un pájaro muy lindo, tan manso que subía a su dedo cuando le cambiaba el alpiste. Podía hasta dejar la puerta abierta que no se escapaba. Un día Totoca se olvidó de él y lo dejó al sol. Y el sol caliente lo mató. Me acordaba de Totoca con él en la mano y llorando, llorando con el pajarito muerto apoyado en el rostro. Y decía:
—Nunca más, nunca más voy a tener preso a un pajarito.
Yo estaba con él y le dije:
—Totoca, yo tampoco voy a tener a ninguno preso. Llegué a casa y fui derecho a ver a Minguito.
—Xururuca, vine a hacer una cosa.
—¿Qué es?
—¿Vamos a esperar un poco?
—Vamos. Me senté y recosté mi cabeza en su tronquito.
—¿Qué es lo que vamos a esperar, Zezé?
—Que pase una nube bien linda por el cielo.
—¿Para qué?
—Voy a soltar a mi pajarito. Sí, voy a soltarlo; ya no lo preciso más...
Nos quedamos mirando el cielo.
—¿Es ésa, Minguito?
La nube venía caminando muy despacio, bien grande, como si fuese una hoja blanca toda recortada.
—Es aquélla, Minguito. Me levanté, emocionado, y abrí mi camisa. Sentí que él iba saliendo de mi pecho flaco.
—Vuela, vuela, pajarito mío. Bien alto. Súbete hasta pararte en el dedo de Dios. Dios te va a llevar hasta otro niño y vas a cantarle lindo, como siempre cantaste para mí. ¡Adiós, mi pajarito lindo!
Sentí un interminable vacío interior.
—Mira, Zezé. Se posó en el dedo de la nube.
—Ya lo vi... Recosté mi cabeza en el corazón de Minguito y me quedé mirando la nube, que seguía su camino.
—Nunca fui malo con él...
Di vuelta mi cara contra su rama.
—Xururuca.
—¿Qué pasa?
—¿Es feo si me pongo a llorar?
—Nunca es feo llorar, bobo. ¿Por qué?
—No sé, todavía no me acostumbré. Parece como si aquí adentro mi jaula hubiese quedado vacía. . .
* * *
Gloria me había llamado muy temprano.
—Déjame ver las uñas.
Le mostré las manos y ella aprobó.
—Ahora las orejas.
—¡Uyuyuy, Zezé!
Me llevó hasta la pileta, mojó un trapo con jabón y fue restregando mi suciedad.
—¡Nunca vi a una persona decir que es un guerrero Pinagé y vivir siempre sucio! Anda calzándote mientras busco una ropita decente para ti.
Fue a mi cajón y revolvió. Revolvió más. Y cuanto más revolvía menos encontraba.
Todos mis pantaloncitos estaban rotos, agujereados, remendados o zurcidos.
—No se necesitaba ni contarlo a nadie. Solamente viendo este cajón la gente descubriría enseguida el niño terrible que eres. Ponte éste, que es el menos malo.
Y nos dirigimos hacia el descubrimiento "maravilloso" que yo iba a hacer.
Llegamos cerca de la Escuela, adonde un montón de personas habían llevado a sus niños para inscribirlos.
—No vayas a hacer un papel triste ni a olvidarte de nada Zezé.
Nos sentamos en una sala llena de chicos, y todos se miraban unos a otros. Hasta que llegó nuestro turno y entramos en el escritorio de la directora.
—¿Es su hermanito?
—Sí, señora. Mamá no pudo venir porque trabaja en la ciudad.
Ella me miró bastante y sus ojos parecían grandes y negros porque los anteojos eran muy gruesos. Lo gracioso es que tenía bigotes de hombre. Por eso seguramente era la directora.
—¿No es muy pequeño el niño?
—Es muy delgadito para la edad. Pero ya sabe leer.
—¿Qué edad tienes, niño?
—El día 26 de febrero cumplí seis años, sí, señora.
—Muy bien. Vamos a hacer la ficha. Primero los datos familiares.
Gloria dio el nombre de papá. Cuando tuvo que dar el de mamá, ella dijo solamente:
Estefanía de Vasconcelos. Yo no aguanté y solté mi corrección.
—Estefanía Pinagé de Vasconcelos.
—¿Cómo?
Gloria se puso un poco colorada.
—Es Pinagé. Mamá es hija de indios.
Me puse todo orgulloso porque yo debía ser el único que tenía nombre de indio en esa escuela.
Después Gloria firmó un papel y quedó de pie, indecisa.
—Alguna otra cosa, muchacha...
—Quisiera saber sobre los uniformes... Usted sabe... Papá está sin empleo y somos bastante pobres.
Y eso quedó comprobado cuando me mandó que diese una vuelta para ver mi tamaño y número, y acabó viendo mis remiendos.
Escribió un número en un papel y nos mandó adentro a buscar a doña Eulalia.
También doña Eulalia se admiró por mi tamaño, y aun el uniforme más pequeño que tenía me hacía aparecer un pollito emplumado.
—El único es éste, pero es grande. ¡Qué niño menudito!. . .
—Lo llevo y lo acorto.
Salí todo contento con mis dos uniformes de regalo. ¡Imagínense la cara de Minguito cuando me viese con ropa nueva y de alumno!
Con el pasar de los días yo le contaba todo. Cómo era, cómo no era...
—Tocan una campana grande. Pero no tanto como la de la iglesia. ¿Sabes, no? Todo el mundo entra en el patio grande y busca el lugar que tiene su maestra. Entonces ella viene y hace que formemos una fila de cuatro, y vamos todos, como si fuésemos carneritos, adentro de la clase. Uno se sienta en un banco que tiene una tapa que abre y cierra, y allí lo guarda todo. Voy a tener que aprender un montón de himnos porque la profesora dijo que, para ser un buen brasileño y "patriota", uno tiene que saber el himno de nuestra tierra.
Cuando lo aprenda te lo canto, ¿sabes, Minguito?...
Y vinieron las novedades. Y las peleas. Los descubrimientos de un mundo donde todo era nuevo.
—Nenita, ¿adonde llevas esa flor?
Ella era limpita y traía en la mano el libro y el cuaderno forrados. Usaba dos trencitas.
—Se la llevo a mi maestra.
—¿Por qué?
—Porque a ella le gustan las flores. Y toda alumna aplicada le lleva una flor a su maestra.
—¿Los niños también pueden llevarle?
—Si a su profesora le gusta, sí.
—¿De veras?
—Sí.
Nadie le había llevado ni siquiera una flor a mi maestra, Cecilia Paim. Debía ser porque ella era fea. Si no hubiese tenido esa mancha en el ojo, no habría sido tan fea. Pero era la única que me daba una moneda para comprar una galleta rellena al dulcero, de vez en cuando, cuando llegaba el recreo.
Comencé a reparar en las otras clases: todos los floreros, sobre la mesa, tenían flores.
Solo el florero de la mía continuaba vacío.
* * *
Mi aventura mayor fue aquélla.
—¿Sabes una cosa, Minguito? Hoy agarré un "murciélago".
—¿Ese famoso Luciano, que decías que iba a venir a vivir aquí, en los fondos?
—No, bobo. Un "murciélago"(7) de caminar. Uno agarra los coches que pasan despacio cerca de la escuela y se pega en la rueda trasera. Y así viaja que es una belleza. Cuando llega a la esquina en la que va a entrar y se detiene para ver si viene otro coche, uno salta.
Pero salta con cuidado. Porque si salta a velocidad se achata el trasero en el suelo y se roza
los brazos.
Y así conversaba sobre todo lo que sucedía en la clase y en el recreo. Había que ver cómo se hinchó de orgullo cuando le conté que, en la clase de lectura, Cecilia Paim dijo que yo era el que mejor leía. El mejor "lecturero". Me quedé con ciertas dudas y resolví que en la primera oportunidad le preguntaría a tío Edmundo si realmente era "lecturero".
—Pero, hablando de nuevo del "murciélago", Minguito. Para que tengas una idea de cómo es resulta casi tan lindo como andar a caballo sobre tus ramas.
—Pero conmigo no corres peligro.
—No corro, ¿eh? ¿Y cuando galopas como loco por las campiñas del Oeste, cuando voy a cazar bisontes y búfalos? ¿Ya te olvidaste?
Tuvo que manifestarse de acuerdo porque nunca podía discutir conmigo y ganar.
—Pero hay uno, Minguito, hay uno en el que nadie tiene coraje de subir. ¿Sabes cuál es? Aquel cochazo del Portugués, de Manuel Valadares. ¿Viste alguna vez nombre más feo que ése? Manuel Valadares...
—Es feo, sí. Pero estoy pensando en otra cosa.
—¿Te crees que no sé en lo que estás pensando? Sí que lo sé. Pero por el momento, no. Déjame entrenarme más. Después me arriesgo. . .
* * *
Y los días fueron pasando en toda esa alegría. Una mañana aparecí con una flor para mi maestra. Ella se puso muy emocionada y dijo que yo era un caballero.
—¿Sabes lo que es eso, Minguito?
—Caballero es una persona muy bien educada, que se parece a un príncipe.
Y todos los días fui tomando gusto por las clases y aplicándome cada vez más. Nunca vino una queja contra mí. Gloria decía que dejaba mi diablito guardado en el cajón y me volvía otro chico.
—¿Crees eso, Minguito?
—Me parece que sí.
—Entonces yo, que te iba a contar un secreto, ¡ahora no te lo cuento!
Me fui enojado con él. Pero no le dio demasiada importancia a eso, porque sabía que mis enojos no duraban mucho.
El secreto tendría lugar a la noche, y mi corazón casi escapaba del pecho, de tanta ansiedad. Demoraba la Fábrica en hacer sonar su sirena, y la gente en pasar. Los días de verano tardaba en llegar la noche. Hasta la hora de la comida no llegaba. Me quedé en el portal viéndolo todo, sin acordarme de la cobra ni pensar en nada.
Estaba sentado, esperando a mamá. Hasta Jandira se extrañó y me preguntó si estaba con dolor de barriga por haber comido fruta verde.
En la esquina apareció el bulto de mamá. Era ella. Nadie en el mundo se le parecía.
Me levanté de un salto y corrí a su encuentro.
—La bendición, mamá —y besé su mano. Hasta en la calle mal iluminada veía su rostro muy cansado.
—¿Trabajaste mucho hoy, mamá?
—Mucho, hijito. Hacía tanto calor dentro del telar que nadie aguantaba.
—Dame la bolsa; estás muy cansada. Comencé a llevar la bolsa con la marmita vacía adentro.
—¿Muchas picardías, hoy?
—Poquito, mamá.
—¿Por qué viniste a esperarme?
Ella había comenzado a adivinar.
—Mamá, ¿me quieres por lo menos un poquito?
—Te quiero como a los otros. ¿Por qué?
—Mamá, ¿conoces a Nardito? El que es sobrino de "Pata Chueca". Se rió.
—Ya lo recuerdo.
—¿Sabes una cosa mamá? La mamá de él le hizo un traje muy lindo. Es verde con unas listitas blancas. Tiene un chaleco que se abotona en el cuello. Pero le quedó chico.
Y él no tiene ningún hermano pequeño para que lo aproveche. Y dice que lo quería vender. . .
¿Me lo compras?
—¡Ay, hijo! ¡Las cosas están difíciles!
—Pero lo vende a pagar en dos veces. Y no es caro. No se paga ni la hechura.
Estaba repitiendo las frases de Jacob, el prestamista. Ella guardaba silencio, haciendo cuentas.
—Mamá, soy el alumno más estudioso de mi clase. La profesora dice que voy a ganar un premio. . . ¡Cómpramelo, mamá! Desde hace mucho tiempo no tengo ninguna ropa nueva. Pero el silencio de ella llegaba a angustiar.
—Mira, mamá, si no es ése nunca voy a tener mi traje de poeta. Lalá me haría una corbata así, de moño grande, con un pedazo de seda que ella tiene...
—Está bien, hijo. Voy a hacer una semana de horas extra y te compraré tu trajecito.
Le besé la mano y fui caminando con el rostro apoyado en su mano hasta entrar en casa.
Así fue como tuve mi traje de poeta. Y quedé tan lindo que tío Edmundo me llevó a sacarme un retrato.
***
La escuela. La flor. La flor. La escuela...
Todo iba muy bien hasta que Godofredo entró en mi clase. Pidió permiso y fue a hablar con Cecilia Paim. Sólo sé que señaló la flor en el florero. Después salió. Ella me miró con tristeza.
Cuando terminó la clase me llamó.
—Quiero hablar algo contigo, Zezé. Espera un poco.
Se puso a acomodar su cartera y parecía que no iba a terminar nunca. Veía que no tenía ningún deseo de hablarme y buscaba coraje en sus cosas. Al final se decidió.
—Godofredo me contó algo muy feo de ti, Zezé. ¿Es verdad?
Moví la cabeza afirmativamente.
—¿De la flor? Sí, es cierto, señorita.
—¿Cómo lo haces?
—Me levanto más temprano y paso por el jardín de la casa de Sergio. Cuando el portón está apenas entornado, entro rápido y robo una flor. Hay tantas allá que no hacen falta...
—Sí, pero eso no está bien. No debes volver a hacer eso nunca más. No es un robo, pero es un hurto.
—No lo es, señorita. ¿Acaso el mundo no es de Dios? ¿Y todo lo que hay en el mundo no es de Dios, acaso? Entonces también las flores son de El...
Quedó espantada con mi lógica.
—Únicamente así podría traerle una flor, señorita. En casa no hay jardín. Una flor cuesta dinero... Y yo no quería que su escritorio estuviese siempre con el florero vacío. Ella tragó en seco.
—¿Acaso de vez en cuando usted no me regala un dinerito para comprarme una galleta rellena?...
—Te lo daría todos los días. Pero desapareces...
—No podría aceptar ese dinero todos los días. .
—¿Por qué?
—Porque hay otros niños pobres que tampoco traen merienda.
Sacó el pañuelo de la cartera y se lo pasó disimuladamente por los ojos.
—Señorita, ¿usted no ve a "Lechuzita"?
—¿Quién es?
—Esa negrita de mi tamaño, ésa a la que la madre le sujeta el cabello en rulitos, y se los ata con piolín.
—Ya sé. Dorotília.
—Ella misma, señorita. Dorotília es más pobre que yo. Y las otras chicas no quieren jugar con ella porque es negrita y muy pobre. Por eso ella se queda siempre en un rincón.
Yo divido con ella mi masita, esa que usted me regala.
Entonces se quedó con el pañuelo en la nariz durante mucho tiempo.
—De vez en cuando usted podría darle ese dinero a ella en vez de dármelo a mí. La mamá lava ropa y tiene once hijos. Todos chiquitos todavía. Dindinha, mi abuela, todos los sábados le da un poco de "feijao"(8) y de arroz, para ayudarlos. Y yo divido mi masita con ella porque mamá me enseñó que uno debe dividir la pobreza propia con quien todavía es más pobre.
Sus lágrimas estaban bajando.
—Yo no quería que usted llorara, señorita. Le prometo no robar más flores y voy a ser cada día más aplicado.
—No se trata de eso, Zezé. Ven aquí. Tomó mis manos entre las suyas.
—Vas a prometerme una cosa, porque tienes un corazón maravilloso, Zezé.
—Se lo prometo, pero no quiero engañarla, señorita. No tengo un corazón maravilloso.
Usted dice eso porque no sabe cómo soy en casa.
—No tiene importancia. Para mí tienes un corazón maravilloso. De ahora en adelante no quiero que me traigas más flores. Solamente si te regalan alguna. ¿Me lo prometes?
—Lo prometo, sí, señorita. Pero ¿y el florero? ¿Va a quedar siempre vacío?
—Nunca más estará vacío. Cada vez que lo mire veré en él, siempre, la flor más linda del mundo. Y voy a pensar: el que me regaló esa flor fue mi mejor alumno. ¿Está bien?
Ahora se reía. Soltó mis manos y habló con dulzura:
—Ahora te puedes ir, corazón de oro...
Lo primero y más útil que uno aprende en la escuela son los días de la semana. Y ya dueño de los días de la semana, yo sabía que "él" venía el martes. Después descubrí también que un martes iba hacia las calles del otro lado de la Estación y otro hacia nuestro lado.
Por ello ese martes me hice la "rabona". No quería que ni siquiera Totoca lo supiera; si no tendría que pagarle algunas bolitas para que no contase nada en casa. Como era temprano y él debía aparecer cuando el reloj de la iglesia diera las nueve, fui a dar unas vueltas por las calles. Las que no eran peligrosas, claro. Primero me detuve en la iglesia y eché una mirada a los santos. Me daba cierto miedo ver las imágenes quietas, llenas de velas. Las velas, pestañeando, hacían que también el santo pestañeara. Todavía no estaba muy seguro de que fuese bueno ser santo y estar todo el tiempo quieto, quieto. Di una vuelta por la sacristía, donde don Zacarías se hallaba sacando las velas viejas de los candelabros y colocando otras nuevas. Estaba haciendo un montoncito de cabos encima de la mesa.
Se detuvo, colocose los anteojos en la punta de la nariz, resopló, se dio vuelta y respondió:
—Buen día, muchacho.
—¿No quiere que lo ayude?
Mis ojos devoraban los cabitos de vela.
—Solamente si quieres molestar. ¿No fuiste a clase hoy?
—Sí, fui. Pero la profesora no vino. Estaba con dolor de dientes.
—¡Ah!
Nuevamente se dio vuelta y se colocó otra vez los anteojos sobre la punta de la nariz.
—¿Qué edad tienes, muchacho?
—Cinco; no, seis años. Seis no, en realidad cinco.
—¿En qué quedamos, cinco o seis? Pensé en la escuela y mentí.
—Seis.
—Pues con seis años ya estás en buena edad para comenzar el Catecismo.
—¿Yo puedo?
—¿Por qué no? Solamente tienes que venir todos los jueves a las tres de la tarde.
¿Quieres venir?
—Depende. Si usted me da los cabitos de vela, vengo.
—¿Y para qué los quieres? El diablo me había musitado una cosa. Nuevamente mentí.
—Es para encerar el hilo de mi barrilete para que quede más fuerte.
—Entonces llévalos.
Reuní los pedacitos y los metí en medio de la bolsa, junto con los cuadernos y las bolitas. Deliraba de alegría.
—Muchas gracias, don Zacarías.
—Escucha bien, ¿eh? El jueves.
Salí volando. Como era temprano me daba tiempo para hacer aquello. Corrí hacia enfrente del Casino y, cuando no venía nadie, crucé la calle y pasé lo más rápidamente posible los pedacitos de cera por la calzada. Después volví corriendo y me quedé esperando, sentado en el umbral de una de las cuatro puertas cerradas del Casino. Quería ver de lejos quién iba a resbalar primero.
Ya estaba casi desanimado de tanto esperar. De pronto, ¡plaff! Mi corazón dio un salto; doña Corina, la madre de Nanzeazena, asomó con un pañuelo y un libro en el portal y comenzó a encaminarse hacia la iglesia.
—¡Virgen María!
Ella era amiga de mi madre, y Nanzeazena amiga íntima de Gloria. No quería ver nada. Me lancé a la carrera hasta la esquina y allí me paré a mirar. La mujer estaba desparramada en el suelo diciendo malas palabras.
Se juntó gente para ver si se había golpeado, pero por la manera en que ella insultaba solamente debía haberse hecho algunos rasguños.
—¡Son esos mocosos sinvergüenzas que andan por ahí!
Respiré aliviado. Pero no tanto como para dejar de darme cuenta de que por detrás una mano me había sujetado la bolsa.
—Eso fue obra tuya, ¿no, Zezé?
Don Orlando Pelo-de-Fuego. Nada menos que él, que durante tanto tiempo había sido nuestro vecino.
Perdí el habla.
—¿Fue así, o no?
—Usted no va a contar nada allá en casa, ¿verdad?
—No voy a contar, no. Pero ven acá, Zezé. Esta vez pasa, porque esa vieja es muy lengualarga. Pero no vuelvas a hacer esto, que alguien puede quebrarse una pierna.
Puse la cara más obediente del mundo y me soltó.
Volví a rondar por el mercado, esperando que él llegara. Antes pasé por la confitería de don Rozemberg, sonreí y hablé con él:
—Buen día, don Rozemberg. Me dio un "buen día" seco y ni una galleta. ¡Hijo de puta!
Me daba alguna solamente cuando estaba con Lalá.
En ese momento el reloj dio las campanadas de las nueve. El nunca fallaba. Fui siguiendo sus pasos a distancia. Entró en la calle del Progreso y se paró casi en la esquina.
Depositó la bolsa en el suelo y se echó el saco sobre el hombro izquierdo. ¡Ah, qué linda camisa a cuadros! Cuando sea hombre solamente voy a usar camisas así. Y además tenía un pañuelo rojo en el cuello y el sombrero caído hacia atrás. Hizo sonar una bocina fuerte, que llenó la calle de alegría.
—¡Acérquense! ¡Aquí están las novedades del día! También su voz de bahiano era linda.
—Los sucesos de la semana. ¡Claudionor!... Perdón... La última música de Chico Viola.
El último éxito de Vicente Celestino. ¡Aprendan, amigos, que es la última moda!
Esa manera tan linda de pronunciar las palabras, casi cantando, me dejaba fascinado.
Lo que quería que cantase era "Fanny". Siempre lo hacía y yo quería aprenderla.
Cuando llegaba a esa parte la que decía "En una celda he de verte morir", yo temblaba ante
tanta belleza... Lanzó su vozarrón y cantó "Claudionor":
Fui a un baile en el "morro"(9) da Mangueira
Una mulata me llamó de tal manera. . .
No vuelvo más allá, tengo miedo de "cobrar".
Su marido es muy fuerte. Y capaz de matar. . .
No voy a hacer como hizo Claudionor,
Para mantener la familia fue a hacerse el estibador.
Se detenía y anunciaba:
—Folletos de todos los precios, desde centavos hasta cuatrocientos "réis"10. ¡Sesenta canciones nuevas! Los últimos tangos.
Ahí llegó mi felicidad, "Fanny".
Aprovechaste que ella estaba sólita
Y sin tiempo de llamar a una vecina. . .
La apuñalaste sin dolor ni compasión.
(Su voz volvíase suave, dulce, tierna, como para destrozar el corazón más duro.)
A la pobre, pobre Fanny, que tenía buen corazón.
Por Dios te juro que también has de sufrir. . .
En una CELDA HE DE VERTE MORIR
La apuñalaste sin dolor ni compasión
A la pobre, pobre Fanny, que tenía buen corazón.
La gente salía de las casas y compraba un folleto, no sin antes mirar cuál era el que
más le agradaba. Y así es como yo estaba pegado a él, por causa de "Fanny".
Se volvió hacia mí con una sonrisa enorme.
—¿Quieres uno, muchacho?
—No, señor, no tengo dinero.
—Ya me parecía.
Agarró su bolsa y continuó gritando por la calle.
—El vals "Perdón", "Fumando espero" y "Adiós Muchachos", los tangos aun más
cantados que "Noche de Reyes". En el centro se cantan solamente estos tangos. . . "Luz
celestial", una belleza. ¡Vean qué letra!
Y parecía abrir el pecho:
Tienes en tu mirada una luz celestial que me hace creer. . .
Ver una irradiación de estrellas brillando en el espacio sideral.
Juro hasta por Dios que ni siquiera allá en los cielos
puede haber
Ojos que seduzcan tanto como los tuyos. . .
¡Oh! Deja que tus ojos miren bien los míos para recordar
La historia triste de un amor nacido en ola
lunar. . .
Ojos que bien dicen y sin poder hablar qué desdichado es amar. . .
Anunció varias otras cosas, vendió algunos folletos y tropezó conmigo. Se detuvo y
me llamó haciendo chasquear los dedos. ,
—Ven acá, pajarito.
Obedecí, riendo.
45
—¿Vas o no vas a dejar de seguirme?
—No, señor. ¡Nadie en el mundo canta tan lindo como usted!
Se sintió medio lisonjeado y un tanto desarmado. Vi que comenzaba a ganar la
partida.
—Ya me estás pareciendo piojo de cobra.
—Es que quería ver si usted cantaba mejor que Vicente Celestino y Chico Viola. ¡Y sí
que canta mejor! Una amplia sonrisa se dibujó en su cara.
—¿Y tú ya los escuchaste, pajarito?
—Sí, señor. En el gramófono que hay en la casa del hijo del doctor Adauto Luz.
—Entonces es porque el gramófono era viejo o la aguja estaba arruinada.
—No, señor. Era nuevecita, acababa de llegar. ¡De verdad que usted canta mucho
mejor, eso es lo que pasa! Estuve pensando una cosa.
—A ver.
—Yo lo sigo todo el rato. Bien. Usted me enseña cuánto cuesta cada folleto; entonces
usted canta y yo vendo el folleto. A todo el mundo le gusta comprarle a un chico.
—No es mala idea, pajarito. Pero dime una cosa: vas porque quieres. Yo no puedo
pagarte nada.
—¡Pero si yo no quiero nada!
—Entonces, ¿por qué?
—Porque me gusta cantar. Me gusta aprender. Y me parece que "Fanny" es lo más
lindo del mundo. Y si al final usted vende mucho, mucho, entonces me da un folleto viejo
que nadie quiera comprar, y se lo llevo a mi hermana.
Se quitó el sombrero y se rascó la cabeza, en la cual los cabellos le raleaban.
—Tengo una hermana muy joven llamada Gloria y se lo llevaría a ella. Solamente para
eso.
—Entonces vamos.
Y nos fuimos cantando y vendiendo. El cantaba y yo iba aprendiendo.
Cuando llegó el mediodía, me miró medio desconfiado.
—¿Y no vas a tu casa para almorzar?
—Solamente cuando terminemos nuestro trabajo. Se rascó de nuevo la cabeza.
—Ven conmigo.
Nos sentamos en un banco de la calle Ceres y él sacó del fondo de su gran bolsa un
enorme sandwich. De la cintura extrajo un cuchillo; era un cuchillo como para meter miedo.
Cortó un pedazo del sandwich y me lo dio. Después bebió un trago de "cacica"11 y pidió dos
refrescos de limón para acompañar la merienda. El decía "merienda". Mientras se llevaba la
comida a la boca me examinaba atentamente y sus ojos estaban muy contentos.
—¡Sabes, pajarito, me estás dando suerte! Tengo una fila de chicos panzudos y nunca
se me ocurrió la idea de aprovechar a uno de ellos para que me ayudara.
Tomó un gran trago de limonada.
—¿Cuántos años tienes?
—Cinco. Seis. . . Cinco.
—¿Cinco o seis?
—Todavía no cumplí seis.
—Pues eres un chico muy inteligente y bueno.
—¿Eso quiere decir que el martes que viene nos volveremos a encontrar? Se rió.
—Si tú quieres.
—Sí que quiero. Pero voy a tener que combinar con mi hermana Ella va a comprender.
Hasta es conveniente porque nunca fui hasta el otro lado de la estación.
—¿cómo sabes que voy para allá?
—Porque todos los martes lo espero. Una vez usted viene y la otra no— Entonces
Pensé que usted iría al otro.
—¡Mira que eres vivo! ¿Como te llamas?
—Zezé.
—Y yo, Ariovaldo. ¡Choque! — Tomó mi mano entre las suyas callosas para sellar "la amistad hasta la muerte''.
No fue muy difícil convencer a Gloria.
—Pero Zezé, ¿una vez por semana? ¿Y las clases?
Le mostré mi cuaderno y todos mis deberes, que estaban bien hechos y limpios. Las notas eran espléndidas. E hice lo mismo con el cuaderno de aritmética.
—Y en la lectura yo soy el mejor, Godóia. Pero ella no se decidía.
—Lo que estamos estudiando todavía va a repetirse durante varios meses. Hasta que esa caterva de burros aprenda, correrá el tiempo.
Se rió.
—¡Qué expresión, Zezé!
—Pero si es así, Gloria, aprendo mucho más cantando. ¿Quieres ver cuántas cosas nuevas aprendí? Tío Edmundo me enseñó. Mira: estibador, celestial, sideral y desdichado. Y encima de eso te traigo un folleto por semana, y te enseño las cosas más lindas del mundo.
—Bueno. Pero, eso sí, ¿qué le diremos a papá cuando note que todos los martes faltas a almorzar?
—No se dará cuenta. Cuando él pregunte, le mientes, diciéndole que fui a almorzar con Dindinha. Que fui a llevarle un recado a Nanzeazena y que me quedé allá para almorzar.
¡Virgen María! ¡Menos mal que aquella vieja no sabía lo que yo había hecho!...
Acabó estando de acuerdo, convencida de que era una manera de que no inventara travesuras y, por lo mismo, no me llevase muchas zurras. Además, sería lindo quedarnos debajo de los naranjos, los miércoles, enseñándole a cantar.
No veía la hora de que llegara el martes. Ya iba a esperar a don Ariovaldo a la Estación. Si no perdía el tren, llegaría a las ocho y media.
Husmeaba por todos los rincones, viéndolo todo. Me gustaba pasar por la confitería a mirar a la gente que bajaba las escaleras de la Estación. ¡Ese sí que era un buen lugar para limpiar zapatos! Pero Gloria no me dejaba, ya que la policía corría detrás de uno y le quitaba el cajón. Y, además, estaban los trenes. Solamente podía ir con don Ariovaldo si me daba la mano, aun para cruzar la línea por encima del puente.
Ahí llegaba él, sofocado. Después de "Fanny" se había convencido de que yo sabía qué era lo que le gustaba comprar a la gente.
Nos sentábamos en la pared de la Estación, frente al jardín de la Fábrica, y él abría el folleto principal, mostrándome la música y cantando el comienzo. Cuando a mí no me parecía bueno, buscaba otra.
—Esta es nueva, "Sinvergüencita". Cantó otra vez.
—Cántela de nuevo. Repitió la estrofa final.
—Esa, don Ariovaldo, además de "Fanny" y los tangos. ¡Vamos a venderlo todo!
Y nos fuimos por las calles llenas de sol y de polvo. Nosotros éramos los pajaritos alegres que confirmaban el verano
Su lindo vozarrón abría la ventana de la mañana.
—El éxito de la semana, del mes y del año. "Sinvergüencita", que grabó Chico Viola.
La Luna surge color de plata
En lo alto de la montaña verdeante
Y la lira del cantor en serenata
Despierta en la ventana a su amante.
Al sonido de la melodía apasionada
En las cuerdas de la sonora guitarra
Confiesa el cantor a su amada
Lo que tiene adentro del corazón...
Ahí, hacía una pequeña pausa, asentía dos veces con la cabeza y yo entraba con mi vocecita afinada.
Oh linda imagen de mujer que me seduce
Si yo pudiera estarías en un altar.
Eres la imagen de mis sueños, eres la luz,
Eres sinvergüencita, no necesitas trabajar...
¡Qué cosa! Las muchachas venían corriendo a comprar. Caballeros, gente de toda estatura y de todo tipo.
Lo que me gustaba era vender los folletos de cuatrocientos réis y de quinientos.
Cuando era una muchacha, yo ya sabía.
—Su vuelto, señora.
—Guárdalo para comprarte caramelos.
Ya estaba pegándoseme la manera de hablar de don Ariovaldo.
Al mediodía, ya se sabe. Entrábamos en el primer bar, y "triquete tráquete", devorábamos el sandwich con refresco de naranja o de grosella.
Entonces yo metía la mano en el bolsillo, y desparramaba los vueltos en la mesa.
—Aquí está, don Ariovaldo —y empujaba los níqueles para su lado.
Se sonreía y comentaba:
—Eres un muchachito "decente", Zezé.
—Don Ariovaldo, ¿qué quiere decir "pajarito", como usted me decía antes?
—En mi tierra, la santa Bahía, les decimos así a los muchachitos barrigudos, pequeños, menuditos.
Se rascó la cabeza y se llevó la mano a la boca, a fin de eructar.
Pidió disculpas y agarró un mondadientes. El dinero continuaba en el mismo rincón.
—Estuve pensando, Zezé. De hoy en adelante puedes quedarte con esos vueltos. Al final de cuentas nosotros ahora somos un dúo.
—¿Qué es un dúo?
—Cuando dos personas cantan juntas.
—Entonces,¿puedo comprar una "mariamole"?(12)
—El dinero es tuyo. Haz con él lo que quieras.
—Gracias, "compañero".
Se rió de la imitación. Ahora era yo quien comía y lo miraba.
—¿De veras formamos un dúo?
—Ahora sí.
—Pues déjeme cantar la parte del corazón de "Fanny"— Usted canta fuerte y yo entro con la voz más dulce del mundo.
—No es mala idea, Zezé.
—Entonces, cuando volvamos después del almuerzo, vamos a empezar con "Fanny", que da una suerte loca.
Y debajo del sol caliente recomenzamos el trabajo.
Habíamos comenzado a cantar "Fanny" cuando sucedió el desastre. Doña María de la Peña se acercó, muy beata debajo de la sombrilla, con la cara blanca de polvo de arroz. Se quedó parada escuchando nuestra "Fanny". Don Ariovaldo adivinó la tragedia y me susurró que continuase cantando al mismo tiempo que caminábamos.
¡Qué va! Estaba tan fascinado con el corazón de "Fanny" que ni noté qué pasaba.
Doña María de la Peña cerró la sombrilla y se quedó con la puntera golpeando en la de su zapato. Cuando acabé frunció la cara, muerta de rabia, y exclamó:
—¡Muy bonito! Muy bonito que una criatura cante una inmoralidad así.
—Señora, mi trabajo no tiene nada de inmoral. Cualquier trabajo honesto es un buen trabajo, y no me avergüenzo, ¿sabe?
Nunca vi a don Ariovaldo tan encrespado. ¡Ella quería pelea, entonces vería!
—¿Esa criatura es su hijo?
—No, señora, infelizmente.
—¿Su sobrino, pariente suyo?
—No es nada mío.
—¿Qué edad tiene?
—Seis años.
Dudó mirando mi tamaño. Pero continuó:
—¿No tiene vergüenza, explotar así a una criatura?
—No estoy explotando a nadie, señora. El canta conmigo porque quiere y le gusta, ¿oyó? Además, le pago, ¿no es cierto?
Dije que sí con la cabeza. La pelea me estaba pareciendo de lo más linda. Pero mis deseos eran darle un cabezazo en la barriga a ella y verla desparramarse por el suelo.
¡Bum!
—Pues sepa que voy a tomar medidas. Voy a hablar con el padre. Voy a hablar en el Juzgado de Menores. ¡Voy a llegar hasta la policía!
En ese punto enmudeció y sus ojos asustados se desorbitaron. Don Ariovaldo había sacado su enorme cuchillo y se lo acercaba. Parecía que ella fuera a tener un síncope.
—Entonces vaya, doña. Pero vaya en seguida. Yo soy muy bueno, pero tengo la manía de cortar la lengua a las brujas charlatanas que se meten en la vida ajena...
Se apartó, dura como una escoba, y ya lejos se dio vuelta para apuntarle con la sombrilla...
— ¡Ya va a ver!...
— ¡Quítese de mi vista, "bruja de Croxoxó". . .!
Abrió la sombrilla y fue desapareciendo en la calle, muy tiesa.
Por la tarde don Ariovaldo contaba las ganancias.
—Ya está todo, Zezé. Tenías razón; me das suerte. Me acordé de doña María de la Peña.
—¿Irá a hacer algo?
—No va a hacer nada, Zezé. A lo sumo irá a conversar con el cura, que le aconsejará:
"Es mejor dejar todo como está, doña María. Esa gente del Norte no es para hacer bromas".
Metió el dinero en el bolsillo y apretó la bolsa.
Después, como hacía siempre, introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y agarró un folleto doblado.
—Este es el de tu hermanita Gloria. Se desperezó:
— ¡Fue un día extraordinario!
Nos quedamos descansando unos minutos.
—Don Ariovaldo.
—¿Qué pasa?
—¿Qué quiere decir "bruja de Croxoxó"?
—¿Qué sé yo, hijo? Lo inventé en un momento de rabia.
Largó una alegre carcajada.
—¿Y usted la iba a acuchillar?
—No. Fue solo para asustarla.
—Si la hubiese acuchillado, ¿qué saldría, tripa o estopa de muñeca?
Se rió y me rascó la cabeza con afecto.
—¿Sabes una cosa, Zezé? Me parece que lo que en realidad saldría es mierda.
Los dos nos reímos.
—Pero no tengas miedo. No soy tipo de matar a nadie. Ni siquiera a una gallina. Le tengo tanto miedo a mi mujer que hasta me pega con el palo de la escoba.
Nos levantamos y se fue hacia la estación. Apretó mi mano y dijo:
—Para mayor seguridad vamos a pasar un par de veces sin volver por aquella calle.
Apretó mi mano con más fuerza.
—Hasta el martes que viene, "cumpañero" Moví la cabeza afirmativamente, mientras él subía uno a uno los peldaños de la escalera. Desde arriba, me gritó:
—Eres un ángel, Zezé. . .
Le dije adiós con la mano y comencé a reírme.
—¡Ángel! Es porque él no sabe.
1
EL "MURCIÉLAGO"
—¡Corre, Zezé, que vas a perder el Colegio!
Estaba sentado a la mesa, tomando mi tazón de café y pan seco, y masticando todo sin ningún apuro. Como siempre, apoyaba los codos en la mesa y me quedaba mirando la hojita pegada en la pared.
Gloria se ponía nerviosa y sofocada. No veía la hora en que me fuera para hacerse cargo de toda la mañana, en paz para cumplir cada uno de los trabajos de la casa.
—Anda, diablito. Ni te peinaste; debías hacer como Totoca, que siempre está listo a la
hora necesaria.
Venía de la sala con un peine y peinaba mis pelos rubios.
—¡También, este gato pelado no tiene ni qué Peinarle!
Me levantaba de la silla y me examinaba todo. Si la blusa estaba limpia, lo mismo que los pantalones. —Ahora vamonos, Zezé.
Totoca y yo nos poníamos a la espalda nuestras mochilas con los libros, los cuadernos y el lápiz. Nada de comida; eso quedaba para los otros chicos.
Gloria apretó el fondo de mi cartera, sintió el volumen de las bolsitas con bolitas y sonrió; en la mano llevábamos las zapatillas de tenis para calzarlas cuando llegásemos al Mercado, cerca de la Escuela.
Apenas alcanzábamos la calle, Totoca comenzaba a correr, dejándome caminar sólito, lentamente. Y entonces empezaba a despertarse mi diablo artero. Me gustaba que mi hermano se adelantara para poder reinar a gusto. Me fascinaba la carretera Río-San Pablo.
"Murciélago." Sin duda, el "murciélago". Treparme a la parte trasera de los automóviles y sentir el camino desapareciendo a tal velocidad que el viento me castigaba, corriendo y silbando. Aquello era lo mejor del mundo. Todos nosotros lo hacíamos; Totoca me había enseñado, con mil recomendaciones, que me asegurara bien, porque los otros coches que venían atrás eran un peligro. Poco a poco aprendía a perder el miedo, y el sentido de la aventura me instigaba a buscar los "murciélagos" más difíciles. Yo era tan experto que hasta había aprovechado ya el coche de don Ladislau; solamente me faltaba el hermoso automóvil
del Portugués. ¡Coche lindo, bien cuidado, era aquél! Los neumáticos siempre nuevos.
Y todo de metal tan reluciente que uno se podía reflejar en él. La bocina daba gusto: era un mugido ronco, como si fuese el de una vaca en el campo. Y él pasaba estirado, dueño de toda esa belleza, con la cara más severa del mundo. Nadie se atrevía a trepar sobre su rueda trasera. Decían que pegaba, mataba y amenazaba capar al intruso antes de matarlo.
Ningún chico de la escuela se atrevía, o se había atrevido hasta ahora. Cuando estaba conversando sobre eso con Minguito, me preguntó.
—¿Nadie, de veras, Zezé?
—Seguro, nadie. Ninguno tiene coraje. Sentí que Minguito se estaba riendo, casi adivinando lo que yo pensaba en ese momento.
—¿Y tú estás loco por hacerlo, no?
—Estar. . . estoy. Pero me parece que...
—¿Qué es lo que piensas? '
Ahí el que se había reído era yo.
—A ver, di.
—¡Eres curioso como el diablo!
—Siempre acabas contándome todo; no aguantas.
—¿Sabes una cosa, Minguito? Yo salgo de casa a las siete, ¿no? Cuando llego a la esquina son las siete y cinco. Bueno, a las siete y diez el Portugués detiene el coche en la esquina del cafetín del "Miseria y Hambre" y se compra un paquete de cigarrillos... Un día de estos cobro coraje, espero hasta que él suba al coche, y ¡zas!...
—No tienes coraje para eso.
—¿Que no tengo? Ya vas a ver, Minguito.
Ahora mi corazón estaba dando saltos. El coche detenido; él bajaba. El desafío de Minguito se mezclaba a mi miedo y mi coraje; no quería ir, pero una pequeña vanidad empujaba mis pasos. Di vueltas al bar y me quedé medio escondido contra la pared.
Aproveché para meter las zapatillas dentro de la cartera. El corazón saltaba tan fuerte que tenía miedo de que sus golpes se escuchasen dentro del bar; salió sin haberme notado siquiera. Oí que la puerta se abría...
—¡Ahora o nunca, Minguito!
De un salto estaba pegado a la rueda, con todas las fuerzas que me había dado el miedo. Sabía que hasta la escuela la distancia era enorme. Ya comenzaba a pregustar mi victoria ante los ojos de mi compañero...
—¡Ay!
Di un grito tan grande y agudo que la gente salió a la puerta del café para ver quién había sido atropellado
Yo estaba colgado a medio metro del suelo, balanceándome, balanceándome. Mis orejas ardían como brasas. Algo había fallado en mis planes. Me había olvidado de escuchar, en mi confusión, el ruido del motor en funcionamiento.
La cara severa del Portugués parecía estarlo más aún. Sus ojos despedían llamaradas.
—Entonces, mocoso atrevido, ¿eras tú? ¡Un mocoso de ésos con semejante atrevimiento!. .
Dejó que mis pies se apoyaran en el suelo. Soltó una de mis orejas y con un brazo gordo me amenazaba el rostro.
—¿Te piensas, mocoso, que no te he estado observando todos los días espiar mi coche? Voy a darte un correctivo y no tendrás nunca más ganas de repetir lo que hiciste.
La humillación me dolía más que el propio dolor. Solo tenía ganas de vomitar una serie de malas palabras sobre el bruto.
Pero no me soltaba y pareciendo adivinar mis pensamientos me amenazó con la mano libre.
— ¡Habla! ¡Insulta! ¿Por qué no hablas?
Mis ojos se llenaron de lágrimas de dolor, de humillación, ante las personas que estaban presenciando la escena y reían con maldad.
El Portugués continuaba desafiándome.
—Entonces, ¿por qué no insultas, mocoso?
Una cruel rebelión comenzó a surgir dentro de mi pecho y conseguí responder con rabia:
!No hablo ahora, pero estoy pensando. Y cuando crezca voy a matarlo.
El lanzó una carcajada que fue acompañada por los espectadores.
—Pues crece, mocoso. Acá te espero. Pero antes voy a darte una lección.
Soltó rápidamente mi oreja y me puso sobre sus rodillas. Me aplicó una y solo una palmada, pero con tal fuerza que pensé que mi trasero se había pegado al estómago.
Entonces me soltó.
Salí atontado, bajo las burlas. Cuando alcancé el otro lado de la Río-San Pablo, que crucé sin mirar, conseguí pasarme la mano por el trasero para suavizar el efecto del golpe recibido. ¡Hijo de puta! Ya iba a ver. Juraba vengarme. Juraba que... pero el dolor fue disminuyendo en la proporción en que me alejaba de aquella desgraciada gente.
Lo peor
sería cuando en la escuela se enteraran. ¿Y qué le diría a Minguito? Durante una semana, cuando pasara por el "Miseria y Hambre", estarían riéndose de mí, con esa cobardía que tienen todos los grandes. Era necesario salir más temprano y cruzar la carretera por el otro lado...
En ese estado de ánimo me acerqué al Mercado. Me fui a lavar el pie en la pileta y a calzarme mis zapatillas. Totoca estaba esperándome, ansioso. No le contaría nada de mi fracaso.
—Zezé, necesito que me ayudes,
—¿Que hiciste?
—¿Te acuerdas de Bié?
—¿Aquel buey de la calle Barón de Capaiema?
—Ese mismo. Me va a agarrar a la salida. ¿No quieres pelearte con él, en mi lugar?...
—¡Pero me va a matar!
—¡Que va a matarte! Además, eres peleador y valiente.
—Está bien. ¿A la salida?
—Sí, a la salida.
Totoca era así, siempre se buscaba peleas y después era a mí a quien metía en el lío.
Pero no estaba mal. Descargaría toda mi rabia por el Portugués contra Bié.
Verdad es que ese día recibí tantos golpes, que salí con un ojo morado y los brazos lastimados. Totoca estaba sentado con los demás, haciendo fuerza por mí, y con los libros sobre las rodillas; los míos y los de él. Se dedicaban a orientarme.
—Pégale un cabezazo en la barriga, Zezé. Muérdelo, clávale las uñas, que él solamente tiene gordura. Patea en los huevos.
Pero aun con ese ánimo que me daban y su orientación, a no ser por don Rozemberg, el de la confitería, yo habría quedado trasformado en picadillo. Salió de atrás del mostrador y sujetó a Bié por el cuello de la camisa, dándole unos zamarreos.
—¿No tienes vergüenza? ¡Semejante grandote pegarle a un chiquito así!
Don Rozemberg sentía una pasión oculta, como decían en casa, por mi hermana Lalá.
Me conocía, y cada vez que estaba con alguno de nosotros nos daba galletas y caramelos con la mayor de las sonrisas, en las que brillaban varios dientes de oro.
***
No resistí y acabé contándole mi fracaso a Minguito. Tampoco hubiera podido esconderlo, con aquel ojo violeta e hinchado. Además de que, cuando papá me vio así todavía me dio unos coscorrones y sermoneó a Totoca A el papá nunca le pegaba. A mí, sí, porque yo era lo más malo que había.
Seguramente que Minguito lo había escuchado todo.
Entonces, ¿cómo podría dejar de contarle? Escuchó, furioso y solamente comentó cuando acabé, con voz enojada:
—¡Qué cobarde!
—La pelea no fue nada, si vieras.
Paso a paso le conté todo lo que había ocurrido con el "murciélago". Minguito estaba asustado por mi coraje y hasta me alentó:
—Algún día ya te vengarás.
—¡Sí que me voy a vengar! Voy a pedirle el revólver a Tom Mix y el "Rayo de Luna" a Fred Thompson, y voy a armarle una celada con los indios comanches; un día traeré su melena ondeando en la punta de una caña.
Pero en seguida pasó la rabia y nos pusimos a conversar de otras cosas.
—Xururuca, ni te imaginas. ¿Te acuerdas que la semana pasada gané un premio por ser buen alumno, aquel libro de cuentos La rosa mágica?
Minguito se ponía muy feliz cuando lo llamaba "Xururuca"; en ese momento, sabía que lo quería más aún.
—Me acuerdo, sí.
—Pero todavía no te conté que leí el libro. Es la historia de un príncipe al que un hada le regaló una rosa roja y blanca, Viajaba en un caballo muy lindo, todo enjaezado de oro; así dice el libro. Y en ese caballo enjaezado de oro salía buscando aventuras. Ante cualquier peligro acudía a la rosa mágica, y entonces aparecía una humareda enorme que permitía al
príncipe escapar. En verdad, Minguito, me pareció que la historia era bastante tonta,
¿sabes? No es como esas aventuras que quiero tener en mi vida. Aventuras son las de Tom
Mix y Buck Jones. Y Fred Thompson y Richard Talmadge. Porque luchan como locos, disparan tiros, dan trompadas. Pero si cualquiera de ellos anduviese con una rosa mágica, y
ante cada peligro acudiese a ella, no tendría ninguna gracia, ¿no te parece?
—También creo que tiene poca gracia.
—Pero no es eso lo que quiero saber. Me gustaría saber si crees que una rosa puede ser así, mágica.
—Y... es bastante raro.
—Esa gente anda por ahí, contando cosas, y piensa que los chicos creemos cualquier cosa.
—Eso mismo.
Escuchamos un gran barullo, y resultó ser Luis que se venía acercando. Cada vez mi hermano estaba más lindo. Ya no era llorón ni peleador. Aun cuando me veía obligado a tomarlo a mi cuidado, siempre lo hacía con buena voluntad.
Le comenté a Minguito:
—Cambiemos de tema, porque le voy a contar esa historia a él; la va a encontrar linda.
Y uno no debe quitarle las ilusiones a un niño.
—Zezé, ¿vamos a jugar?
—Yo ya estoy jugando. ¿A qué quieres jugar?
—Quería pasear por el Jardín Zoológico. Miré, desanimado, el gallinero con la gallina negra y las dos gallinitas blancas.
—Es muy tarde. Los leones ya se fueron a dormir y los tigres de Bengala también. A esta hora cierran todo; ya no venden más entradas.
—Entonces vamos a viajar por Europa. El muy picaro lo aprendía todo y hablaba correctamente cualquier cosa que escuchara. Pero la verdad es que no estaba dispuesto a viajar a Europa. Lo que deseaba era permanecer cerca de Minguito. El no se burlaba de mí ni se despreocupaba por mi ojo empavonado.
Me senté cerca de mi hermanito y le hablé con calma.
—Espera ahí, que voy a pensar en algún juego.
Pero en seguida el hada de la inocencia pasó volando en una nube blanca que agitó las hojas de los árboles, las matas de la cerca y las hojas de mi Xururuca. Una sonrisa iluminó mi rostro maltratado.
—¿Fuiste tú el que hizo eso, Minguito?
—Yo no.
— ¡Ah, qué belleza! Debe ser el tiempo en que llega el viento.
En nuestra calle había un tiempo para cada cosa. Tiempo de bolitas. Tiempo de trompos. Tiempo de coleccionar fotos de artistas del cine. Tiempo de cometas, que era el más lindo de todos. Los cielos se veían cubiertos en cualquier parte por cometas de todos los colores. Cometas lindas, de todas las formas. Era la guerra en el aire. Los cabezazos, las peleas, los enredos y los cortes.
Las navajitas cortaban los hilos y allá venía una cometa girando en el espacio,
enredando el hilo de dirección con la cola sin equilibrio. El mundo se tornaba solamente de
los chicos de la calle. De todas las calles de Bangú. Después eran los restos arrollados en
los hilos, las corridas del camión de la "Light". Los hombres venían, furiosos, a arrancar las
cometas muertas, confundiendo los hilos. El viento... el viento...
Con el viento vinieron las ideas.
—¿Vamos a jugar a la cacería, Luis?
—Yo no puedo montar a caballo.
—En seguida vas a crecer y podrás. Quédate sentadito ahí, y ve aprendiendo cómo es.
De repente Minguito se convirtió en el más lindo caballo del mundo; el viento aumentó y el pasto, medio ralo, se trasformó en una planicie inmensa, verde. Mi ropa de cowboy estaba enjaezada de oro. Relampagueaba en mi pecho la estrella de sheriff.
—Vamos, caballito, vamos. Corre, corre...
¡Zas, zas, zas! Ya estaba reunido con Tom Mix y Fred Thompson; Buck Jones no había querido venir esta vez y Richard Talmadge trabajaba en otra película.
—Vamos, vamos, caballito. Corre, corre. Allá vienen los amigos apaches llenando de polvo el camino.
¡Zas, zas, zas! La caballada de los indios estaba metiendo un ruido bárbaro.
—Corre, corre, caballito, la planicie está llena de bisontes y búfalos. Vamos a tirar, mi gente, ¡zas, zas, zas, zas!. . . ¡Purn, pum, pum!... ¡Fiu, fiu, fiu! Las flechas silbaban...
El viento, la galopada, la carrera loca, las nubes de polvo y la voz de Luis, casi gritando:
—¡Zezé! ¡Zezé!. . .
Fui deteniendo el caballo lentamente y salté sofocado por la proeza.
—¿Qué pasa? ¿Algún búfalo fue por tu lado?
—No. Vamos a jugar a otra cosa. Hay muchos indios y me dan miedo.
—Pero esos indios son los apaches. Todos son amigos.
—Pero siento miedo. Hay demasiados indios.
2
LA CONQUISTA
Los primeros días yo salía un poco más temprano para no correr el peligro de encontrar al Portugués parado con su coche, comprando cigarrillos. Además tenía buen cuidado de caminar por la orilla de la calle, del lado contrario, casi cubierto por la sombra de las cercas de plantas que unían el frente de cada casa. Y apenas llegaba a la Río-San Pablo cortaba camino y seguía con las zapatillas de tenis en la mano, casi pegándome al gran muro de la Fábrica. Todo ese cuidado con el pasar de los días fue tornándose inútil.
La memoria de la calle es corta y a poco nadie se acordaba de una más de las travesuras del
chico de don Pablo. Porque así era como me conocían en los momentos de acusación: "Fue el chico de don Pablo"... "Fue ese condenado chico de don pablo"... Fue ese chico de don Pablo"... Una vez hasta inventaron una cosa horrible: cuando el "Bangú" recibió una paliza del "Andaraí" comentaron, burlándose: "El Bangú"13 cobró más que ese chico de don Pablo"... A veces veía el maldito coche detenido en la esquina y retrasaba el paso para no tener que ver pasar al Portugués —al cual iba a matar tan pronto creciera— con su gran empaque de dueño del coche más lindo del mundo y de Bangú.
Por entonces desapareció durante algunos días. ¡Qué alivio! Seguramente habría viajado lejos o estaría de vacaciones. Volví a caminar hacia la escuela con el corazón sosegado y ya medio inseguro sobre si valía la pena matar a ese hombre más tarde.
Una cosa era segura: cada vez que iba a trepar a un coche de menor importancia, ya no sentía el entusiasmo de antes y mis orejas comenzaban a arder penosamente.
Mientras tanto, la vida de la gente y de la calle se desarrollaba normalmente.
Había llegado el tiempo de la cometa y "¡calle para qué te quiero!". El cielo azulado se estrellaba de día con las estrellas más bonitas y coloridas. En el tiempo del viento dejaba de lado un poco a Minguito, o solamente lo buscaba cuando me ponían en penitencia después de una buena soba. Entonces no intentaba escapar, porque una paliza cerca de otra dolía mucho.
En esos momentos me iba con el rey Luis a adornar, a enjaezar —término que me gustaba
mucho— mi planta de naranja-lima. Para colmo, Minguito había dado un gran estirón y pronto, muy pronto, estaría dando flores y frutos para mí. Los otros naranjos demoraban mucho. Mi planta de naranja-lima era "precoz", como tío Edmundo decía de mí. Después, él me explicó lo que eso significaba: era cuando las cosas sucedían mucho antes de que otras ocurrieran. Finalmente, me parece que no supo explicarlo muy bien. Lo que quería decir, simplemente, era que algo se adelanta...
Entonces yo tomaba trozos de cordón, sobras de hilos y aguiereaba un montón de tapitas de botellas para ir a enjaezar a Minguito. ¡Había que ver lo lindo que quedaba!
El viento, golpeándolas, hacía chocar una tapita contra otra y parecía que estaba usando las
espuelas de plata de Fred Thompson cuando montaba su caballo "Rayo de Luna".
El mundo de la escuela también era muy bueno. Yo sabía todos los himnos nacionales de memoria. El más grande de todos, que era el verdadero; los otros himnos nacionales de la Bandera y el himno nacional de la "Libertad, libertad, abre las alas sobre nosotros". A mí,y creo que también a Tom Mix, era el que más me gustaba. Cuando iba a caballo, sin estar en guerra ni en cacerías, me pedía respetuosamente:
—Vamos, guerrero Pinagé, cante el himno de la Libertad.
Mi voz, bastante fina, llenaba las enormes planicies, con mucha más belleza que cuando cantaba con don Ariovaldo, trabajando los martes de ayudante de cantor.
Los martes hacía la rabona en el colegio, como de costumbre, para esperar el tren que traía a mi amigo Ariovaldo. El ya bajaba las escaleras, mostrando en las manos los folletos para vender en las calles. Todavía traía dos bolsas llenas, que eran la reserva. Casi siempre vendía todo, y eso nos daba una gran alegría a los dos...
En los recreos, cuando alcanzaba el tiempo, hasta jugábamos a las bolitas. Yo era lo que se llama un experto. Tenía una puntería segura y casi nunca dejaba de volver a casa con la bolsita donde zangoloteaban las bolitas, muchas veces hasta triplicadas.
Lo más conmovedor era mi maestra, doña Cecilia Paim. Ya le podían contar que era el chico más diablo del mundo, que no lo creía. Como tampoco creería que nadie consiguiera decir más palabrotas que yo. Que ningún chico me igualaba en travesuras, eso no lo hubiera aceptado nunca. En la escuela yo era un ángel. Jamás me habían reprendido y me trasformé en el mimado de las maestras, por ser uno de los niños más pequeños que hasta entonces apareciera por allí. Doña Cecilia Paim conocía de lejos nuestra pobreza y, a la hora de la merienda, cuando veía que todo el mundo estaba comiendo, se emocionaba, y siempre me llamaba aparte para mandarme comprar una galleta rellena en lo del dulcero.
Sentía tanto cariño por mí que me parece que yo me portaba bien solo para que no se decepcionara...
De repente, la cosa sucedió. Yo venía despacio, como siempre, por la carretera Río- San Pablo cuando el coche enorme del Portugués pasó bien cerquita de mí. La bocina sonó tres veces y vi que el monstruo me miraba sonriéndose. Aquello me hizo renacer la rabia y el deseo de matarlo cuando fuese grande. Puse cara seria y en mi orgullo fingí ignorarlo.
* * *
—Es como te digo, Minguito. Todo el santo día. Parece que espera que yo pase para venir tocando la bocina. Tres veces la toca. Ayer hasta me dijo adiós con la mano.
—¿Y tú?
—No le hago caso. Finjo no verlo. Ya está comenzando a tener miedo; mira, pronto cumpliré seis años y en seguida estaré hecho un nombre.
—¿Crees que él quiere hacerse amigo, por miedo?
—¡Seguro! Espera ahí que voy a buscar el cajoncito.
Minguito había crecido mucho. Para subir a su silla se hacía necesario colocar debajo el cajoncito de lustrar.
—Listo, ahora vamos a conversar.
Desde lo alto me sentía el rey del mundo. Paseaba la vista por el paisaje, por el pastizal, por los pájaros que venían a buscar comida allí. De noche, ni bien la oscuridad iba llegando, otro Luciano comenzaba a dar vueltas por encima de mi cabeza, tan alegre, como si fuese un aeroplano del Campo dos Alfonsos. Al comienzo, hasta Minguito se admiró de que yo no tuviese miedo del murciélago, porque en general todos los chicos tenían terror.
Pero hacía días que Luciano no aparecía. Seguramente había encontrado otros "campos dos alfonsos" en otros lugares.
—Viste, Minguito, las guayaberas de la casa de la Negra Eugenia ya comienzan a amarillear. Las guayabas ya están en tiempo. Lo malo es que ella me agarra. Minguito. Hoy ya recibí tres coscorrones. Estoy aquí porque me pusieron en penitencia...
Pero el diablo me dio la mano para descender y me empujó hasta la cerca de las plantas. El vientecito de la tarde comenzó a traer o inventar el olor de las guayabas hasta mi nariz. Mira aquí, aparta un gajito ahí, escucha que no haya ruido... y el diablo hablando:
"Anda, tonto, ¿no ves que no hay nadie? A esta hora ella debe haber ido a la despensa de la japonesa. ¿Don Benedicto? ¡Nada! El está casi ciego y sordo. No ve nada. Te da tiempo a escapar si te descubre...".
Seguí la cerca hasta el zanjón y me decidí. Antes le indiqué por señas a Minguito que no hiciera barullo. En ese momento mi corazón se había acelerado. La Negra Eugenia no era para jugar. Tenía una lengua que solo Dios sabía. Venía paso a paso, sin respirar, cuando su vozarrón partió desde la ventana de la cocina.
—¿Qué es eso, chico?
Ni siquiera tuve la idea de mentir diciéndole que había ido a buscar una pelota. Me lancé a la carrera y, ¡listo!, salté dentro del zanjón. Mas allá adentro me esperaba otra cosa.
Un dolor tan grande que casi me hizo gritar; pero si lo hacía recibiría doble castigo: primero, por haber huido de la penitencia; segundo, porque estaba robando guayabas en casa del vecino. Acababa de clavárseme un trozo de vidrio en el pie izquierdo.
Todavía atontado por el dolor, me arranqué el trozo de vidrio. Gemía bajito y veía mezclarse la sangre con el agua sucia del zanjón. ¿Y ahora? Con los ojos llenos de lágrimas conseguí sacarme el vidrio incrustado, pero no sabía cómo detener la sangre. Apretaba con fuerza el tobillo para disminuir el dolor. Tenía que aguantar firme. Estaba acercándose la noche y con ella vendrían papá, mamá y Lalá. Cualquiera que me encontrase así me pegaría; y hasta podía ser que cada uno de ellos me pegara sucesivamente una zurra. Subí desorientado y me fui a sentar saltando en un solo pie, debajo de mi naranjo-lima. Me dolía todavía más, pero ya me habían pasado las ganas de vomitar.
—Mira, Minguito.
Minguito se horrorizó. Era como yo: no le gustaba ver sangre.
—¿Qué hacer, Dios mío?
Totoca sí que me ayudaría, pero ¿dónde estaría a esas horas? Quedaba Gloria; debería estar en la cocina. Era la única a quien no le gustaba que me pegaran tanto podía ser que me tirara de las orejas o me pusiera en penitencia de nuevo. Pero había que intentarlo.
Me arrastré hasta la puerta de la cocina, estudiando la manera de desarmar a Gloria.
Estaba bordando una toalla. Me quedé sin saber qué hacer y esa vez Dios me ayudó. Me miró y vio que estaba con la cabeza baja. Resolvió no decir nada porque me encontraba en penitencia. Mis ojos se hallaban llenos de lágrimas y gimoteé. Tropecé con los ojos de Gloria, que me miraban. Su manos habían dejado de bordar.
—¿Qué pasa, Zezé?
—Nada, Godóia... ¿Por qué nadie me quiere?
—Eres muy travieso.
—Hoy ya me pegaron tres veces, Godóia.
—¿Y no lo merecías?
—No es eso. Es como si nadie me quisiera, y aprovechan para pegarme por cualquier cosa.
Gloria comenzó a sentir conmoverse su corazón de quince años. Yo me daba cuenta.
—Creo que lo mejor es que mañana me atrepellen en la Río-San Pablo y quede todo golpeado.
Entonces las lágrimas bajaron en torrentes de mis ojos.
—No digas tonterías, Zezé. Yo te quiero mucho.
—¡No me quieres, no! Si me quisieras no dejarías que me lleve otra paliza hoy.
Ya está oscureciendo y no va haber tiempo de que hagas alguna otra travesura como para que te castiguen.
—Ya la hice...
Soltó el bordado y se acercó a mí. Casi dio un grito al ver el charco de sangre en que estaba mi pie.
—¡Dios mío! Gum, ¿qué ha sido? Estaba ganada la partida. Cuando ella me llamaba “Gum" era porque estaba salvado.
Me alzó y me sentó en la silla. Rápidamente tomó una palangana de agua con sal y se arrodilló a mis pies.
—Va a doler mucho, Zezé.
—Ya está doliendo mucho.
—Mi Dios, tienes un corte casi como de tres dedos. ¿Cómo te hiciste eso, Zezé?
—Pero no se lo cuentes a nadie. Por favor, Godóia, te prometo portarme bien. No dejes que nadie me pegue tanto...
—Está bien, no lo contaré. ¿Cómo vamos a hacer? Todo el mundo va a ver tu pie vendado. Y mañana no podrás ir a la escuela. Lo descubrirán todo.
—Sí que voy a la escuela. Me calzo los zapatos hasta la esquina. Después es mucho más fácil.
—Necesitas acostarte y quedarte con el pie bien estirado, si no será imposible que puedas caminar mañana.
Me ayudó a ir a saltos hasta la cama.
—Voy a traerte alguna cosa para que comas antes de que lleguen los otros.
Cuando volvió con la comida, no aguanté más y le di un beso. Eso era algo muy raro en mí.
* * *
Cuando todos llegaron a comer, mamá se dio cuenta de que yo no estaba.
—¿Dónde está Zezé?
—Se acostó. Desde temprano que se queja de dolor de cabeza.
Escuchaba extasiado, olvidando hasta el ardor de la herida. Me gustaba ser el centro de la conversación. Entonces Gloria resolvió asumir mi defensa. Lo hizo con una voz quejosa y al mismo tiempo acusadora.
Todo el mundo le pega. Hoy estaba todo molido. Tres palizas son demasiado.
—¡Pero es un bandido! Se queda quieto solamente cuando se lo castiga.
—¿Vas a decir que no le pegas, también?
—Difícilmente. Cuando mucho, le tiro de las orejas.
Se hizo el silencio, y Gloria continuó defendiéndome.
— Al final de cuentas, aún no cumplió los seis años. Es travieso, pero no es más que una criatura.
Aquella conversación fue una felicidad para mí.
***
Gloria, angustiada, estaba arreglándome, dándome a calzarme las zapatillas.
—¿Podrás ir?
—Aguanto, sí.
—¿No vas a hacer ningún disparate en la Río-San Pablo?
—No, no voy a hacer nada.
—Eso que me dijiste, ¿era cierto?
—No. Pero me sentía muy triste pensando que nadie me quería.
Pasó sus manos por mis rizos rubios y me dejó ir.
Yo pensaba en lo duro que sería llegar hasta la carretera. Que cuando me descalzara los zapatos el dolor mejoraría. Pero cuando el pie tocó directamente el suelo tuve que ir apoyándome, despacito, en el muro de la Fábrica. De esa manera no llegaría nunca.
¡Allí sucedió la cosa! La bocina sonó tres veces. ¡Desgraciado! No bastaba que uno estuviera muriéndose de dolor, que todavía venía a burlarse...
El coche paró bien junto a mí. Sacó el cuerpo afuera y preguntó:
—En, muchachito, ¿te lastimaste el pie?
Tuve ganas de decirle que eso no le importaba a nadie. Pero como él no me había llamado "mocoso" no respondí y continué caminando unos cinco metros.
Puso el coche en funcionamiento, pasó delante de mí y paró casi pegándose al muro, un poco fuera de la carretera, cortándome el paso. Entonces abrió la puerta y bajó. Su enorme figura me apabullaba.
—¿Te está doliendo mucho, muchachito?
No era posible que la persona que me pegara usara ahora una voz tan dulce y casi amiga. Se acercó más a mí y, sin que nadie lo esperase, arrodilló su cuerpo gordo y me miró cara a cara. Tenía una sonrisa tan suave que parecía desparramar cariño.
—Por lo visto te golpeaste mucho, ¿no? ¿Cómo fue?
Resoplé un poco antes de responderle.
—Un pedazo de vidrio.
—¿Fue profundo?
Le di el tamaño del tajo con los dedos.
—¡Ah!, eso es grave. ¿Y por qué no te quedaste en casa? Por lo que veo vas a la escuela, ¿no?
—Nadie sabe en casa que me lastimé. Si lo descubren, encima me pegan para que aprenda a no lastimarme...
—Ven, que voy a llevarte.
—No, señor, gracias.
—Pero ¿por qué?
—En la escuela todo el mundo sabe lo que pasó...
—Pero tú no puedes caminar así.
Bajé la cabeza reconociendo la verdad y sintiendo que, con un poco más, mi orgullo se esfumaría. El me levantó la cabeza, tomándome el mentón.
—Vamos a olvidar ciertas cosas. ¿Ya anduviste en coche?
—Nunca, no, señor.
—Entonces te llevo.
—No puedo. Nosotros somos enemigos.
—Aunque sea así. No me importa. Si tienes vergüenza, te dejo un poco antes de llegar a la escuela. ¿Estamos?
Estaba tan emocionado que ni respondí. Solo dije que sí con la cabeza. Me alzó, abrió la puerta y me puso en el asiento con cuidado. Dio vuelta y tomó su lugar. Antes de encender el motor me sonrió de nuevo.
—Así está mejor, se ve.
La sensación maravillosa del suave coche en marcha, dando leves saltos, me hizo cerrar los ojos y comenzar a soñar. Aquello era más suave y lindo que el caballo "Rayo de Luna", de Fred Thompson. Pero no demoré mucho, porque al abrir los ojos estábamos casi llegando a la escuela. Veía la multitud de alumnos penetrando por la puerta principal.
Asustado, me resbalé del asiento y me escondí. Le dije, nervioso:
—Usted prometió que se detendría antes de llegar a la escuela.
—Cambié de idea. Ese pie no puede quedar así. Puedes enfermarte de tétanos.
No pude ni preguntar qué palabra tan linda y difícil era ésa. También sabía que sería inútil decir que no quería ir. El automóvil tomó por la calle de las Casitas y volví a la posición anterior.
—Tú me pareces un hombrecito valiente. Ahora vamos a ver si lo pruebas.
Paró frente a la farmacia y en seguida me llevó alzado. Cuando el doctor Adaucto Luz nos atendió me horroricé. Era el médico del personal de la Fábrica y conocía muy bien a papá. Mi susto aumentó cuando me miró y preguntó:
—Tú eres hijo de Paulo Vasconcelos, ¿no es cierto? ¿Ya encontró algún trabajo?
Tuve que contestar, aunque me diese mucha vergüenza por el Portugués, que papá estaba sin empleo.
—Está esperando; le prometieron muchas cosas...
—Bueno, vamos a ver de qué se trata.
Desató los trapos pegados a la herida e hizo un "¡hum!" que impresionaba. Comencé a hacer un gestito de llanto. Pero el Portugués vino por detrás a socorrerme.
Me sentaron encima de una mesa llena de sábanas blancas. Un montón de instrumentos aparecieron. Y yo comencé a temblar. Y no temblaba más porque el Portugués apoyó mi espalda sobre su pecho y me sujetaba los hombros con fuerza y al mismo tiempo con cariño.
—No va a doler mucho. Cuando acabe todo te llevaré a tomar un refresco y a comer galletas. Si no lloras te compro caramelos con figuritas de artistas.
Entonces me inventé el mayor coraje del mundo. Las lágrimas bajaban y yo dejé hacer todo. Me dieron algunos puntos y hasta una inyección antitetánica. Aguanté hasta las ganas de vomitar. El Portugués me agarraba con fuerza, como si quisiera que un poco del dolor le pasara a él. Con su pañuelo me enjugaba los cabellos y el rostro, mojados por el sudor. Parecía que aquello no iba a terminar nunca. Pero acabó al fin.
Cuando me llevó al coche venía contento. Me compró todo lo que me había prometido.
Solo que yo no tenía ganas de nada. Parecía que me habían arrancado el alma por los pie
—Ahora no puedes ir a la escuela, muchachito.
Estábamos en el coche y yo me sentaba bien cerca de él, rozando su brazo, casi complicando sus maniobras.
—Te voy a llevar cerca de tu casa. Inventa cualquier cosa. Puedes decir que te golpeaste en el recreo y que la maestra te mandó a la farmacia...
Lo miré con gratitud.
—Eres un hombrecito valiente, muchachito.
Le sonreí, lleno de dolor, pero dentro de ese dolor acababa de descubrir algo muy importante. El Portugués se había trasformado ahora en la persona que yo más quería en el
mundo.
y así me quedé, sin ganas de nada. Después escondí la cara entre las rodillas, cubriéndolas con mis brazos. Era mejor morir antes que volver a casa sin lo que pretendía.
—¡Eh!, lustrador, el que duerme no gana dinero.
Levanté la cara sin creerlo. Era don Coquito, el portero del Casino. Puso un pie y primero le pasé la franela. Después mojé el zapato y lo sequé. Y luego comencé a pasar la pomada con todo cuidado.
—Por favor, ¿puede levantar un poco el pantalón? Obedeció mi pedido.
—¿Lustrando hoy, Zezé?
—Nunca necesité tanto como hoy.
—¿Y qué tal fue la Nochebuena?
—Regular.
Golpeé con el cepillo en el cajón y cambió de pie. Repetí la maniobra y entonces comencé a lustrar. Cuando terminé, golpeé en el cajón y retiró el pie.
—¿Cuánto es, Zezé?
—Dos cruzeiros.
—¿Por qué solamente dos? Todos cobran cuatro.
—Solamente cuando sea un buen lustrador podré cobrar tanto. Por ahora, no.
Sacó cinco cruzeiros y me los dio.
—¿No quiere pagarme después? No trabajé nada hasta ahora.
—Quédate con el vuelto por ser Navidad. Hasta luego.
—Felices fiestas, don Coquito.
Quizá había venido a hacerse lustrar los zapatos por lo que sucediera tres días antes...
Sentir el dinero en el bolsillo me dio cierto ánimo que no duró mucho; ya eran más de las dos de la tarde, la gente charlaba por las calles, ¡y nada! Nadie, ni para sacarles el polvo
y soltar unas monedas.
Me puse cerca de un poste de la Río-San Pablo, y de vez en cuando soltaba mi voz —¡Se lustra, patrón! ¡Lústrese para ayudar a la Navidad de los pobres!
Un coche de rico se detuvo cerca. Aproveché para gritar, sin ninguna esperanza.
—Deme una manita, doctor. Aunque solo sea para ayudar a la Navidad de los pobres.
La señora, bien vestida, y los niños sentados atrás, se quedaron mirándome, mirando.
La señora se conmovió.
—Pobrecito, tan chico y tan pobrecito. Dale algo, Arturo.
El hombre me examinó con desconfianza.
—Ese es un pícaro, y de los bien vivos. Está aprovechándose de su edad y del día.
—Aunque así sea, yo le voy a dar. Ven acá, chiquito.
Abrió la cartera y estiró la mano por la ventanilla.
—No, señora, gracias. No estoy mintiendo. Solamente quien lo necesita mucho trabaja en Navidad.
Tomé mi cajoncito, lo colgué en mi hombro y me fui caminando despacito. Ese día no sentía fuerzas ni Para tener rabia.
Pero la puerta del coche se abrió y un niño echó a correr detrás de mí.
—Toma. Te manda decir mi mamá que no cree que seas un mentiroso.
Me puso otros cinco cruzeiros en el bolsillo y ni esperó que le agradeciera...
Solamente escuché el rugido del motor que se alejaba.
Ya habían pasado cuatro horas y yo continuaba con los ojos de papá martirizándome.
Busqué el camino de vuelta. Diez cruzeiros no alcanzaban, pero en todo caso podría ser que el "Miseria y Hambre" me hiciese un precio más barato, o me permitiera pagar el resto otro día.
En el rincón de una cerca me llamó la atención una cosa. Era una media negra y roja, de mujer. Me incliné y la recogí. Arrollé mi mano en ella y quedó finita. Guardé la media en el cajón, pensando: "Hará una linda cobra".
Pero me enojé conmigo mismo. "Otro día. Hoy, de ninguna manera..."
Era toda roja y con rayas amarillas y azules. El metal deslumbraba, de tan brillante.
Sergito me vio y se puso a hacer demostraciones. Corría, hacía curvas, daba frenadas que llegaban a chirriar. Entonces se me acercó.
—¿Te gusta?
—Es la bicicleta más linda del mundo.
—Acércate más al portón, que la vas a ver mejor. Sergito era de la misma edad y grado que Totoca. Sentí vergüenza de mis pies descalzos, porque él usaba zapatos de charol, medias blancas y ligas de elástico rojo. En el brillo de los zapatos se reflejaba todo. Hasta los ojos de papá comenzaron a mirarme desde ese brillo. Tragué en seco.
—¿Qué te pasa, Zezé? Estás raro.
—Nada. De cerca todavía es más bonita. ¿Te la regalaron por la Navidad?
—Sí.
Bajó de la bicicleta para conversar mejor y abrió el portón.
—Tuve muchísimos regalos. Una victrola, tres trajes, un montón de libros de cuentos, una caja de lápices de colores de las grandes. Una caja con juegos, un avión que mueve la hélice. Dos barcos con vela blanca. . .
Bajé la cabeza y me acordé del Niño Jesús, al que solamente le gustaba la gente rica, como decía Totoca.
—¿Qué pasa, Zezé?
—Nada.
—Y a ti, . . ¿te regalaron muchas cosas? Negué con la cabeza, sin poder responder.
—Pero, ¿nada? ¿De verdad, nada?
—Este año no tuvimos Navidad en casa. Papá todavía está sin empleo.
—¡No es posible! ¿Así que ustedes no tuvieron castañas, ni avellanas, ni vino?. . .
—Apenas "rabanada", que hizo Dindinha, y café. Sergito se quedó pensativo.
—Zezé, si yo te convido, ¿aceptas? Estaba adivinando de qué se trataba. Pero, aun sin haber comido, no tenía deseos.
—Vamos adentro. Mamá te hace un plato. Hay tantas cosas, tantos dulces...
No me arriesgaba. Había sido muy maltratado en esos días. Más de una vez había escuchado: "¿No te dije Que no me traigas mocosos de la calle a casa?".
—No, muchas gracias.
—Está bien. Y si le pido a mamá que haga un paquete de castañas y otras cosas para que se lo lleves a tu hermanito, ¿lo llevas?
—No puedo. Tengo que terminar de trabajar. Recién en ese momento Sergito descubrió mi cajoncito de lustrar, sobre el que me había sentado.
—Pero nadie se lustra en Navidad...
—Me pasé todo el día y solo conseguí ganar diez cruzeiros, y eso que cinco me los dieron de limosna. Todavía tengo que ganar dos más.
—¿Para qué, Zezé?
—No te lo puedo contar. Pero los necesito mucho. Se sonrió y tuvo una idea generosa.
—¿Quieres lustrar mis zapatos? Te doy diez cruzeiros.
—Tampoco puedo. No les cobro a los amigos.
—¿Y si te los doy, es decir, si te presto los diez cruzeiros?
—¿Y puedo demorar en pagarte?
—Como quieras. Hasta puedes pagarme después en bolitas.
—Así, sí.
Metió la mano en el bolsillo y me dio una moneda.
—No te aflijas, que recibí mucho dinero. Tengo la alcancía llena.
Pasé la mano por la rueda de la bicicleta.
—Es realmente linda.
—Cuando crezcas y sepas andar te dejaré dar una vuelta, ¿está bien?
—Bueno.
* * *
Entré como un huracán, con miedo de que fuesen a cerrar ya.
—Señor, ¿tiene todavía de aquellos cigarrillos caros?
Tomó dos paquetes cuando vio el dinero en la palma de mi mano.
—¿Esto no es para ti, verdad, Zezé?
Una voz dijo, atrás:
—¡Qué idea! ¡Un chico de esa edad!
Sin darse vuelta, le contestó:
—Porque usted no conoce a este cliente de cualquier cosa.
—Es para papá.
Sentía una enorme felicidad haciendo rodar las monedas en la palma de la mano.
—¿Ese o éste?
—Tú sabrás.
—Pasé todo el día trabajando para comprarle a papá este regalo de Navidad.
—¿De verás, Zezé? ¿Y él que te regaló?
—Nada, pobre. Todavía está sin empleo, usted ya sabe.
Se emocionó y nadie habló en el bar.
—¿Cuál le gustaría más, si fuese para usted?
—Los dos son lindos. Y a cualquier padre le gustaría recibir un regalo así.
—Envuélvame éste, por favor. Hizo el paquete, pero estaba medio raro cuando me lo
entregó. Como si quisiera decirme algo y no pudiera. Le entregué el dinero y sonreí.
—Gracias, Zezé.
—¡Que tenga felices fiestas!...
Corrí de nuevo hasta llegar a casa.
También había llegado la noche. Solamente en la cocina estaba encendida la luz del farol. Habían salido todos, pero papá estaba sentado a la mesa, mirando la pared vacía.
Tenía el rostro apoyado en la palma de la mano, y el codo en la mesa.
—¿Qué, hijo?
No había rencor alguno en su voz.
—¿Dónde estuviste todo el día?
Le mostré mi cajoncito de lustrar zapatos.
Lo dejé en el suelo y metí la mano en el bolsillo para sacar mi paquetito.
—Mira, papá, compré una cosa linda para ti. Sonrió comprendiendo todo lo que eso
había costado.
—¿Te gusta? Era el mejor. Abrió el paquete y aspiró el tabaco, sonriendo, pero sin conseguir decir nada.
—Fuma uno, papá.
Fui hasta el fogón para buscar un fósforo. Lo encendí, aproximándolo al cigarrillo que tenía en la boca.
Me alejé para ver la primera bocanada. Y algo me pasó. Arrojé al suelo el fósforo apagado. Y sentí que estaba explotando. Destrozándome todo por dentro. Reventando ese dolor tan grande que me había amenazado todo el día.
Miré a papá, su rostro barbudo, sus ojos.
Solo pude decirle:
—Papá... Papá...
Y la voz fue consumiéndose entre lágrimas y sollozos.
—No llores, hijito. Vas a tener que llorar mucho en la vida si continúas siendo un chico tan emotivo...
—Yo no quería, papá... Yo no quería decir... eso.
—Ya lo sé. Ya lo sé. Además, no me enojé porque en el fondo tenías razón.
Me acunó un poco más.
Después levantó mi rostro y lo secó con la servilleta que estaba allí cerca.
—Así está mejor.
Levanté mis manos y acaricié su cara. Pasé suavemente los dedos sobre sus ojos, intentando colocarlos en su lugar, sin aquella pantalla grande. Tenía miedo de que si no lo hacía esos ojos fueran a seguirme durante toda la vida.
—Vamos a acabar mi cigarrillo. Todavía con la voz temblorosa de emoción, pude tartamudear:
—Sabes, papá, cuando me quieras pegar nunca más voy a protestar... Puedes pegarme, no más...
—Está bien. Está bien, Zezé. Me depositó en el suelo, junto con el resto de mis sollozos. Tomó un plato del armario.
—Gloria te guardó un poco de ensalada de frutas. Yo no conseguía tragar. Se sentó y
fue llevando hasta mi boca pequeñas cucharadas. —Ahora pasó, ¿no es cierto que sí, hijo?
Hice que sí con la cabeza, pero las primeras cucharadas entraban en mi boca con gusto salado. El resto de mi llanto demoraba en pasar.
4
EL PAJARITO, LA ESCUELA Y LA FLOR
EL PAJARITO, LA ESCUELA Y LA FLOR
Casa nueva. Vida nueva y esperanzas simples, simples esperanzas. Allá iba yo entre don Arístides y el ayudante, en lo alto del carro, alegre como el día caliente.
Cuando el carro salió de la calle empedrada y entró en la Río-San Pablo fue una maravilla; ahora se deslizaba suave y agradablemente.
Pasó un coche de lujo a nuestro lado.
—Allá va el automóvil del portugués Manuel Valadares.
Cuando íbamos atravesando la esquina de la Calle de las Represas, un pito desde lejos llenó la mañana.
—Mire, don Arístides. Allá va el Mangaratiba.
—Lo sabes todo, ¿no?
—Conozco el sonido.
Solo se escuchaba el "toc-toc" de las patas de los caballos en el camino. Observé que el carro no era muy nuevo. Al contrario. Pero era firme, económico. Con otros dos viajes
traeríamos todos nuestros cachivaches. El burro no parecía muy firme. Pero resolví ser
agradable.
—Su carro es muy lindo, don Arístides.
—Sirve para lo que es.
—Y también el burro es lindo. ¿Cómo se llama?
—"Gitano".
Parecía no querer conversar.
—Hoy es un día muy feliz para mí. La primera vez que ando en carro. Encontré el automóvil del Portugués y escuché al Mangaratiba.
Silencio. Nada.
—Don Arístides, ¿El Mangaratiba es el tren más importante del Brasil?
—No. Pero es el más importante de esta línea.
Realmente no valía la pena. ¡Qué difícil era a veces entender a la gente grande!
Cuando llegamos frente a la casa, le entregué la llave e intenté ser cordial...
—¿Quiere que le ayude en alguna cosa?
—Ayudarás si no andas encima de la gente, molestando. Anda a jugar, que cuando sea la hora de volver te llamaré.
Di un salto y me fui.
—Minguito, ahora vamos a vivir siempre uno cerca del otro. Voy a ponerte tan lindo que ningún árbol podrá llegarte a los pies. Sabes, Minguito, acabo de viajar en un carro tan grande y suave que parecía una diligencia de aquellas de las películas de cine. Mira, todas
las cosas de las que me entere te las vendré a contar, ¿de acuerdo?
Me acerqué al pasto de la valla y miré el agua sucia, que corría.
—¿Cómo fue que dijimos el otro día que íbamos a llamar a este río?
—Amazonas.
—Eso mismo, Amazonas. Allá abajo, debe estar lleno de canoas de indios salvajes,
¿no es cierto Minguito?
—Ni me lo digas. Solamente puede estar así, lleno de canoas e indios.
No bien comenzaba la conversación y ya estaba don Arístides cerrando la casa y llamándome.
—¿Te quedas o vienes con nosotros?
—Voy a quedarme. Mamá y mis hermanas ya deben venir por la calle.
Y me quedé mirando cada cosa de cada rincón.
* * *
pie. Después, donde había estado el pie puse un hilo bien largo de barrilete y lo até.
De lejos, empujando despacito, parecía una cobra y en la oscuridad iba a tener gran éxito.
De noche, cada uno cuidaba de su vida. Parecía que la casa nueva hubiera cambiado el espíritu de todos. En la familia reinaba una alegría como desde hacía mucho tiempo no la
había.
Me quedé quietecito en el portal, esperando. La calle vivía de la poca iluminación de los postes, y las cercas de altos "Crótons" (6) sombreaban los rincones.
Seguramente que algunos estarían haciendo guardia en la Fábrica, y eso que no eran más de las ocho. Difícilmente eran las nueve. Pensé un momento en la Fábrica. No me gustaba. Su sirena triste en las mañanas se hacía más desagradable a las cinco de la tarde.
La Fábrica era un dragón que devoraba gente todo el día y vomitaba a su personal de noche, muy cansado. Y menos me gustaba porque mister Scottfield se había portado mal con papá.
. . ¡Listo! Por allá venía una mujer. Traía una sombrilla debajo del brazo y una cartera colgando de la mano. Se alcanzaba a escuchar el ruido de los zuecos golpeando la calle con sus tacones.
Corrí a esconderme en el portal y probé el hilo que arrastraba la cobra. Ella obedeció.
Estaba perfecta. Entonces me escondí bien escondidito detrás de la sombra de la cerca y me quedé con el hilo entre los dedos. Los zuecos venían acercándose, más cerca, más cerca todavía, y ¡zas! Comencé a tirar de la cobra que se deslizó despacio en medio de la calle.
¡Solo que yo no esperaba aquello! La mujer dio un grito tan grande que despertó a toda la calle. Largó la bolsa y la sombrilla para arriba y se apretó la barriga sin dejar de gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro!. . . Una cobra, amigos.
¡Ayúdenme!
Las puertas se abrieron y solté todo, corrí hacia la casa, entré en la cocina. Destapé rápidamente el cesto de la ropa sucia y me metí dentro, cubriendo de nuevo el cesto con la
tapa. Mi corazón latía, asustado, y continuaba escuchando los gritos de la mujer:
—¡Ay! ¡Dios mío, voy a perder a mi hijo de seis meses!
En ese momento no solamente estaba asustado, sino que comencé a temblar.
—¡No puedo más, no puedo más! ¡Y una cobra, con el miedo que les tengo!
—Tome un poco de agua de flor de naranjo. Cálmese. Quédese tranquila, que los hombres fueron detrás de la cobra armados con palos, machetes y un farol para alumbrarse.
¡Qué lío de los mil diablos por causa de una cobrita sin importancia! Pero lo peor de todo es que la gente de casa también había ido a mirar. Jandira, mamá y Lalá.
En mi miedo había olvidado tirar de la "cobra". Estaba frito.
Atrás de la cobra venía el hilo y el hilo entraba en nuestra casa.
Tres voces conocidas hablaron al mismo tiempo:
—¡Fue él!
Ya no se trataba de la caza de una cobra. Miraron debajo de las camas. Nada.
Pasaron cerca de mí, y yo ni respiré. Fueron del lado de afuera para mirar la casa. Jandira
tuvo una idea:
—¡Me parece que ya sé dónde está!
Levantó la tapa del cesto y fui levantado por las orejas y llevado hasta el comedor.
—¡Pestecita! Tú no sabes qué duro es cargar un hijo de seis meses en la barriga.
Lalá comentó, irónica:
—¡Ya estaba demorando mucho en estrenar la calle!
—Y ahora a la cama, sinvergüenza.
Salí frotándome el traste y me acosté de bruces. Fue una suerte que papá hubiese ido a jugar a las cartas. Me quedé en la oscuridad tragándome el resto del llanto y pensando que la cama era la mejor cosa del mundo para curarse de una zurra.
* * *
Al día siguiente me levanté temprano. Tenía dos cosas muy importantes que hacer: primero, espiar un poco como quien no quiere. Si la cobra todavía estaba por allá, la agarraría para esconderla dentro de la camisa. Todavía podría usarla en otra parte. Pero no estaba. Iba a ser difícil encontrar otra media que diese una cobra tan buena como aquélla.
Me volví de espaldas y me fui caminando a casa de Dindinha. Necesitaba hablar con tío Edmundo.
Entré allá sabiendo que todavía era temprano para su vida de jubilado. Por lo tanto, no habría salido para jugar a la quiniela, hacer su fiestita, como él decía, y comprar los diarios.
Y así fue; estaba en la sala haciendo un nuevo "solitario".
—¡La bendición, tiíto!
No respondió. Estaba haciéndose el sordo. En casa todos decían que a él le gustaba hacer así cuando no le interesaba la conversación.
Conmigo no lo hacia. Además (¡cómo me gustaba la palabra además!), Conmigo nunca era demasiado sordo. Le tironeé la manga de la camisa, y como siempre me parecieron lindos los tirantes de ajedrez blanco y negro.
—¡Ah! Eres tú. . .
Estaba haciendo como si no me hubiera visto.
—¿Cómo es el nombre de ese "solitario", tío?
—Es el del reloj.
—Es lindo.
Yo ya conocía todas las cartas de la baraja. La única que no me gustaba mucho era la sota. No sé por qué, tenía aspecto de sirviente del rey.
—Sabes, tío, vine a conversar una cosa contigo.
—Estoy terminando, en cuanto acabe conversaremos.
Pero en seguidita mezcló todas las cartas.
—¿No salió?
—No.
Hizo un montoncito con las cartas y las dejó a un lado.
—Bien, Zezé, si tu asunto es un "asunto" de dinero —restregó los dedos— no tengo un céntimo.
—¿Ni una monedita para bolitas?
Se sonrió.
—Una monedita puede ser, ¿quién sabe? Iba a meter la mano en el bolsillo, pero lo interrumpí.
—Estoy haciendo una broma, tío, no es nada de eso.
—Entonces ¿de qué se trata?
Sentía que él se encantaba con mis "precocidades" y, después de que yo le leyera sin aprender, las cosas habían mejorado mucho.
—Quiero saber una cosa muy importante. ¿Eres capaz de cantar sin estar cantando?
—No entiendo bien.
—Así —y canté una estrofa de "Casita Pequeñita".
—Pero estás cantando, ¿no es verdad?
—Ahí está la cosa. Yo puedo hacer todo eso por dentro sin cantar por fuera.
Rió de mi simplicidad, pero no sabía adonde quería llegar.
—Mira, tío, cuando yo era pequeñito pensaba que tenía un pajarito aquí adentro y que cantaba. Era él quien cantaba.
—¡Aja! Es una maravilla que tengas un pajarito así.
—No entendiste. Pasa que ahora ando medio desconfiado de ese pajarito. ¿Y cuando hablo y veo por dentro?
Entendió y se rió de mi confusión.
—Voy a explicarte, Zezé. ¿Sabes lo que es eso? Eso significa que estás creciendo. Y creciendo, esa cosa que dices que habla y ve se llama pensamiento. El pensamiento es lo que hace aquello que una vez yo dije que tendrías muy pronto...
—¿La edad de la razón?
—Es muy bueno que te acuerdes. Entonces sucede una maravilla. El pensamiento crece, crece y toma por su cuenta toda nuestra cabeza y nuestro corazón. Vive en nuestros ojos y en todos los momentos de nuestra vida.
—Ya sé. ¿Y el pajarito?
—El pajarito fue hecho por Dios para ayudar a las criaturas a descubrir las cosas.
Después, cuando el niño ya no lo necesita más, devuelve el pajarito a Dios. Y Dios lo coloca
en otro niño inteligente como tú. ¿No es lindo eso?
Reí feliz porque estaba teniendo un "pensamiento".
—Sí. Y ahora me voy.
—¿Y la monedita?
—Hoy no. Voy a estar muy ocupado.
Salí por la calle pensando en todo. Pero estaba recordando una cosa que me ponía muy triste. Totoca tenía un pájaro muy lindo, tan manso que subía a su dedo cuando le cambiaba el alpiste. Podía hasta dejar la puerta abierta que no se escapaba. Un día Totoca se olvidó de él y lo dejó al sol. Y el sol caliente lo mató. Me acordaba de Totoca con él en la mano y llorando, llorando con el pajarito muerto apoyado en el rostro. Y decía:
—Nunca más, nunca más voy a tener preso a un pajarito.
Yo estaba con él y le dije:
—Totoca, yo tampoco voy a tener a ninguno preso. Llegué a casa y fui derecho a ver a Minguito.
—Xururuca, vine a hacer una cosa.
—¿Qué es?
—¿Vamos a esperar un poco?
—Vamos. Me senté y recosté mi cabeza en su tronquito.
—¿Qué es lo que vamos a esperar, Zezé?
—Que pase una nube bien linda por el cielo.
—¿Para qué?
—Voy a soltar a mi pajarito. Sí, voy a soltarlo; ya no lo preciso más...
Nos quedamos mirando el cielo.
—¿Es ésa, Minguito?
La nube venía caminando muy despacio, bien grande, como si fuese una hoja blanca toda recortada.
—Es aquélla, Minguito. Me levanté, emocionado, y abrí mi camisa. Sentí que él iba saliendo de mi pecho flaco.
—Vuela, vuela, pajarito mío. Bien alto. Súbete hasta pararte en el dedo de Dios. Dios te va a llevar hasta otro niño y vas a cantarle lindo, como siempre cantaste para mí. ¡Adiós, mi pajarito lindo!
Sentí un interminable vacío interior.
—Mira, Zezé. Se posó en el dedo de la nube.
—Ya lo vi... Recosté mi cabeza en el corazón de Minguito y me quedé mirando la nube, que seguía su camino.
—Nunca fui malo con él...
Di vuelta mi cara contra su rama.
—Xururuca.
—¿Qué pasa?
—¿Es feo si me pongo a llorar?
—Nunca es feo llorar, bobo. ¿Por qué?
—No sé, todavía no me acostumbré. Parece como si aquí adentro mi jaula hubiese quedado vacía. . .
* * *
Gloria me había llamado muy temprano.
—Déjame ver las uñas.
Le mostré las manos y ella aprobó.
—Ahora las orejas.
—¡Uyuyuy, Zezé!
Me llevó hasta la pileta, mojó un trapo con jabón y fue restregando mi suciedad.
—¡Nunca vi a una persona decir que es un guerrero Pinagé y vivir siempre sucio! Anda calzándote mientras busco una ropita decente para ti.
Fue a mi cajón y revolvió. Revolvió más. Y cuanto más revolvía menos encontraba.
Todos mis pantaloncitos estaban rotos, agujereados, remendados o zurcidos.
—No se necesitaba ni contarlo a nadie. Solamente viendo este cajón la gente descubriría enseguida el niño terrible que eres. Ponte éste, que es el menos malo.
Y nos dirigimos hacia el descubrimiento "maravilloso" que yo iba a hacer.
Llegamos cerca de la Escuela, adonde un montón de personas habían llevado a sus niños para inscribirlos.
—No vayas a hacer un papel triste ni a olvidarte de nada Zezé.
Nos sentamos en una sala llena de chicos, y todos se miraban unos a otros. Hasta que llegó nuestro turno y entramos en el escritorio de la directora.
—¿Es su hermanito?
—Sí, señora. Mamá no pudo venir porque trabaja en la ciudad.
Ella me miró bastante y sus ojos parecían grandes y negros porque los anteojos eran muy gruesos. Lo gracioso es que tenía bigotes de hombre. Por eso seguramente era la directora.
—¿No es muy pequeño el niño?
—Es muy delgadito para la edad. Pero ya sabe leer.
—¿Qué edad tienes, niño?
—El día 26 de febrero cumplí seis años, sí, señora.
—Muy bien. Vamos a hacer la ficha. Primero los datos familiares.
Gloria dio el nombre de papá. Cuando tuvo que dar el de mamá, ella dijo solamente:
Estefanía de Vasconcelos. Yo no aguanté y solté mi corrección.
—Estefanía Pinagé de Vasconcelos.
—¿Cómo?
Gloria se puso un poco colorada.
—Es Pinagé. Mamá es hija de indios.
Me puse todo orgulloso porque yo debía ser el único que tenía nombre de indio en esa escuela.
Después Gloria firmó un papel y quedó de pie, indecisa.
—Alguna otra cosa, muchacha...
Y eso quedó comprobado cuando me mandó que diese una vuelta para ver mi tamaño y número, y acabó viendo mis remiendos.
Escribió un número en un papel y nos mandó adentro a buscar a doña Eulalia.
También doña Eulalia se admiró por mi tamaño, y aun el uniforme más pequeño que tenía me hacía aparecer un pollito emplumado.
—El único es éste, pero es grande. ¡Qué niño menudito!. . .
—Lo llevo y lo acorto.
Salí todo contento con mis dos uniformes de regalo. ¡Imagínense la cara de Minguito cuando me viese con ropa nueva y de alumno!
—Tocan una campana grande. Pero no tanto como la de la iglesia. ¿Sabes, no? Todo el mundo entra en el patio grande y busca el lugar que tiene su maestra. Entonces ella viene y hace que formemos una fila de cuatro, y vamos todos, como si fuésemos carneritos, adentro de la clase. Uno se sienta en un banco que tiene una tapa que abre y cierra, y allí lo guarda todo. Voy a tener que aprender un montón de himnos porque la profesora dijo que, para ser un buen brasileño y "patriota", uno tiene que saber el himno de nuestra tierra.
Cuando lo aprenda te lo canto, ¿sabes, Minguito?...
Y vinieron las novedades. Y las peleas. Los descubrimientos de un mundo donde todo era nuevo.
—Nenita, ¿adonde llevas esa flor?
Ella era limpita y traía en la mano el libro y el cuaderno forrados. Usaba dos trencitas.
—Se la llevo a mi maestra.
—¿Por qué?
—Porque a ella le gustan las flores. Y toda alumna aplicada le lleva una flor a su maestra.
—¿Los niños también pueden llevarle?
—Si a su profesora le gusta, sí.
—¿De veras?
—Sí.
Comencé a reparar en las otras clases: todos los floreros, sobre la mesa, tenían flores.
Solo el florero de la mía continuaba vacío.
* * *
Mi aventura mayor fue aquélla.
—¿Sabes una cosa, Minguito? Hoy agarré un "murciélago".
—¿Ese famoso Luciano, que decías que iba a venir a vivir aquí, en los fondos?
—No, bobo. Un "murciélago"(7) de caminar. Uno agarra los coches que pasan despacio cerca de la escuela y se pega en la rueda trasera. Y así viaja que es una belleza. Cuando llega a la esquina en la que va a entrar y se detiene para ver si viene otro coche, uno salta.
Pero salta con cuidado. Porque si salta a velocidad se achata el trasero en el suelo y se roza
los brazos.
Y así conversaba sobre todo lo que sucedía en la clase y en el recreo. Había que ver cómo se hinchó de orgullo cuando le conté que, en la clase de lectura, Cecilia Paim dijo que yo era el que mejor leía. El mejor "lecturero". Me quedé con ciertas dudas y resolví que en la primera oportunidad le preguntaría a tío Edmundo si realmente era "lecturero".
—Pero, hablando de nuevo del "murciélago", Minguito. Para que tengas una idea de cómo es resulta casi tan lindo como andar a caballo sobre tus ramas.
—Pero conmigo no corres peligro.
—No corro, ¿eh? ¿Y cuando galopas como loco por las campiñas del Oeste, cuando voy a cazar bisontes y búfalos? ¿Ya te olvidaste?
Tuvo que manifestarse de acuerdo porque nunca podía discutir conmigo y ganar.
—Pero hay uno, Minguito, hay uno en el que nadie tiene coraje de subir. ¿Sabes cuál es? Aquel cochazo del Portugués, de Manuel Valadares. ¿Viste alguna vez nombre más feo que ése? Manuel Valadares...
—Es feo, sí. Pero estoy pensando en otra cosa.
—¿Te crees que no sé en lo que estás pensando? Sí que lo sé. Pero por el momento, no. Déjame entrenarme más. Después me arriesgo. . .
* * *
—¿Sabes lo que es eso, Minguito?
—Caballero es una persona muy bien educada, que se parece a un príncipe.
Y todos los días fui tomando gusto por las clases y aplicándome cada vez más. Nunca vino una queja contra mí. Gloria decía que dejaba mi diablito guardado en el cajón y me volvía otro chico.
—¿Crees eso, Minguito?
—Me parece que sí.
—Entonces yo, que te iba a contar un secreto, ¡ahora no te lo cuento!
Me fui enojado con él. Pero no le dio demasiada importancia a eso, porque sabía que mis enojos no duraban mucho.
El secreto tendría lugar a la noche, y mi corazón casi escapaba del pecho, de tanta ansiedad. Demoraba la Fábrica en hacer sonar su sirena, y la gente en pasar. Los días de verano tardaba en llegar la noche. Hasta la hora de la comida no llegaba. Me quedé en el portal viéndolo todo, sin acordarme de la cobra ni pensar en nada.
En la esquina apareció el bulto de mamá. Era ella. Nadie en el mundo se le parecía.
Me levanté de un salto y corrí a su encuentro.
—La bendición, mamá —y besé su mano. Hasta en la calle mal iluminada veía su rostro muy cansado.
—¿Trabajaste mucho hoy, mamá?
—Mucho, hijito. Hacía tanto calor dentro del telar que nadie aguantaba.
—Dame la bolsa; estás muy cansada. Comencé a llevar la bolsa con la marmita vacía adentro.
—¿Muchas picardías, hoy?
—Poquito, mamá.
—¿Por qué viniste a esperarme?
Ella había comenzado a adivinar.
—Mamá, ¿me quieres por lo menos un poquito?
—Te quiero como a los otros. ¿Por qué?
—Mamá, ¿conoces a Nardito? El que es sobrino de "Pata Chueca". Se rió.
—Ya lo recuerdo.
Y él no tiene ningún hermano pequeño para que lo aproveche. Y dice que lo quería vender. . .
¿Me lo compras?
—¡Ay, hijo! ¡Las cosas están difíciles!
—Pero lo vende a pagar en dos veces. Y no es caro. No se paga ni la hechura.
Estaba repitiendo las frases de Jacob, el prestamista. Ella guardaba silencio, haciendo cuentas.
—Mamá, soy el alumno más estudioso de mi clase. La profesora dice que voy a ganar un premio. . . ¡Cómpramelo, mamá! Desde hace mucho tiempo no tengo ninguna ropa nueva. Pero el silencio de ella llegaba a angustiar.
—Mira, mamá, si no es ése nunca voy a tener mi traje de poeta. Lalá me haría una corbata así, de moño grande, con un pedazo de seda que ella tiene...
Le besé la mano y fui caminando con el rostro apoyado en su mano hasta entrar en casa.
Así fue como tuve mi traje de poeta. Y quedé tan lindo que tío Edmundo me llevó a sacarme un retrato.
***
La escuela. La flor. La flor. La escuela...
Todo iba muy bien hasta que Godofredo entró en mi clase. Pidió permiso y fue a hablar con Cecilia Paim. Sólo sé que señaló la flor en el florero. Después salió. Ella me miró con tristeza.
Cuando terminó la clase me llamó.
—Quiero hablar algo contigo, Zezé. Espera un poco.
Se puso a acomodar su cartera y parecía que no iba a terminar nunca. Veía que no tenía ningún deseo de hablarme y buscaba coraje en sus cosas. Al final se decidió.
—Godofredo me contó algo muy feo de ti, Zezé. ¿Es verdad?
Moví la cabeza afirmativamente.
—¿De la flor? Sí, es cierto, señorita.
—¿Cómo lo haces?
—Sí, pero eso no está bien. No debes volver a hacer eso nunca más. No es un robo, pero es un hurto.
—No lo es, señorita. ¿Acaso el mundo no es de Dios? ¿Y todo lo que hay en el mundo no es de Dios, acaso? Entonces también las flores son de El...
Quedó espantada con mi lógica.
—Únicamente así podría traerle una flor, señorita. En casa no hay jardín. Una flor cuesta dinero... Y yo no quería que su escritorio estuviese siempre con el florero vacío. Ella tragó en seco.
—¿Acaso de vez en cuando usted no me regala un dinerito para comprarme una galleta rellena?...
—Te lo daría todos los días. Pero desapareces...
—No podría aceptar ese dinero todos los días. .
—¿Por qué?
—Porque hay otros niños pobres que tampoco traen merienda.
Sacó el pañuelo de la cartera y se lo pasó disimuladamente por los ojos.
—Señorita, ¿usted no ve a "Lechuzita"?
—¿Quién es?
—Esa negrita de mi tamaño, ésa a la que la madre le sujeta el cabello en rulitos, y se los ata con piolín.
—Ya sé. Dorotília.
—Ella misma, señorita. Dorotília es más pobre que yo. Y las otras chicas no quieren jugar con ella porque es negrita y muy pobre. Por eso ella se queda siempre en un rincón.
Yo divido con ella mi masita, esa que usted me regala.
Entonces se quedó con el pañuelo en la nariz durante mucho tiempo.
—De vez en cuando usted podría darle ese dinero a ella en vez de dármelo a mí. La mamá lava ropa y tiene once hijos. Todos chiquitos todavía. Dindinha, mi abuela, todos los sábados le da un poco de "feijao"(8) y de arroz, para ayudarlos. Y yo divido mi masita con ella porque mamá me enseñó que uno debe dividir la pobreza propia con quien todavía es más pobre.
Sus lágrimas estaban bajando.
—Yo no quería que usted llorara, señorita. Le prometo no robar más flores y voy a ser cada día más aplicado.
—No se trata de eso, Zezé. Ven aquí. Tomó mis manos entre las suyas.
—Vas a prometerme una cosa, porque tienes un corazón maravilloso, Zezé.
—Se lo prometo, pero no quiero engañarla, señorita. No tengo un corazón maravilloso.
Usted dice eso porque no sabe cómo soy en casa.
—Lo prometo, sí, señorita. Pero ¿y el florero? ¿Va a quedar siempre vacío?
—Nunca más estará vacío. Cada vez que lo mire veré en él, siempre, la flor más linda del mundo. Y voy a pensar: el que me regaló esa flor fue mi mejor alumno. ¿Está bien?
Ahora se reía. Soltó mis manos y habló con dulzura:
—Ahora te puedes ir, corazón de oro...
5
EN UNA CELDA HE DE VERTE MORIR
Por ello ese martes me hice la "rabona". No quería que ni siquiera Totoca lo supiera; si no tendría que pagarle algunas bolitas para que no contase nada en casa. Como era temprano y él debía aparecer cuando el reloj de la iglesia diera las nueve, fui a dar unas vueltas por las calles. Las que no eran peligrosas, claro. Primero me detuve en la iglesia y eché una mirada a los santos. Me daba cierto miedo ver las imágenes quietas, llenas de velas. Las velas, pestañeando, hacían que también el santo pestañeara. Todavía no estaba muy seguro de que fuese bueno ser santo y estar todo el tiempo quieto, quieto. Di una vuelta por la sacristía, donde don Zacarías se hallaba sacando las velas viejas de los candelabros y colocando otras nuevas. Estaba haciendo un montoncito de cabos encima de la mesa.
Se detuvo, colocose los anteojos en la punta de la nariz, resopló, se dio vuelta y respondió:
—Buen día, muchacho.
—¿No quiere que lo ayude?
Mis ojos devoraban los cabitos de vela.
—Solamente si quieres molestar. ¿No fuiste a clase hoy?
—Sí, fui. Pero la profesora no vino. Estaba con dolor de dientes.
—¡Ah!
Nuevamente se dio vuelta y se colocó otra vez los anteojos sobre la punta de la nariz.
—¿Qué edad tienes, muchacho?
—Cinco; no, seis años. Seis no, en realidad cinco.
—¿En qué quedamos, cinco o seis? Pensé en la escuela y mentí.
—Seis.
—Pues con seis años ya estás en buena edad para comenzar el Catecismo.
—¿Yo puedo?
—¿Por qué no? Solamente tienes que venir todos los jueves a las tres de la tarde.
¿Quieres venir?
—Depende. Si usted me da los cabitos de vela, vengo.
—¿Y para qué los quieres? El diablo me había musitado una cosa. Nuevamente mentí.
—Es para encerar el hilo de mi barrilete para que quede más fuerte.
—Entonces llévalos.
Reuní los pedacitos y los metí en medio de la bolsa, junto con los cuadernos y las bolitas. Deliraba de alegría.
—Muchas gracias, don Zacarías.
—Escucha bien, ¿eh? El jueves.
Salí volando. Como era temprano me daba tiempo para hacer aquello. Corrí hacia enfrente del Casino y, cuando no venía nadie, crucé la calle y pasé lo más rápidamente posible los pedacitos de cera por la calzada. Después volví corriendo y me quedé esperando, sentado en el umbral de una de las cuatro puertas cerradas del Casino. Quería ver de lejos quién iba a resbalar primero.
Ya estaba casi desanimado de tanto esperar. De pronto, ¡plaff! Mi corazón dio un salto; doña Corina, la madre de Nanzeazena, asomó con un pañuelo y un libro en el portal y comenzó a encaminarse hacia la iglesia.
—¡Virgen María!
Ella era amiga de mi madre, y Nanzeazena amiga íntima de Gloria. No quería ver nada. Me lancé a la carrera hasta la esquina y allí me paré a mirar. La mujer estaba desparramada en el suelo diciendo malas palabras.
Se juntó gente para ver si se había golpeado, pero por la manera en que ella insultaba solamente debía haberse hecho algunos rasguños.
—¡Son esos mocosos sinvergüenzas que andan por ahí!
Respiré aliviado. Pero no tanto como para dejar de darme cuenta de que por detrás una mano me había sujetado la bolsa.
—Eso fue obra tuya, ¿no, Zezé?
Don Orlando Pelo-de-Fuego. Nada menos que él, que durante tanto tiempo había sido nuestro vecino.
Perdí el habla.
—¿Fue así, o no?
—Usted no va a contar nada allá en casa, ¿verdad?
—No voy a contar, no. Pero ven acá, Zezé. Esta vez pasa, porque esa vieja es muy lengualarga. Pero no vuelvas a hacer esto, que alguien puede quebrarse una pierna.
Puse la cara más obediente del mundo y me soltó.
Volví a rondar por el mercado, esperando que él llegara. Antes pasé por la confitería de don Rozemberg, sonreí y hablé con él:
—Buen día, don Rozemberg. Me dio un "buen día" seco y ni una galleta. ¡Hijo de puta!
Me daba alguna solamente cuando estaba con Lalá.
En ese momento el reloj dio las campanadas de las nueve. El nunca fallaba. Fui siguiendo sus pasos a distancia. Entró en la calle del Progreso y se paró casi en la esquina.
Depositó la bolsa en el suelo y se echó el saco sobre el hombro izquierdo. ¡Ah, qué linda camisa a cuadros! Cuando sea hombre solamente voy a usar camisas así. Y además tenía un pañuelo rojo en el cuello y el sombrero caído hacia atrás. Hizo sonar una bocina fuerte, que llenó la calle de alegría.
—¡Acérquense! ¡Aquí están las novedades del día! También su voz de bahiano era linda.
—Los sucesos de la semana. ¡Claudionor!... Perdón... La última música de Chico Viola.
El último éxito de Vicente Celestino. ¡Aprendan, amigos, que es la última moda!
Esa manera tan linda de pronunciar las palabras, casi cantando, me dejaba fascinado.
Lo que quería que cantase era "Fanny". Siempre lo hacía y yo quería aprenderla.
Cuando llegaba a esa parte la que decía "En una celda he de verte morir", yo temblaba ante
tanta belleza... Lanzó su vozarrón y cantó "Claudionor":
Fui a un baile en el "morro"(9) da Mangueira
Una mulata me llamó de tal manera. . .
No vuelvo más allá, tengo miedo de "cobrar".
Su marido es muy fuerte. Y capaz de matar. . .
No voy a hacer como hizo Claudionor,
Para mantener la familia fue a hacerse el estibador.
Se detenía y anunciaba:
—Folletos de todos los precios, desde centavos hasta cuatrocientos "réis"10. ¡Sesenta canciones nuevas! Los últimos tangos.
Ahí llegó mi felicidad, "Fanny".
Aprovechaste que ella estaba sólita
Y sin tiempo de llamar a una vecina. . .
La apuñalaste sin dolor ni compasión.
(Su voz volvíase suave, dulce, tierna, como para destrozar el corazón más duro.)
A la pobre, pobre Fanny, que tenía buen corazón.
Por Dios te juro que también has de sufrir. . .
En una CELDA HE DE VERTE MORIR
La apuñalaste sin dolor ni compasión
A la pobre, pobre Fanny, que tenía buen corazón.
La gente salía de las casas y compraba un folleto, no sin antes mirar cuál era el que
más le agradaba. Y así es como yo estaba pegado a él, por causa de "Fanny".
Se volvió hacia mí con una sonrisa enorme.
—¿Quieres uno, muchacho?
—No, señor, no tengo dinero.
—Ya me parecía.
Agarró su bolsa y continuó gritando por la calle.
—El vals "Perdón", "Fumando espero" y "Adiós Muchachos", los tangos aun más
cantados que "Noche de Reyes". En el centro se cantan solamente estos tangos. . . "Luz
celestial", una belleza. ¡Vean qué letra!
Y parecía abrir el pecho:
Tienes en tu mirada una luz celestial que me hace creer. . .
Ver una irradiación de estrellas brillando en el espacio sideral.
Juro hasta por Dios que ni siquiera allá en los cielos
puede haber
Ojos que seduzcan tanto como los tuyos. . .
¡Oh! Deja que tus ojos miren bien los míos para recordar
La historia triste de un amor nacido en ola
lunar. . .
Ojos que bien dicen y sin poder hablar qué desdichado es amar. . .
Anunció varias otras cosas, vendió algunos folletos y tropezó conmigo. Se detuvo y
me llamó haciendo chasquear los dedos. ,
—Ven acá, pajarito.
Obedecí, riendo.
45
—¿Vas o no vas a dejar de seguirme?
—No, señor. ¡Nadie en el mundo canta tan lindo como usted!
Se sintió medio lisonjeado y un tanto desarmado. Vi que comenzaba a ganar la
partida.
—Ya me estás pareciendo piojo de cobra.
—Es que quería ver si usted cantaba mejor que Vicente Celestino y Chico Viola. ¡Y sí
que canta mejor! Una amplia sonrisa se dibujó en su cara.
—¿Y tú ya los escuchaste, pajarito?
—Sí, señor. En el gramófono que hay en la casa del hijo del doctor Adauto Luz.
—Entonces es porque el gramófono era viejo o la aguja estaba arruinada.
—No, señor. Era nuevecita, acababa de llegar. ¡De verdad que usted canta mucho
mejor, eso es lo que pasa! Estuve pensando una cosa.
—A ver.
—Yo lo sigo todo el rato. Bien. Usted me enseña cuánto cuesta cada folleto; entonces
usted canta y yo vendo el folleto. A todo el mundo le gusta comprarle a un chico.
—No es mala idea, pajarito. Pero dime una cosa: vas porque quieres. Yo no puedo
pagarte nada.
—¡Pero si yo no quiero nada!
—Entonces, ¿por qué?
—Porque me gusta cantar. Me gusta aprender. Y me parece que "Fanny" es lo más
lindo del mundo. Y si al final usted vende mucho, mucho, entonces me da un folleto viejo
que nadie quiera comprar, y se lo llevo a mi hermana.
Se quitó el sombrero y se rascó la cabeza, en la cual los cabellos le raleaban.
—Tengo una hermana muy joven llamada Gloria y se lo llevaría a ella. Solamente para
eso.
—Entonces vamos.
Y nos fuimos cantando y vendiendo. El cantaba y yo iba aprendiendo.
Cuando llegó el mediodía, me miró medio desconfiado.
—¿Y no vas a tu casa para almorzar?
—Solamente cuando terminemos nuestro trabajo. Se rascó de nuevo la cabeza.
—Ven conmigo.
Nos sentamos en un banco de la calle Ceres y él sacó del fondo de su gran bolsa un
enorme sandwich. De la cintura extrajo un cuchillo; era un cuchillo como para meter miedo.
Cortó un pedazo del sandwich y me lo dio. Después bebió un trago de "cacica"11 y pidió dos
refrescos de limón para acompañar la merienda. El decía "merienda". Mientras se llevaba la
comida a la boca me examinaba atentamente y sus ojos estaban muy contentos.
—¡Sabes, pajarito, me estás dando suerte! Tengo una fila de chicos panzudos y nunca
se me ocurrió la idea de aprovechar a uno de ellos para que me ayudara.
Tomó un gran trago de limonada.
—¿Cuántos años tienes?
—Cinco. Seis. . . Cinco.
—¿Cinco o seis?
—Todavía no cumplí seis.
—Pues eres un chico muy inteligente y bueno.
—¿Eso quiere decir que el martes que viene nos volveremos a encontrar? Se rió.
—Si tú quieres.
—Sí que quiero. Pero voy a tener que combinar con mi hermana Ella va a comprender.
Hasta es conveniente porque nunca fui hasta el otro lado de la estación.
—¿cómo sabes que voy para allá?
—Porque todos los martes lo espero. Una vez usted viene y la otra no— Entonces
Pensé que usted iría al otro.
—¡Mira que eres vivo! ¿Como te llamas?
—Zezé.
—Y yo, Ariovaldo. ¡Choque! — Tomó mi mano entre las suyas callosas para sellar "la amistad hasta la muerte''.
No fue muy difícil convencer a Gloria.
—Pero Zezé, ¿una vez por semana? ¿Y las clases?
Le mostré mi cuaderno y todos mis deberes, que estaban bien hechos y limpios. Las notas eran espléndidas. E hice lo mismo con el cuaderno de aritmética.
—Y en la lectura yo soy el mejor, Godóia. Pero ella no se decidía.
—Lo que estamos estudiando todavía va a repetirse durante varios meses. Hasta que esa caterva de burros aprenda, correrá el tiempo.
Se rió.
—¡Qué expresión, Zezé!
—Pero si es así, Gloria, aprendo mucho más cantando. ¿Quieres ver cuántas cosas nuevas aprendí? Tío Edmundo me enseñó. Mira: estibador, celestial, sideral y desdichado. Y encima de eso te traigo un folleto por semana, y te enseño las cosas más lindas del mundo.
—Bueno. Pero, eso sí, ¿qué le diremos a papá cuando note que todos los martes faltas a almorzar?
—No se dará cuenta. Cuando él pregunte, le mientes, diciéndole que fui a almorzar con Dindinha. Que fui a llevarle un recado a Nanzeazena y que me quedé allá para almorzar.
¡Virgen María! ¡Menos mal que aquella vieja no sabía lo que yo había hecho!...
Acabó estando de acuerdo, convencida de que era una manera de que no inventara travesuras y, por lo mismo, no me llevase muchas zurras. Además, sería lindo quedarnos debajo de los naranjos, los miércoles, enseñándole a cantar.
No veía la hora de que llegara el martes. Ya iba a esperar a don Ariovaldo a la Estación. Si no perdía el tren, llegaría a las ocho y media.
Husmeaba por todos los rincones, viéndolo todo. Me gustaba pasar por la confitería a mirar a la gente que bajaba las escaleras de la Estación. ¡Ese sí que era un buen lugar para limpiar zapatos! Pero Gloria no me dejaba, ya que la policía corría detrás de uno y le quitaba el cajón. Y, además, estaban los trenes. Solamente podía ir con don Ariovaldo si me daba la mano, aun para cruzar la línea por encima del puente.
Ahí llegaba él, sofocado. Después de "Fanny" se había convencido de que yo sabía qué era lo que le gustaba comprar a la gente.
Nos sentábamos en la pared de la Estación, frente al jardín de la Fábrica, y él abría el folleto principal, mostrándome la música y cantando el comienzo. Cuando a mí no me parecía bueno, buscaba otra.
—Esta es nueva, "Sinvergüencita". Cantó otra vez.
—Cántela de nuevo. Repitió la estrofa final.
—Esa, don Ariovaldo, además de "Fanny" y los tangos. ¡Vamos a venderlo todo!
Y nos fuimos por las calles llenas de sol y de polvo. Nosotros éramos los pajaritos alegres que confirmaban el verano
Su lindo vozarrón abría la ventana de la mañana.
—El éxito de la semana, del mes y del año. "Sinvergüencita", que grabó Chico Viola.
La Luna surge color de plata
En lo alto de la montaña verdeante
Y la lira del cantor en serenata
Despierta en la ventana a su amante.
Al sonido de la melodía apasionada
En las cuerdas de la sonora guitarra
Confiesa el cantor a su amada
Lo que tiene adentro del corazón...
Ahí, hacía una pequeña pausa, asentía dos veces con la cabeza y yo entraba con mi vocecita afinada.
Oh linda imagen de mujer que me seduce
Si yo pudiera estarías en un altar.
Eres la imagen de mis sueños, eres la luz,
Eres sinvergüencita, no necesitas trabajar...
¡Qué cosa! Las muchachas venían corriendo a comprar. Caballeros, gente de toda estatura y de todo tipo.
Lo que me gustaba era vender los folletos de cuatrocientos réis y de quinientos.
Cuando era una muchacha, yo ya sabía.
—Su vuelto, señora.
—Guárdalo para comprarte caramelos.
Ya estaba pegándoseme la manera de hablar de don Ariovaldo.
Al mediodía, ya se sabe. Entrábamos en el primer bar, y "triquete tráquete", devorábamos el sandwich con refresco de naranja o de grosella.
Entonces yo metía la mano en el bolsillo, y desparramaba los vueltos en la mesa.
—Aquí está, don Ariovaldo —y empujaba los níqueles para su lado.
Se sonreía y comentaba:
—Eres un muchachito "decente", Zezé.
—Don Ariovaldo, ¿qué quiere decir "pajarito", como usted me decía antes?
—En mi tierra, la santa Bahía, les decimos así a los muchachitos barrigudos, pequeños, menuditos.
Se rascó la cabeza y se llevó la mano a la boca, a fin de eructar.
Pidió disculpas y agarró un mondadientes. El dinero continuaba en el mismo rincón.
—Estuve pensando, Zezé. De hoy en adelante puedes quedarte con esos vueltos. Al final de cuentas nosotros ahora somos un dúo.
—¿Qué es un dúo?
—Cuando dos personas cantan juntas.
—Entonces,¿puedo comprar una "mariamole"?(12)
—El dinero es tuyo. Haz con él lo que quieras.
—Gracias, "compañero".
Se rió de la imitación. Ahora era yo quien comía y lo miraba.
—¿De veras formamos un dúo?
—Ahora sí.
—Pues déjeme cantar la parte del corazón de "Fanny"— Usted canta fuerte y yo entro con la voz más dulce del mundo.
—No es mala idea, Zezé.
—Entonces, cuando volvamos después del almuerzo, vamos a empezar con "Fanny", que da una suerte loca.
Y debajo del sol caliente recomenzamos el trabajo.
Habíamos comenzado a cantar "Fanny" cuando sucedió el desastre. Doña María de la Peña se acercó, muy beata debajo de la sombrilla, con la cara blanca de polvo de arroz. Se quedó parada escuchando nuestra "Fanny". Don Ariovaldo adivinó la tragedia y me susurró que continuase cantando al mismo tiempo que caminábamos.
¡Qué va! Estaba tan fascinado con el corazón de "Fanny" que ni noté qué pasaba.
Doña María de la Peña cerró la sombrilla y se quedó con la puntera golpeando en la de su zapato. Cuando acabé frunció la cara, muerta de rabia, y exclamó:
—¡Muy bonito! Muy bonito que una criatura cante una inmoralidad así.
—Señora, mi trabajo no tiene nada de inmoral. Cualquier trabajo honesto es un buen trabajo, y no me avergüenzo, ¿sabe?
Nunca vi a don Ariovaldo tan encrespado. ¡Ella quería pelea, entonces vería!
—¿Esa criatura es su hijo?
—No, señora, infelizmente.
—¿Su sobrino, pariente suyo?
—No es nada mío.
—¿Qué edad tiene?
—Seis años.
Dudó mirando mi tamaño. Pero continuó:
—¿No tiene vergüenza, explotar así a una criatura?
—No estoy explotando a nadie, señora. El canta conmigo porque quiere y le gusta, ¿oyó? Además, le pago, ¿no es cierto?
Dije que sí con la cabeza. La pelea me estaba pareciendo de lo más linda. Pero mis deseos eran darle un cabezazo en la barriga a ella y verla desparramarse por el suelo.
¡Bum!
—Pues sepa que voy a tomar medidas. Voy a hablar con el padre. Voy a hablar en el Juzgado de Menores. ¡Voy a llegar hasta la policía!
En ese punto enmudeció y sus ojos asustados se desorbitaron. Don Ariovaldo había sacado su enorme cuchillo y se lo acercaba. Parecía que ella fuera a tener un síncope.
—Entonces vaya, doña. Pero vaya en seguida. Yo soy muy bueno, pero tengo la manía de cortar la lengua a las brujas charlatanas que se meten en la vida ajena...
Se apartó, dura como una escoba, y ya lejos se dio vuelta para apuntarle con la sombrilla...
— ¡Ya va a ver!...
— ¡Quítese de mi vista, "bruja de Croxoxó". . .!
Abrió la sombrilla y fue desapareciendo en la calle, muy tiesa.
Por la tarde don Ariovaldo contaba las ganancias.
—Ya está todo, Zezé. Tenías razón; me das suerte. Me acordé de doña María de la Peña.
—¿Irá a hacer algo?
—No va a hacer nada, Zezé. A lo sumo irá a conversar con el cura, que le aconsejará:
"Es mejor dejar todo como está, doña María. Esa gente del Norte no es para hacer bromas".
Metió el dinero en el bolsillo y apretó la bolsa.
Después, como hacía siempre, introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y agarró un folleto doblado.
—Este es el de tu hermanita Gloria. Se desperezó:
— ¡Fue un día extraordinario!
Nos quedamos descansando unos minutos.
—Don Ariovaldo.
—¿Qué pasa?
—¿Qué quiere decir "bruja de Croxoxó"?
—¿Qué sé yo, hijo? Lo inventé en un momento de rabia.
Largó una alegre carcajada.
—¿Y usted la iba a acuchillar?
—No. Fue solo para asustarla.
—Si la hubiese acuchillado, ¿qué saldría, tripa o estopa de muñeca?
Se rió y me rascó la cabeza con afecto.
—¿Sabes una cosa, Zezé? Me parece que lo que en realidad saldría es mierda.
Los dos nos reímos.
—Pero no tengas miedo. No soy tipo de matar a nadie. Ni siquiera a una gallina. Le tengo tanto miedo a mi mujer que hasta me pega con el palo de la escoba.
Nos levantamos y se fue hacia la estación. Apretó mi mano y dijo:
—Para mayor seguridad vamos a pasar un par de veces sin volver por aquella calle.
Apretó mi mano con más fuerza.
—Hasta el martes que viene, "cumpañero" Moví la cabeza afirmativamente, mientras él subía uno a uno los peldaños de la escalera. Desde arriba, me gritó:
—Eres un ángel, Zezé. . .
Le dije adiós con la mano y comencé a reírme.
—¡Ángel! Es porque él no sabe.
SEGUNDA PARTE
Fue cuando apareció el Niño Dios en toda su tristeza
Fue cuando apareció el Niño Dios en toda su tristeza
1
EL "MURCIÉLAGO"
—¡Corre, Zezé, que vas a perder el Colegio!
Estaba sentado a la mesa, tomando mi tazón de café y pan seco, y masticando todo sin ningún apuro. Como siempre, apoyaba los codos en la mesa y me quedaba mirando la hojita pegada en la pared.
Gloria se ponía nerviosa y sofocada. No veía la hora en que me fuera para hacerse cargo de toda la mañana, en paz para cumplir cada uno de los trabajos de la casa.
—Anda, diablito. Ni te peinaste; debías hacer como Totoca, que siempre está listo a la
hora necesaria.
Venía de la sala con un peine y peinaba mis pelos rubios.
—¡También, este gato pelado no tiene ni qué Peinarle!
Me levantaba de la silla y me examinaba todo. Si la blusa estaba limpia, lo mismo que los pantalones. —Ahora vamonos, Zezé.
Totoca y yo nos poníamos a la espalda nuestras mochilas con los libros, los cuadernos y el lápiz. Nada de comida; eso quedaba para los otros chicos.
Gloria apretó el fondo de mi cartera, sintió el volumen de las bolsitas con bolitas y sonrió; en la mano llevábamos las zapatillas de tenis para calzarlas cuando llegásemos al Mercado, cerca de la Escuela.
Apenas alcanzábamos la calle, Totoca comenzaba a correr, dejándome caminar sólito, lentamente. Y entonces empezaba a despertarse mi diablo artero. Me gustaba que mi hermano se adelantara para poder reinar a gusto. Me fascinaba la carretera Río-San Pablo.
"Murciélago." Sin duda, el "murciélago". Treparme a la parte trasera de los automóviles y sentir el camino desapareciendo a tal velocidad que el viento me castigaba, corriendo y silbando. Aquello era lo mejor del mundo. Todos nosotros lo hacíamos; Totoca me había enseñado, con mil recomendaciones, que me asegurara bien, porque los otros coches que venían atrás eran un peligro. Poco a poco aprendía a perder el miedo, y el sentido de la aventura me instigaba a buscar los "murciélagos" más difíciles. Yo era tan experto que hasta había aprovechado ya el coche de don Ladislau; solamente me faltaba el hermoso automóvil
del Portugués. ¡Coche lindo, bien cuidado, era aquél! Los neumáticos siempre nuevos.
Y todo de metal tan reluciente que uno se podía reflejar en él. La bocina daba gusto: era un mugido ronco, como si fuese el de una vaca en el campo. Y él pasaba estirado, dueño de toda esa belleza, con la cara más severa del mundo. Nadie se atrevía a trepar sobre su rueda trasera. Decían que pegaba, mataba y amenazaba capar al intruso antes de matarlo.
Ningún chico de la escuela se atrevía, o se había atrevido hasta ahora. Cuando estaba conversando sobre eso con Minguito, me preguntó.
—¿Nadie, de veras, Zezé?
—Seguro, nadie. Ninguno tiene coraje. Sentí que Minguito se estaba riendo, casi adivinando lo que yo pensaba en ese momento.
—¿Y tú estás loco por hacerlo, no?
—Estar. . . estoy. Pero me parece que...
—¿Qué es lo que piensas? '
Ahí el que se había reído era yo.
—A ver, di.
—¡Eres curioso como el diablo!
—Siempre acabas contándome todo; no aguantas.
—¿Sabes una cosa, Minguito? Yo salgo de casa a las siete, ¿no? Cuando llego a la esquina son las siete y cinco. Bueno, a las siete y diez el Portugués detiene el coche en la esquina del cafetín del "Miseria y Hambre" y se compra un paquete de cigarrillos... Un día de estos cobro coraje, espero hasta que él suba al coche, y ¡zas!...
—No tienes coraje para eso.
—¿Que no tengo? Ya vas a ver, Minguito.
Ahora mi corazón estaba dando saltos. El coche detenido; él bajaba. El desafío de Minguito se mezclaba a mi miedo y mi coraje; no quería ir, pero una pequeña vanidad empujaba mis pasos. Di vueltas al bar y me quedé medio escondido contra la pared.
Aproveché para meter las zapatillas dentro de la cartera. El corazón saltaba tan fuerte que tenía miedo de que sus golpes se escuchasen dentro del bar; salió sin haberme notado siquiera. Oí que la puerta se abría...
—¡Ahora o nunca, Minguito!
De un salto estaba pegado a la rueda, con todas las fuerzas que me había dado el miedo. Sabía que hasta la escuela la distancia era enorme. Ya comenzaba a pregustar mi victoria ante los ojos de mi compañero...
—¡Ay!
Di un grito tan grande y agudo que la gente salió a la puerta del café para ver quién había sido atropellado
Yo estaba colgado a medio metro del suelo, balanceándome, balanceándome. Mis orejas ardían como brasas. Algo había fallado en mis planes. Me había olvidado de escuchar, en mi confusión, el ruido del motor en funcionamiento.
La cara severa del Portugués parecía estarlo más aún. Sus ojos despedían llamaradas.
—Entonces, mocoso atrevido, ¿eras tú? ¡Un mocoso de ésos con semejante atrevimiento!. .
Dejó que mis pies se apoyaran en el suelo. Soltó una de mis orejas y con un brazo gordo me amenazaba el rostro.
—¿Te piensas, mocoso, que no te he estado observando todos los días espiar mi coche? Voy a darte un correctivo y no tendrás nunca más ganas de repetir lo que hiciste.
La humillación me dolía más que el propio dolor. Solo tenía ganas de vomitar una serie de malas palabras sobre el bruto.
Pero no me soltaba y pareciendo adivinar mis pensamientos me amenazó con la mano libre.
— ¡Habla! ¡Insulta! ¿Por qué no hablas?
Mis ojos se llenaron de lágrimas de dolor, de humillación, ante las personas que estaban presenciando la escena y reían con maldad.
El Portugués continuaba desafiándome.
—Entonces, ¿por qué no insultas, mocoso?
Una cruel rebelión comenzó a surgir dentro de mi pecho y conseguí responder con rabia:
!No hablo ahora, pero estoy pensando. Y cuando crezca voy a matarlo.
El lanzó una carcajada que fue acompañada por los espectadores.
—Pues crece, mocoso. Acá te espero. Pero antes voy a darte una lección.
Soltó rápidamente mi oreja y me puso sobre sus rodillas. Me aplicó una y solo una palmada, pero con tal fuerza que pensé que mi trasero se había pegado al estómago.
Entonces me soltó.
Salí atontado, bajo las burlas. Cuando alcancé el otro lado de la Río-San Pablo, que crucé sin mirar, conseguí pasarme la mano por el trasero para suavizar el efecto del golpe recibido. ¡Hijo de puta! Ya iba a ver. Juraba vengarme. Juraba que... pero el dolor fue disminuyendo en la proporción en que me alejaba de aquella desgraciada gente.
Lo peor
sería cuando en la escuela se enteraran. ¿Y qué le diría a Minguito? Durante una semana, cuando pasara por el "Miseria y Hambre", estarían riéndose de mí, con esa cobardía que tienen todos los grandes. Era necesario salir más temprano y cruzar la carretera por el otro lado...
En ese estado de ánimo me acerqué al Mercado. Me fui a lavar el pie en la pileta y a calzarme mis zapatillas. Totoca estaba esperándome, ansioso. No le contaría nada de mi fracaso.
—Zezé, necesito que me ayudes,
—¿Que hiciste?
—¿Te acuerdas de Bié?
—¿Aquel buey de la calle Barón de Capaiema?
—Ese mismo. Me va a agarrar a la salida. ¿No quieres pelearte con él, en mi lugar?...
—¡Pero me va a matar!
—¡Que va a matarte! Además, eres peleador y valiente.
—Está bien. ¿A la salida?
—Sí, a la salida.
Totoca era así, siempre se buscaba peleas y después era a mí a quien metía en el lío.
Pero no estaba mal. Descargaría toda mi rabia por el Portugués contra Bié.
Verdad es que ese día recibí tantos golpes, que salí con un ojo morado y los brazos lastimados. Totoca estaba sentado con los demás, haciendo fuerza por mí, y con los libros sobre las rodillas; los míos y los de él. Se dedicaban a orientarme.
—Pégale un cabezazo en la barriga, Zezé. Muérdelo, clávale las uñas, que él solamente tiene gordura. Patea en los huevos.
Pero aun con ese ánimo que me daban y su orientación, a no ser por don Rozemberg, el de la confitería, yo habría quedado trasformado en picadillo. Salió de atrás del mostrador y sujetó a Bié por el cuello de la camisa, dándole unos zamarreos.
—¿No tienes vergüenza? ¡Semejante grandote pegarle a un chiquito así!
Don Rozemberg sentía una pasión oculta, como decían en casa, por mi hermana Lalá.
Me conocía, y cada vez que estaba con alguno de nosotros nos daba galletas y caramelos con la mayor de las sonrisas, en las que brillaban varios dientes de oro.
***
No resistí y acabé contándole mi fracaso a Minguito. Tampoco hubiera podido esconderlo, con aquel ojo violeta e hinchado. Además de que, cuando papá me vio así todavía me dio unos coscorrones y sermoneó a Totoca A el papá nunca le pegaba. A mí, sí, porque yo era lo más malo que había.
Seguramente que Minguito lo había escuchado todo.
Entonces, ¿cómo podría dejar de contarle? Escuchó, furioso y solamente comentó cuando acabé, con voz enojada:
—¡Qué cobarde!
—La pelea no fue nada, si vieras.
Paso a paso le conté todo lo que había ocurrido con el "murciélago". Minguito estaba asustado por mi coraje y hasta me alentó:
—Algún día ya te vengarás.
—¡Sí que me voy a vengar! Voy a pedirle el revólver a Tom Mix y el "Rayo de Luna" a Fred Thompson, y voy a armarle una celada con los indios comanches; un día traeré su melena ondeando en la punta de una caña.
Pero en seguida pasó la rabia y nos pusimos a conversar de otras cosas.
—Xururuca, ni te imaginas. ¿Te acuerdas que la semana pasada gané un premio por ser buen alumno, aquel libro de cuentos La rosa mágica?
Minguito se ponía muy feliz cuando lo llamaba "Xururuca"; en ese momento, sabía que lo quería más aún.
—Me acuerdo, sí.
—Pero todavía no te conté que leí el libro. Es la historia de un príncipe al que un hada le regaló una rosa roja y blanca, Viajaba en un caballo muy lindo, todo enjaezado de oro; así dice el libro. Y en ese caballo enjaezado de oro salía buscando aventuras. Ante cualquier peligro acudía a la rosa mágica, y entonces aparecía una humareda enorme que permitía al
príncipe escapar. En verdad, Minguito, me pareció que la historia era bastante tonta,
¿sabes? No es como esas aventuras que quiero tener en mi vida. Aventuras son las de Tom
Mix y Buck Jones. Y Fred Thompson y Richard Talmadge. Porque luchan como locos, disparan tiros, dan trompadas. Pero si cualquiera de ellos anduviese con una rosa mágica, y
ante cada peligro acudiese a ella, no tendría ninguna gracia, ¿no te parece?
—También creo que tiene poca gracia.
—Pero no es eso lo que quiero saber. Me gustaría saber si crees que una rosa puede ser así, mágica.
—Y... es bastante raro.
—Esa gente anda por ahí, contando cosas, y piensa que los chicos creemos cualquier cosa.
—Eso mismo.
Escuchamos un gran barullo, y resultó ser Luis que se venía acercando. Cada vez mi hermano estaba más lindo. Ya no era llorón ni peleador. Aun cuando me veía obligado a tomarlo a mi cuidado, siempre lo hacía con buena voluntad.
Le comenté a Minguito:
—Cambiemos de tema, porque le voy a contar esa historia a él; la va a encontrar linda.
Y uno no debe quitarle las ilusiones a un niño.
—Zezé, ¿vamos a jugar?
—Yo ya estoy jugando. ¿A qué quieres jugar?
—Quería pasear por el Jardín Zoológico. Miré, desanimado, el gallinero con la gallina negra y las dos gallinitas blancas.
—Es muy tarde. Los leones ya se fueron a dormir y los tigres de Bengala también. A esta hora cierran todo; ya no venden más entradas.
—Entonces vamos a viajar por Europa. El muy picaro lo aprendía todo y hablaba correctamente cualquier cosa que escuchara. Pero la verdad es que no estaba dispuesto a viajar a Europa. Lo que deseaba era permanecer cerca de Minguito. El no se burlaba de mí ni se despreocupaba por mi ojo empavonado.
Me senté cerca de mi hermanito y le hablé con calma.
—Espera ahí, que voy a pensar en algún juego.
Pero en seguida el hada de la inocencia pasó volando en una nube blanca que agitó las hojas de los árboles, las matas de la cerca y las hojas de mi Xururuca. Una sonrisa iluminó mi rostro maltratado.
—¿Fuiste tú el que hizo eso, Minguito?
—Yo no.
— ¡Ah, qué belleza! Debe ser el tiempo en que llega el viento.
En nuestra calle había un tiempo para cada cosa. Tiempo de bolitas. Tiempo de trompos. Tiempo de coleccionar fotos de artistas del cine. Tiempo de cometas, que era el más lindo de todos. Los cielos se veían cubiertos en cualquier parte por cometas de todos los colores. Cometas lindas, de todas las formas. Era la guerra en el aire. Los cabezazos, las peleas, los enredos y los cortes.
Las navajitas cortaban los hilos y allá venía una cometa girando en el espacio,
enredando el hilo de dirección con la cola sin equilibrio. El mundo se tornaba solamente de
los chicos de la calle. De todas las calles de Bangú. Después eran los restos arrollados en
los hilos, las corridas del camión de la "Light". Los hombres venían, furiosos, a arrancar las
cometas muertas, confundiendo los hilos. El viento... el viento...
Con el viento vinieron las ideas.
—¿Vamos a jugar a la cacería, Luis?
—Yo no puedo montar a caballo.
—En seguida vas a crecer y podrás. Quédate sentadito ahí, y ve aprendiendo cómo es.
De repente Minguito se convirtió en el más lindo caballo del mundo; el viento aumentó y el pasto, medio ralo, se trasformó en una planicie inmensa, verde. Mi ropa de cowboy estaba enjaezada de oro. Relampagueaba en mi pecho la estrella de sheriff.
—Vamos, caballito, vamos. Corre, corre...
¡Zas, zas, zas! Ya estaba reunido con Tom Mix y Fred Thompson; Buck Jones no había querido venir esta vez y Richard Talmadge trabajaba en otra película.
—Vamos, vamos, caballito. Corre, corre. Allá vienen los amigos apaches llenando de polvo el camino.
¡Zas, zas, zas! La caballada de los indios estaba metiendo un ruido bárbaro.
—Corre, corre, caballito, la planicie está llena de bisontes y búfalos. Vamos a tirar, mi gente, ¡zas, zas, zas, zas!. . . ¡Purn, pum, pum!... ¡Fiu, fiu, fiu! Las flechas silbaban...
El viento, la galopada, la carrera loca, las nubes de polvo y la voz de Luis, casi gritando:
—¡Zezé! ¡Zezé!. . .
Fui deteniendo el caballo lentamente y salté sofocado por la proeza.
—¿Qué pasa? ¿Algún búfalo fue por tu lado?
—No. Vamos a jugar a otra cosa. Hay muchos indios y me dan miedo.
—Pero esos indios son los apaches. Todos son amigos.
—Pero siento miedo. Hay demasiados indios.
2
LA CONQUISTA
Los primeros días yo salía un poco más temprano para no correr el peligro de encontrar al Portugués parado con su coche, comprando cigarrillos. Además tenía buen cuidado de caminar por la orilla de la calle, del lado contrario, casi cubierto por la sombra de las cercas de plantas que unían el frente de cada casa. Y apenas llegaba a la Río-San Pablo cortaba camino y seguía con las zapatillas de tenis en la mano, casi pegándome al gran muro de la Fábrica. Todo ese cuidado con el pasar de los días fue tornándose inútil.
La memoria de la calle es corta y a poco nadie se acordaba de una más de las travesuras del
chico de don Pablo. Porque así era como me conocían en los momentos de acusación: "Fue el chico de don Pablo"... "Fue ese condenado chico de don pablo"... Fue ese chico de don Pablo"... Una vez hasta inventaron una cosa horrible: cuando el "Bangú" recibió una paliza del "Andaraí" comentaron, burlándose: "El Bangú"13 cobró más que ese chico de don Pablo"... A veces veía el maldito coche detenido en la esquina y retrasaba el paso para no tener que ver pasar al Portugués —al cual iba a matar tan pronto creciera— con su gran empaque de dueño del coche más lindo del mundo y de Bangú.
Por entonces desapareció durante algunos días. ¡Qué alivio! Seguramente habría viajado lejos o estaría de vacaciones. Volví a caminar hacia la escuela con el corazón sosegado y ya medio inseguro sobre si valía la pena matar a ese hombre más tarde.
Una cosa era segura: cada vez que iba a trepar a un coche de menor importancia, ya no sentía el entusiasmo de antes y mis orejas comenzaban a arder penosamente.
Mientras tanto, la vida de la gente y de la calle se desarrollaba normalmente.
Había llegado el tiempo de la cometa y "¡calle para qué te quiero!". El cielo azulado se estrellaba de día con las estrellas más bonitas y coloridas. En el tiempo del viento dejaba de lado un poco a Minguito, o solamente lo buscaba cuando me ponían en penitencia después de una buena soba. Entonces no intentaba escapar, porque una paliza cerca de otra dolía mucho.
En esos momentos me iba con el rey Luis a adornar, a enjaezar —término que me gustaba
mucho— mi planta de naranja-lima. Para colmo, Minguito había dado un gran estirón y pronto, muy pronto, estaría dando flores y frutos para mí. Los otros naranjos demoraban mucho. Mi planta de naranja-lima era "precoz", como tío Edmundo decía de mí. Después, él me explicó lo que eso significaba: era cuando las cosas sucedían mucho antes de que otras ocurrieran. Finalmente, me parece que no supo explicarlo muy bien. Lo que quería decir, simplemente, era que algo se adelanta...
Entonces yo tomaba trozos de cordón, sobras de hilos y aguiereaba un montón de tapitas de botellas para ir a enjaezar a Minguito. ¡Había que ver lo lindo que quedaba!
El viento, golpeándolas, hacía chocar una tapita contra otra y parecía que estaba usando las
espuelas de plata de Fred Thompson cuando montaba su caballo "Rayo de Luna".
El mundo de la escuela también era muy bueno. Yo sabía todos los himnos nacionales de memoria. El más grande de todos, que era el verdadero; los otros himnos nacionales de la Bandera y el himno nacional de la "Libertad, libertad, abre las alas sobre nosotros". A mí,y creo que también a Tom Mix, era el que más me gustaba. Cuando iba a caballo, sin estar en guerra ni en cacerías, me pedía respetuosamente:
—Vamos, guerrero Pinagé, cante el himno de la Libertad.
Mi voz, bastante fina, llenaba las enormes planicies, con mucha más belleza que cuando cantaba con don Ariovaldo, trabajando los martes de ayudante de cantor.
Los martes hacía la rabona en el colegio, como de costumbre, para esperar el tren que traía a mi amigo Ariovaldo. El ya bajaba las escaleras, mostrando en las manos los folletos para vender en las calles. Todavía traía dos bolsas llenas, que eran la reserva. Casi siempre vendía todo, y eso nos daba una gran alegría a los dos...
En los recreos, cuando alcanzaba el tiempo, hasta jugábamos a las bolitas. Yo era lo que se llama un experto. Tenía una puntería segura y casi nunca dejaba de volver a casa con la bolsita donde zangoloteaban las bolitas, muchas veces hasta triplicadas.
Lo más conmovedor era mi maestra, doña Cecilia Paim. Ya le podían contar que era el chico más diablo del mundo, que no lo creía. Como tampoco creería que nadie consiguiera decir más palabrotas que yo. Que ningún chico me igualaba en travesuras, eso no lo hubiera aceptado nunca. En la escuela yo era un ángel. Jamás me habían reprendido y me trasformé en el mimado de las maestras, por ser uno de los niños más pequeños que hasta entonces apareciera por allí. Doña Cecilia Paim conocía de lejos nuestra pobreza y, a la hora de la merienda, cuando veía que todo el mundo estaba comiendo, se emocionaba, y siempre me llamaba aparte para mandarme comprar una galleta rellena en lo del dulcero.
Sentía tanto cariño por mí que me parece que yo me portaba bien solo para que no se decepcionara...
De repente, la cosa sucedió. Yo venía despacio, como siempre, por la carretera Río- San Pablo cuando el coche enorme del Portugués pasó bien cerquita de mí. La bocina sonó tres veces y vi que el monstruo me miraba sonriéndose. Aquello me hizo renacer la rabia y el deseo de matarlo cuando fuese grande. Puse cara seria y en mi orgullo fingí ignorarlo.
* * *
—Es como te digo, Minguito. Todo el santo día. Parece que espera que yo pase para venir tocando la bocina. Tres veces la toca. Ayer hasta me dijo adiós con la mano.
—¿Y tú?
—No le hago caso. Finjo no verlo. Ya está comenzando a tener miedo; mira, pronto cumpliré seis años y en seguida estaré hecho un nombre.
—¿Crees que él quiere hacerse amigo, por miedo?
—¡Seguro! Espera ahí que voy a buscar el cajoncito.
Minguito había crecido mucho. Para subir a su silla se hacía necesario colocar debajo el cajoncito de lustrar.
—Listo, ahora vamos a conversar.
Desde lo alto me sentía el rey del mundo. Paseaba la vista por el paisaje, por el pastizal, por los pájaros que venían a buscar comida allí. De noche, ni bien la oscuridad iba llegando, otro Luciano comenzaba a dar vueltas por encima de mi cabeza, tan alegre, como si fuese un aeroplano del Campo dos Alfonsos. Al comienzo, hasta Minguito se admiró de que yo no tuviese miedo del murciélago, porque en general todos los chicos tenían terror.
Pero hacía días que Luciano no aparecía. Seguramente había encontrado otros "campos dos alfonsos" en otros lugares.
—Viste, Minguito, las guayaberas de la casa de la Negra Eugenia ya comienzan a amarillear. Las guayabas ya están en tiempo. Lo malo es que ella me agarra. Minguito. Hoy ya recibí tres coscorrones. Estoy aquí porque me pusieron en penitencia...
Pero el diablo me dio la mano para descender y me empujó hasta la cerca de las plantas. El vientecito de la tarde comenzó a traer o inventar el olor de las guayabas hasta mi nariz. Mira aquí, aparta un gajito ahí, escucha que no haya ruido... y el diablo hablando:
"Anda, tonto, ¿no ves que no hay nadie? A esta hora ella debe haber ido a la despensa de la japonesa. ¿Don Benedicto? ¡Nada! El está casi ciego y sordo. No ve nada. Te da tiempo a escapar si te descubre...".
Seguí la cerca hasta el zanjón y me decidí. Antes le indiqué por señas a Minguito que no hiciera barullo. En ese momento mi corazón se había acelerado. La Negra Eugenia no era para jugar. Tenía una lengua que solo Dios sabía. Venía paso a paso, sin respirar, cuando su vozarrón partió desde la ventana de la cocina.
—¿Qué es eso, chico?
Ni siquiera tuve la idea de mentir diciéndole que había ido a buscar una pelota. Me lancé a la carrera y, ¡listo!, salté dentro del zanjón. Mas allá adentro me esperaba otra cosa.
Un dolor tan grande que casi me hizo gritar; pero si lo hacía recibiría doble castigo: primero, por haber huido de la penitencia; segundo, porque estaba robando guayabas en casa del vecino. Acababa de clavárseme un trozo de vidrio en el pie izquierdo.
Todavía atontado por el dolor, me arranqué el trozo de vidrio. Gemía bajito y veía mezclarse la sangre con el agua sucia del zanjón. ¿Y ahora? Con los ojos llenos de lágrimas conseguí sacarme el vidrio incrustado, pero no sabía cómo detener la sangre. Apretaba con fuerza el tobillo para disminuir el dolor. Tenía que aguantar firme. Estaba acercándose la noche y con ella vendrían papá, mamá y Lalá. Cualquiera que me encontrase así me pegaría; y hasta podía ser que cada uno de ellos me pegara sucesivamente una zurra. Subí desorientado y me fui a sentar saltando en un solo pie, debajo de mi naranjo-lima. Me dolía todavía más, pero ya me habían pasado las ganas de vomitar.
—Mira, Minguito.
Minguito se horrorizó. Era como yo: no le gustaba ver sangre.
—¿Qué hacer, Dios mío?
Totoca sí que me ayudaría, pero ¿dónde estaría a esas horas? Quedaba Gloria; debería estar en la cocina. Era la única a quien no le gustaba que me pegaran tanto podía ser que me tirara de las orejas o me pusiera en penitencia de nuevo. Pero había que intentarlo.
Me arrastré hasta la puerta de la cocina, estudiando la manera de desarmar a Gloria.
Estaba bordando una toalla. Me quedé sin saber qué hacer y esa vez Dios me ayudó. Me miró y vio que estaba con la cabeza baja. Resolvió no decir nada porque me encontraba en penitencia. Mis ojos se hallaban llenos de lágrimas y gimoteé. Tropecé con los ojos de Gloria, que me miraban. Su manos habían dejado de bordar.
—¿Qué pasa, Zezé?
—Nada, Godóia... ¿Por qué nadie me quiere?
—Eres muy travieso.
—Hoy ya me pegaron tres veces, Godóia.
—¿Y no lo merecías?
—No es eso. Es como si nadie me quisiera, y aprovechan para pegarme por cualquier cosa.
Gloria comenzó a sentir conmoverse su corazón de quince años. Yo me daba cuenta.
—Creo que lo mejor es que mañana me atrepellen en la Río-San Pablo y quede todo golpeado.
Entonces las lágrimas bajaron en torrentes de mis ojos.
—No digas tonterías, Zezé. Yo te quiero mucho.
—¡No me quieres, no! Si me quisieras no dejarías que me lleve otra paliza hoy.
Ya está oscureciendo y no va haber tiempo de que hagas alguna otra travesura como para que te castiguen.
—Ya la hice...
Soltó el bordado y se acercó a mí. Casi dio un grito al ver el charco de sangre en que estaba mi pie.
—¡Dios mío! Gum, ¿qué ha sido? Estaba ganada la partida. Cuando ella me llamaba “Gum" era porque estaba salvado.
Me alzó y me sentó en la silla. Rápidamente tomó una palangana de agua con sal y se arrodilló a mis pies.
—Va a doler mucho, Zezé.
—Ya está doliendo mucho.
—Mi Dios, tienes un corte casi como de tres dedos. ¿Cómo te hiciste eso, Zezé?
—Pero no se lo cuentes a nadie. Por favor, Godóia, te prometo portarme bien. No dejes que nadie me pegue tanto...
—Está bien, no lo contaré. ¿Cómo vamos a hacer? Todo el mundo va a ver tu pie vendado. Y mañana no podrás ir a la escuela. Lo descubrirán todo.
—Sí que voy a la escuela. Me calzo los zapatos hasta la esquina. Después es mucho más fácil.
—Necesitas acostarte y quedarte con el pie bien estirado, si no será imposible que puedas caminar mañana.
Me ayudó a ir a saltos hasta la cama.
—Voy a traerte alguna cosa para que comas antes de que lleguen los otros.
Cuando volvió con la comida, no aguanté más y le di un beso. Eso era algo muy raro en mí.
* * *
Cuando todos llegaron a comer, mamá se dio cuenta de que yo no estaba.
—¿Dónde está Zezé?
—Se acostó. Desde temprano que se queja de dolor de cabeza.
Escuchaba extasiado, olvidando hasta el ardor de la herida. Me gustaba ser el centro de la conversación. Entonces Gloria resolvió asumir mi defensa. Lo hizo con una voz quejosa y al mismo tiempo acusadora.
Todo el mundo le pega. Hoy estaba todo molido. Tres palizas son demasiado.
—¡Pero es un bandido! Se queda quieto solamente cuando se lo castiga.
—¿Vas a decir que no le pegas, también?
—Difícilmente. Cuando mucho, le tiro de las orejas.
Se hizo el silencio, y Gloria continuó defendiéndome.
— Al final de cuentas, aún no cumplió los seis años. Es travieso, pero no es más que una criatura.
Aquella conversación fue una felicidad para mí.
***
Gloria, angustiada, estaba arreglándome, dándome a calzarme las zapatillas.
—¿Podrás ir?
—Aguanto, sí.
—¿No vas a hacer ningún disparate en la Río-San Pablo?
—No, no voy a hacer nada.
—Eso que me dijiste, ¿era cierto?
—No. Pero me sentía muy triste pensando que nadie me quería.
Pasó sus manos por mis rizos rubios y me dejó ir.
Yo pensaba en lo duro que sería llegar hasta la carretera. Que cuando me descalzara los zapatos el dolor mejoraría. Pero cuando el pie tocó directamente el suelo tuve que ir apoyándome, despacito, en el muro de la Fábrica. De esa manera no llegaría nunca.
¡Allí sucedió la cosa! La bocina sonó tres veces. ¡Desgraciado! No bastaba que uno estuviera muriéndose de dolor, que todavía venía a burlarse...
El coche paró bien junto a mí. Sacó el cuerpo afuera y preguntó:
—En, muchachito, ¿te lastimaste el pie?
Tuve ganas de decirle que eso no le importaba a nadie. Pero como él no me había llamado "mocoso" no respondí y continué caminando unos cinco metros.
Puso el coche en funcionamiento, pasó delante de mí y paró casi pegándose al muro, un poco fuera de la carretera, cortándome el paso. Entonces abrió la puerta y bajó. Su enorme figura me apabullaba.
—¿Te está doliendo mucho, muchachito?
No era posible que la persona que me pegara usara ahora una voz tan dulce y casi amiga. Se acercó más a mí y, sin que nadie lo esperase, arrodilló su cuerpo gordo y me miró cara a cara. Tenía una sonrisa tan suave que parecía desparramar cariño.
—Por lo visto te golpeaste mucho, ¿no? ¿Cómo fue?
Resoplé un poco antes de responderle.
—Un pedazo de vidrio.
—¿Fue profundo?
Le di el tamaño del tajo con los dedos.
—¡Ah!, eso es grave. ¿Y por qué no te quedaste en casa? Por lo que veo vas a la escuela, ¿no?
—Nadie sabe en casa que me lastimé. Si lo descubren, encima me pegan para que aprenda a no lastimarme...
—Ven, que voy a llevarte.
—No, señor, gracias.
—Pero ¿por qué?
—En la escuela todo el mundo sabe lo que pasó...
—Pero tú no puedes caminar así.
Bajé la cabeza reconociendo la verdad y sintiendo que, con un poco más, mi orgullo se esfumaría. El me levantó la cabeza, tomándome el mentón.
—Vamos a olvidar ciertas cosas. ¿Ya anduviste en coche?
—Nunca, no, señor.
—Entonces te llevo.
—No puedo. Nosotros somos enemigos.
—Aunque sea así. No me importa. Si tienes vergüenza, te dejo un poco antes de llegar a la escuela. ¿Estamos?
Estaba tan emocionado que ni respondí. Solo dije que sí con la cabeza. Me alzó, abrió la puerta y me puso en el asiento con cuidado. Dio vuelta y tomó su lugar. Antes de encender el motor me sonrió de nuevo.
—Así está mejor, se ve.
La sensación maravillosa del suave coche en marcha, dando leves saltos, me hizo cerrar los ojos y comenzar a soñar. Aquello era más suave y lindo que el caballo "Rayo de Luna", de Fred Thompson. Pero no demoré mucho, porque al abrir los ojos estábamos casi llegando a la escuela. Veía la multitud de alumnos penetrando por la puerta principal.
Asustado, me resbalé del asiento y me escondí. Le dije, nervioso:
—Usted prometió que se detendría antes de llegar a la escuela.
—Cambié de idea. Ese pie no puede quedar así. Puedes enfermarte de tétanos.
No pude ni preguntar qué palabra tan linda y difícil era ésa. También sabía que sería inútil decir que no quería ir. El automóvil tomó por la calle de las Casitas y volví a la posición anterior.
—Tú me pareces un hombrecito valiente. Ahora vamos a ver si lo pruebas.
Paró frente a la farmacia y en seguida me llevó alzado. Cuando el doctor Adaucto Luz nos atendió me horroricé. Era el médico del personal de la Fábrica y conocía muy bien a papá. Mi susto aumentó cuando me miró y preguntó:
—Tú eres hijo de Paulo Vasconcelos, ¿no es cierto? ¿Ya encontró algún trabajo?
Tuve que contestar, aunque me diese mucha vergüenza por el Portugués, que papá estaba sin empleo.
—Está esperando; le prometieron muchas cosas...
—Bueno, vamos a ver de qué se trata.
Desató los trapos pegados a la herida e hizo un "¡hum!" que impresionaba. Comencé a hacer un gestito de llanto. Pero el Portugués vino por detrás a socorrerme.
Me sentaron encima de una mesa llena de sábanas blancas. Un montón de instrumentos aparecieron. Y yo comencé a temblar. Y no temblaba más porque el Portugués apoyó mi espalda sobre su pecho y me sujetaba los hombros con fuerza y al mismo tiempo con cariño.
—No va a doler mucho. Cuando acabe todo te llevaré a tomar un refresco y a comer galletas. Si no lloras te compro caramelos con figuritas de artistas.
Entonces me inventé el mayor coraje del mundo. Las lágrimas bajaban y yo dejé hacer todo. Me dieron algunos puntos y hasta una inyección antitetánica. Aguanté hasta las ganas de vomitar. El Portugués me agarraba con fuerza, como si quisiera que un poco del dolor le pasara a él. Con su pañuelo me enjugaba los cabellos y el rostro, mojados por el sudor. Parecía que aquello no iba a terminar nunca. Pero acabó al fin.
Cuando me llevó al coche venía contento. Me compró todo lo que me había prometido.
Solo que yo no tenía ganas de nada. Parecía que me habían arrancado el alma por los pie
—Ahora no puedes ir a la escuela, muchachito.
Estábamos en el coche y yo me sentaba bien cerca de él, rozando su brazo, casi complicando sus maniobras.
—Te voy a llevar cerca de tu casa. Inventa cualquier cosa. Puedes decir que te golpeaste en el recreo y que la maestra te mandó a la farmacia...
Lo miré con gratitud.
—Eres un hombrecito valiente, muchachito.
Le sonreí, lleno de dolor, pero dentro de ese dolor acababa de descubrir algo muy importante. El Portugués se había trasformado ahora en la persona que yo más quería en el
mundo.
(N.de la T.).
(1) Sertáo, gran extensión desértica, de poca y muy particular vegetación, espinosa y retorcida, que acaba por
desaparecer, y escasa en agua.
desaparecer, y escasa en agua.
(2) Compañía de electricidad..
(3) Especie de lotería, llamada así porque a cada grupo de 4 unidades le corresponde un determinado animal
(4) Árbol frutal que da la manga
(5) Rodaja de pan mojada en leche, que luego de frita se espolvorea con canela.
(6) Planta de adorno
(7) 'Murciélago", se dice de los chicos que suben a cualquier vehículo, a escondidas, para no pagar boleto.
(8)Poroto negro, muy pequeño; forma parte de la mayoría de las comidas brasileñas, especialmente entre la gentemuy humilde.
(9) Monte de poca elevación (N. de la T.).
(10) Antigua moneda (N. de la T.).
(11) Especie de aguardiente muy fuerte
(12) Reciben ese nombre un tipo de árboles y también un pez. En algunas regiones norteñas, una clase de masa
(13) Bangú" y "Andaraí", referencia a dos clubes de fútbol de la zona
(6) Planta de adorno
(7) 'Murciélago", se dice de los chicos que suben a cualquier vehículo, a escondidas, para no pagar boleto.
(8)Poroto negro, muy pequeño; forma parte de la mayoría de las comidas brasileñas, especialmente entre la gentemuy humilde.
(9) Monte de poca elevación (N. de la T.).
(10) Antigua moneda (N. de la T.).
(11) Especie de aguardiente muy fuerte
(12) Reciben ese nombre un tipo de árboles y también un pez. En algunas regiones norteñas, una clase de masa
(13) Bangú" y "Andaraí", referencia a dos clubes de fútbol de la zona
FUENTES:
http://html.rincondelvago.com/
Mi planta de naranja lima- HAYDEE M. JOFRE BARROSO
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