Monumento a Miguel de Cervantes es un monumento de 1929 que se encuentra en la Plaza de España, en el Barrio de Palacio de Madrid, España  y que conmemora la obra del escritor.
 Estatua de Cervantes se encuentra en la plaza de la Universidad de Valladolid, colocada frente a ella.
 La Estatua de Miguel de Cervantes Saavedra se localiza en la Plaza 
de San Fernando, frente a la Iglesia del mismo nombre en el corazón de 
la ciudad de Guanajuato, México.
La Estatua de Miguel de Cervantes Saavedra se localiza en la Avda. 18 de Julio y Tristán Narvaja, frente a Biblioteca Nacional, en la ciudad de Montevideo, Uruguay .
 
Afirman que restos hallados en
Madrid son de Cervantes, "sin discrepancia"
Martes, 17 de Marzo 2015  |  6:44
am -Créditos: EFE
El director de la búsqueda de
los restos de Miguel de Cervantes, Francisco Etxebarria, confirmó que entre los
fragmentos se encuentran algunos pertenecientes al escritor, sin
"discrepancias".
El forense y director de la
búsqueda de los restos de Miguel de Cervantes, Francisco Etxebarria, confirmó
este martes 17 que "es posible considerar que entre los fragmentos"
encontrados en la cripta de la iglesia madrileña de las Trinitarias "se
encuentran algunos" pertenecientes al escritor, sin
"discrepancias".
La Agencia Efe informó el
pasado día 11 del hallazgo de los restos de Cervantes y su esposa, Catalina de
Salazar, cuyos detalles desvelaron los investigadores en rueda de prensa, a la
que asistió también  la alcaldesa de
Madrid, Ana Botella, quien afirmó que este hallazgo contribuye a la historia y
la cultura de España.
Según explicaron los
investigadores, en la búsqueda aparecieron restos muy descompuestos asociados
al escritor del Quijote, a su esposa y a las primeras personas enterradas en la
iglesia primitiva, que estaba ubicada en un punto distinto al actual.
Esos restos fueron inhumados
entre 1612 y 1630 de la iglesia primitiva de las Trinitarias, ubicada al
contrario de lo que se pensaba hasta ahora en un lugar distinto al actual, y
que fueron trasladados juntos a la cripta entre 1698 y 1730, en el momento en
que estaban terminando las obras de construcción del convento.
Según la antropóloga Almudena
García Cid, concretamente hay restos de un mínimo de cinco niños y un mínimo de
diez adultos (de ellos cuatro masculinos, dos femeninos, dos indeterminados y
dos probablemente masculinos), lo que se corresponde con los 17 enterramientos
documentados en la iglesia inicial.
No se han practicado pruebas
de ADN porque, según informó el forense Francisco Etxeberria, solamente podría
contrastarse con el de una hermana del padre de "El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha", cuyos restos están en un osario común de un
convento de Alcalá de Henares, a las afueras de Madrid.
Los restos estaban en el
subsuelo, en el conjunto que los investigadores nombraron con el número 32, y
aparecieron junto con elementos y ropajes que permitieron datarlos con los del
siglo XVII y contrastarlos con la documentación histórica.
Esta investigación, liderada
por el forense Luis Avial y el georradarista Francisco Etxebarria, costó
124.000 euros (unos 130.000 dólares) y estuvo apoyada por el Ayuntamiento de
Madrid.
EFE
Comentario de la novela "Don Quijote de la Mancha" por Vargas LLosas
MARIO     VARGAS    LLOSA
UNA   NOVELA
 PARA 
 EL SIGLO    XXI
Antes que nada, Don  Quijote de la Mancha,  la inmortal  novela de Cervantes, es una imagen:  la de un hidalgo  cincuentón,  embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético
 como su caballo, que,  acompañado por un campesino basto y gordinflón
montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las  llanuras de la Mancha, heladas en invierno y
candentes  en verano, en busca de aventuras.
lo anima un designio enloquecido:   resucitar el tiempo eclipsado  siglos atrás (y que,  por lo demás, nunca existió) de los caballeros
 andantes, que recorrían el mundo socorriendo
 a los débiles, desfaciendo  tuertos 
y haciendo reinar una justicia para los seres del común que de otro modo
éstos jamás alcanzarían,  del que se ha impregnado
leyendo  las novelas de caballerías,   a las que 
él atribuye  la veracidad  de escrupulosos libros de historia. 
Este ideal
es imposible de alcanzar porque todo en la realidad  en la que vive el Quijote  lo desmiente:  ya no hay caballeros  andantes, ya nadie profesa las ideas ni respeta
los valo res que movían a aquéllos, ni la guerra es ya un asunto de desafíos
individuales  en los que,  ceñidos a un puntilloso ritual, dos caballeros
dirimen  fuerzas. 
Ahora, como se lamenta  con melancolía  el propio don Quijote  en su discurso sobre las Armas y las Letras, la
guerra  no la deciden las espadas  y las lanzas, es decir,  el coraje  y la pericia  del individuo,  sino el tronar de los  cañones y la pólvora, una artillería  que, en el estruendo  de las matanzas que provoca, ha volatilizado  aquellos códigos del honor individual  y las proe zas de los héroes  que forjaron  las siluetas míticas de un Amadís de Gaula,  de un Tirante 
el Blanco y de un Tristán de leonís.
 
  
¿Significa esto que Don Quijote
de la Mancha es un libro pasadista,  que
la locura  de Alonso Quijano nace de la desesperada
nostalgia  de un  mundo  que  se fue, de un  rechazo visceral  de la modernidad  y el progreso?  Eso sería cierto  si el mundo  que el Quijote  añora y se empeña  en resucitar  hubiera  alguna  vez
formado parte de la historia.  En verdad,  sólo existió en la imaginación,  en las leyendas y las utopías  que fraguaron  los seres humanos para huir  de algún modo de la inseguridad  y el salvajismo  en que vivían  y para encontrar  refugio  en una sociedad de orden,  de honor, de principios,   de justicieros   y redentores civiles, que  los desagraviara de las violencias y sufrimientos
 que constituían  la vida verdadera para los hombres y las mujeres
del Medioevo.
La literatura  caballeresca  que hace perder  los sesos al Quijote ésta es  una expresión que hay que  tomar en un sentido  metafórico más que  literal 
 no es «realista»,   porque
 las delirantes proezas de  sus paladines  no reflejan una  realidad  vivida.  
Pero ella es una respuesta genuina,  fantasiosa, cargada de ilusiones y anhelos  y,  sobre
 todo,  de rechazo, a un  mundo  muy
 real en el que ocurría exactamente  lo opuesto a ese quehacer  ceremonioso y elegante, a esa representación en
la que siempre  triunfaba  la justicia,  y el delito  y el mal merecían  castigo  y sanciones, en
el que vivían, sumidos  en la zozobra y la
desesperación,  quienes leían (o escuchaban
 leer en las tabernas  y en las plazas)
ávida mente las novelas de caballerías.
Así, el sueño que convierte
a Alonso Quijano  en don Quijote de la Mancha
no consiste en reactualizar  el pasado, sino
en algo todavía mucho más ambicioso:
 realizar 
el mito, 'transformar  la ficción en
historia  viva.
Este empeño, que parece
un puro  y simple  dislate  a quienes rodean a Alonso Quijano,  y sobre todo a
sus amigos y conocidos de su anónima  aldea
el  cura, el barbero  Nicolás,  el ama y su sobrina, el bachiller  Sansón Carrasco,  va, sin embargo,  poco a poco, en el transcurso  de la novela, infiltrándose en la realidad, se
diría que debido a la fanática convicción con la que el Caballero de la Triste
Figura lo impone a su alrededor, sin arredrarlo en absoluto  las palizas  y los golpes  y las desventuras
 que por ello recibe por  doquier.  
En su espléndida  interpretación 
de la novela, Martín de Riquer  insiste
en que, de principio  a fin de su larga peripecia,
 don  Quijote 
 no cambia,  se repite  una  y otra  vez,  sin  que
vacile nunca su certeza de que son los encantadores los  que  trastocan   la realidad
 para  que  él parezca  equivocarse cuando  ataca molinos  de viento, 
odres de vino, carneros  o peregrinos  creyéndolos gigantes  o enemigos.
Eso es,  sin  duda,
cierto. Pero,  aunque el Quijote  no cambia, encarcelado como está en su rígida visión
caballeresca del mundo,  lo que sí va cambiando
 es su entorno,  las personas  que lo  circundan   y la propia
 realidad que,  como contagiada  de su poderosa locura,  se va desrealizando poco a poco hasta como en
un cuento  borgiano  convertirse en ficción.  Éste  es
uno de los aspectos más sutiles  y también
más modernos  de la gran novela cervantina.
 
 El gran tema de Don Quijote
 de la Mancha es  la ficción, su razón de ser,  y la manera como ella, al infiltrarse  en la vida, la va modelando, transformando. Así,
lo que parece a muchos lectores modernos el tema «borgiano» por antonomasia el
de Tlim, Uqbar,  Orbis Tertius-: es,  en verdad,  un tema cervantino  que,  siglos
después, Borges resucitó,  imprimiéndole un
sello personal. la ficción  es un asunto central de la novela,  porque el hidalgo manchego que es su protagonista
ha sido «desquiciado»  también en su  locura hay que ver una alegoría  o un símbolo 
 antes que un diagnóstico  clínico
por las fantasías de los libros de caballerías, y, creyendo   que el
mundo  es como lo describen  las  novelas
de Amadises  y Palmerines,  se lanza a él  en busca de unas aventuras que vivirá de manera
paródica,  provocando  y padeciendo pequeñas  catástrofes.  
Él no saca de esas  malas experiencias  una lección de realismo. Con la inconmovible  fe de los fanáticos, atribuye a malvados encantadores
 que sus  hazañas tornen  siempre a desnaturalizarse   y convertirse
 en farsas.  Al final, termina por salirse con la suya.  la  ficción
va contaminando  lo vivido y la realidad se  va gradualmente  plegando a las excentricidades y fantasías de
don Quijote.  
El propio Sancho  Panza, a quien en los primeros capítulos de la
historia se nos presenta  como un ser terrícola,  materialista  y pragmático  a más  no
poder,  lo vemos,  en la Segunda parte, sucumbiendo  también 
a los encantos de la fantasía, y, cuando ejerce la gobernación  de la Ínsula Barataria,  acomodándose  de buena gana al mundo  del embeleco y la ilusión.
 
Su lenguaje,  que al principio de la historia  es chusco, directo  y popular,  en la Segunda 
parte  se refina y hay episodios  en que suena tan amanerado como el de su propio
amo.
¿No es ficción la estratagema
 de que se vale el pobre  Basilio para recuperar a la hermosa
Quiteria,  impedir  que se case 
con el rico Camacho y lo haga más  bien con él? (I, r 9 a 2 r, págs.  r 66 r 87
). Basilio se «suicida»  en plenos preparativos
de las bodas, clavándose un estoque  y bañándose
en sangre. Y, en plena agonía, pide a Quiteria  que, antes de morir, le dé su mano, o morirá sin
confesarse. Apenas lo hace Quiteria,  Basilio
resucita,  revelando que su suicidio era teatro,  y que la sangre que vertió la llevaba escondida
en un pequeño  canutillo.  
La ficción  tiene  efecto,
 sin embargo, y, con la ayuda de don Quijote,
 se convierte en realidad, pues Basilio y
Quiteria  unen sus vidas.
Los amigos del pueblo de
don Quijote,  tan adversos a las novelerías literarias que hacen
una quema inquisitorial  de su biblio teca,
con el pretexto  de curar  a Alonso  Quijano  de su locura recurren a la ficción: urden y protagonizan
 representaciones para devolver al Caballero
de la Triste Figura a la cordura y al mundo real.  
Pero,  en
verdad,  consiguen  lo contrario:  que  la  ficción comience  a devorar la realidad. 
El bachiller  Sansón Carrasco se disfraza dos veces de caballero
andante,  primero  bajo  el
seudónimo del Caballero de los Espejos,  y, tres meses después,  en Barcelona, como el Caballero  de la Blanca Luna. 
La primera  vez el embauque  resulta contraproducente,  pues es el Quijote  quien se sale con la suya;  la segunda, en cambio, logra su propósito,  derrota a aquél y le hace prometer  que renunciará por un año a las armas y volverá
a su aldea, con lo que la historia  se  encamina hacia su desenlace.
Este  final es  un anticlímax 
 un tanto  deprimente  y forzado, y, tal vez por ello, Cervantes  lo despachó  rápidamente,  en unas pocas páginas,  porque  hay
algo irregular,  incluso  irreal,  en que don Alonso Quijano  renuncie  a la «locura»  y vuelva a la realidad cuando ésta, en torno
suyo, ha mudado  ya, en buena parte, en ficción,
como lo muestra  el lloroso Sancho  Panza (el hombre de la realidad) exhortando  a su amo, junto  a la cama en que éste agoniza,  a que  «no
 se muera»  y más bien se  levante  «y  vámonos al campo vestidos  de pastores»  a interpretar en la vida real esa ficción pastoril
 que es la última fantasía de don Quijote
 (II, 74,  pág.  I 102).
 
Ese proceso de ficcionalización de
la realidad alcanza su apogeo con la aparición 
 de los misteriosos  duques sin nombre,  que,  a partir
 del capítulo  3 I  de la Segunda  parte,  aceleran
y multiplican las  mudanzas de los hechos
de la vida diaria en fantasías tea trales y novelescas.  Los duques han leído la Primera  parte de la historia, al igual que muchos otros
personajes,  y cuando
encuen tran  al Quijote  y a Sancho Panza se hallan  tan  seducidos
 por la novela como aquél por los libros de
 caballerías. Y, entonces, disponen  que en su castillo  la vida se  vuelva  ficción,
que  todo en ella reproduzca   esa irrealidad   en  la  que  vive  sumido
 don Quijote.  
Por muchos  capítulos,  la ficción  suplantará  a la vida, volviéndose   ésta fantasía,
 sueño realizado,  literatura vivida. 
Los duques  lo hacen con la intención  egoísta  y algo despótica
 de divertirse   a costa
 del  loco y  su escudero; eso creen   ellos,  al
menos.  
Lo cierto  es que 
el juego  los  va corrompiendo,   absorbiendo,   al extremo  de que,  más  tarde,   cuando
 don Quijote  y Sancho parten  rumbo  a
Zaragoza,  los  duques no
se conforman y movilizan  a sus criados y soldados
 por toda la comarca hasta encontrarlos y
traerlos de nuevo al castillo,  donde han
montado la fabulosa ceremonia fúnebre y la supuesta  resurrección de Altisidora.  En el  mundo
 de los duques,  don Quijote  deja de ser un excéntrico,  está como en su casa porque  todo lo que lo rodea es ficción,   desde la
Ínsula  Barataria  donde  por
 fin realiza  Sancho Panza su  anhelo  de
ser  gobernador,  hasta  el
vuelo por  el aire montado  en Clavileño, 
 ese artificial  cuadrúpedo escoltado  por grandes  fuelles para simular  los vientos en los que el gran manchego galopa
por las nubes de la ilusión.
Al  igual  que
 los duques,  otro  poderoso   de la  novela,  don Antonio Moreno, que aloja y agasaja al Quijote
 en la ciudad de Barcelona, monta  también  espectáculos 
que desrealizan la realidad.  
Por ejemplo,  tiene  en
su casa una  cabeza encantada, de bronce,
 que responde  a las preguntas que se le formulan, pues conoce el futuro  y el pasado de las gentes.   
El  narrador  explica que se  trata  de
 un  «artificio», 
 que  la supuesta
 adivinadora  es una máquina  hueca desde cuyo interior  un estudiante  responde a las preguntas.   ¿No es esto vivir la ficción,  teatralizar  la vida, como lo hace don Quijote,  aunque con menos ingenuidad  y más malicia que éste?
Durante   su  estancia  en Barcelona,  cuando  su
huésped don Antonio Moreno está paseando
a don Quijote  por la ciudad (con un rótulo a la espalda que
lo identifica),  le sale al paso un castellano que apostrofa así al Ingenioso Hidalgo: «Tú eres loco ... [y} tienes propiedad de volver
locos y mentecatos  a cuantos te tratan y
comunican»  (II,  62,    pág.  102   5).  El castellano  tiene  razón:
la locura de don Quijote  su  hambre  de
irrealidad   es contagiosa y ha propagado  en torno suyo el apetito  de ficción que lo posee. Esto  explica  la floración  de historias, la selva de cuentos  y novelas que es  Don Quijote  de la Mancha. No  sólo el escurridizo Cide Hamete  Benengeli, 
 el otro  narrador  de la novela, 
 que se jacta de ser apenas el  transcriptor  y traductor  de aquél (aunque, en verdad, es también  su editor, anotador y comentarista)  delatan esa pasión  por la vida fantaseada  de la literatura,  incorporando a la historia principal  de don Quijote y Sancho, historias  adventicias, como la de El curioso impertinente
 y la de Cardenio y Dorotea.  
También los personajes   participan
 de esa propensión  o vicio narrativo  que los lleva, como a la bella morisca,  o al Caballero del Verde Gabán,  o a la infanta Micomicona,  a contar 
historias ciertas o inventadas,  lo
que va creando,  en el curso de la novela,
un paisaje hecho de palabras y de imaginación  que se superpone, hasta abolirlo por momentos,
 al otro,  ese paisaje natural  tan poco realista, tan resumido  en formas tópicas y de retórica convencional.
Don Quijote  de la Mancha es una novela sobre
la ficción en la que la vida imaginaria  está
por todas partes,  en las peripecias, en
las bocas y hasta en el aire que respiran los personajes.
 
Al mismo  tiempo  que
 una  novela  sobre
 la ficción,  el Quijote es un  canto  a
la libertad.   Conviene  detenerse 
 un  momento 
 a reflexionar sobre  la famosísima  frase  de
don  Quijote  a Sancho Panza:  «La  libertad,
 Sancho,  es uno de los más preciosos  dones que a los hombres dieron los cielos; con
ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por
la libertad así como por la honra se puede  y debe aventurar  la vida, y, por el contrario,  el cautiverio es el mayor mal que puede venir a
los hombres»  (II, 58, págs. 984985).
Detrás de la frase, y del
personaje de ficción que la pronuncia, asoma la silueta del propio
Miguel de Cervantes, que sabía muy bien de lo que hablaba.  los  cinco
años que pasó cautivo de los moros en Argel,  y las tres veces que estuvo en la cárcel en España
por deudas y acusaciones de malos manejos cuando  era inspector de contribuciones  en Andalucía para la Armada,  debían 
de haber aguzado  en él, como en pocos,
un apetito  de libertad,  y un horror a la falta de ella, que impregna  de autenticidad  y fuerza a aquella frase y da un particular  sesgo libertario  a la historia  del Ingenioso Hidalgo.
 
¿Qué idea de la libertad
 se hace don Quijote? La misma que, a
partir  del siglo  XVIII,  se
harán en Europa los llamados liberales: la libertad  es  la soberanía
de un individuo  para decidir  su vida sin presiones ni condicionamientos,  en exclusiva función  de su inteligencia  y voluntad.  Es decir, lo que varios siglos más tarde, un Isaías Berlín definiría  como «libertad negativa»,
 la de estar libre  de interferencias  y coacciones para  pensar, expresarse  y actuar. Lo que anida en el corazón es  esta idea de la libertad
 es una desconfianza profunda de la autoridad,
 de los desafueros que puede cometer el poder,
todo poder.
Recordemos que el Quijote
 pronuncia  esta alabanza exaltada de la libertad  apenas 
parte  de los dominios  de los anónimos duques,  donde  ha
sido tratado  a cuerpo  de rey por ese exuberante  señor del castillo,  la encarnación  misma  del
poder.  Pero, en los halagos y mimos de que
fue objeto, el Ingenioso Hidalgo percibió un invisible corsé que amenazaba y rebajaba
su libertad «porque  no lo gozaba con la libertad  que lo gozara si [los regalos y la abundancia
 que 
se volcaron sobre él} fueran míos».  El supuesto de esta afirmación es que el fundamento
 de la libertad es la propiedad privada, y
que el verdadero gozo sólo es completo si, al gozar, una persona no ve recortada
su capacidad de iniciativa, su libertad de pensar y de actuar. Porque  «las obligaciones de las recompensas de los beneficios
y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso
aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación  de agradecerlo a otro que al mismo cielo!».   No puede
ser más claro:  la libertad es individual
y requiere un nivel mínimo  de prosperidad
para ser real. Porque quien es pobre y depende de la dádiva o la caridad para sobrevivir,
nunca es totalmente  libre. Es verdad que
hubo  una 
antiquísima época, como recuerda  el
Quijote   a los pasmados 
cabreros en su discurso  sobre la Edad
de Oro (I, r r, pág. 97) en que «la virtud y la bondad imperaban en el mundo», y
que en esa paradisíaca edad, anterior a la propiedad  privada, 
«los que en ella vivían ignoraban
 estas dos palabras de tuyo y mío»  y eran «todas las cosas comunes».  Pero,  luego,
la historia  cambió, y llegaron
«nuestros detestables siglos»,   en los que, a fin de que hubiera  seguridad y justicia,
 «Se  instituyó la orden de los caballeros andantes,
para defender las  doncellas,  amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y
a los menesterosos».
 
El   Quijote   no cree
que  la justicia,   el orden
 social,  el progreso, sean funciones de
la autoridad,  sino obra del quehacer de individuos
 que,  como sus modelos,   los  caballeros  andantes,  y él  mismo,
se hayan echado sobre los hombros  la tarea
de hacer menos injusto y más libre y próspero el mundo  en el que viven. 
Eso es el caballero andante:  un individuo  que, motivado por una vocación generosa,  se lanza por los caminos,  a buscar 
remedio para todo lo que anda mal en el planeta. La autoridad, cuando aparece,
 en vez de facilitarle  la tarea,  se la dificulta.
¿Dónde  está la autoridad,  en la España que recorre el Quijote a lo largo
 de sus tres  viajes?  Tenemos  que  salir   de  la novela para saber que el rey de España al  que  se alude
 algunas  veces es Felipe  III,  porque,   dentro
 de la ficción,  salvo contadísimas y fugaces apariciones,  como la que hace el  gobernador  de Barcelona mientras  don Quijote  visita el puerto  de esa ciudad,  las autoridades  brillan  por su ausencia.  
Y las instituciones  que  la encarnan,
 como la Santa Hermandad,   cuerpo  de justicia  en el mundo  rural,  de
la  que se tiene  anuncios  durante  las  correrías
de don Quijote  y Sancho, son mencionadas
más bien como algo lejano,  oscuro y peligroso.
Don Quijote  no tiene el menor reparo en enfrentarse a la autoridad  y en desafiar las  leyes cuando éstas chocan con su propia concepción
de la justicia  y de la libertad.  
En su primera  salida, se enfrenta al rico Juan  Haldudo,  un vecino del Quintanar,  que está azotando  a uno de sus mozos porque  le pierde  sus ovejas, algo  a lo que,  según  las
bárbaras costumbres  de la época,  tenía perfecto derecho.  Pero este derecho es intolerable  para el manchego, que rescata al mozo reparando
 así lo que cree un abuso (apenas parte, Juan
 Haldudo,  pese  a sus
promesas en contrario, vuelve a azotar a Andrés hasta dejarlo moribundo)  (I,  4,  pág.  50).
Como en éste, la novela está llena de episodios donde la visión individualista  y libérrima  de la justicia  lleva al temerario  hidalgo a desacatar  los poderes,  las leyes y los usos establecidos,   en nombre
de lo que es para él un imperativo moral superior.
 
La aventura donde don Quijote
 lleva su espíritu  libertario a un extremo poco menos  que suicida delatando  que su idea de la libertad anticipa  también  algunos  aspectos  de la de los pensado res anarquistas de dos siglos
más tarde  es una de las más célebres de
la novela: la liberación de los doce delincuentes,  entre ellos el siniestro  Ginés de Pasamonte,  el futuro maese Pedro, que fuerza el Ingenioso
Hidalgo,  pese a estar perfectamente  consciente, por boca de ellos  mismos, que se trata  de  rufiancillos   condenados
por sus fechorías  a ir a remar a las galeras
del rey. 
Las razones que aduce para su abierto desafío a la autoridad «no es
bien que los hombres  honrados  sean verdugos  de los otros hombres»  disimulan 
apenas, en su vaguedad,  las verdaderas
 motivaciones que transpiran  de una conducta que, en este tema,  es de una gran coherencia a lo largo de toda la
novela:  su desmedido  amor a la libertad,  que él, si hay que elegir,  antepone  incluso a la justicia, y su profundo recelo de
la autoridad,  que,  para él, no es garantía de lo que llama de manera  ambigua «la  justicia  distributiva», expresión en la que hay que entrever
un anhelo igualitarista que contrapesa por momentos  su ideal libertario.
En este episodio,  como para que no quede  la menor  duda de lo insumiso  y libre  que es su pensamiento,   el Quijote hace un elogio del «oficio de alcahuete»,  «oficio  de discretos 
y necesarísimo en la república  bien
ordenada», indignado  de que se haya condenado  a galeras  por  ejercerlo
 a un viejo  que,  a
su juicio, por practicar la tercería debería más bien haber sido enviado «a
mandallas y a ser general de ellas»  (I, 22,    pág.  202).
Quien  se atrevía a rebelarse de manera  tan manifiesta contra la corrección política  y moral imperante,  era un «loco» sui generis, que,  no sólo cuando  hablaba  de las  novelas  de caballerías decía y hacía cosas que cuestionaban
 las raíces de la sociedad en que vivía.
¿Cuál es la imagen de España
que se levanta  de las páginas  de la novela cervantina? 
La de un mundo  vasto y diverso, sin fronteras geográficas, constituido
 por un archipiélago  de comunidades, aldeas y pueblos, a los que
los personajes dan el nombre de «patrias». Es una imagen muy semejante a aquella que las novelas de caballerías trazan
de los imperios  o reinos donde suceden, ese
género  que supuestamente   Cervantes
 quiso ridiculizar con Don Quijote  de la Mancha (más bien, le rindió un soberbio home
naje y una de sus grandes proezas literarias consistió en actualizarlo, rescatando  de él, mediante  el juego y el humor,  todo lo que en la narrativa  caballeresca podía sobrevivir y aclimatarse  a los valores sociales y artísticos  de una época, el siglo XVII,    muy distinta
 de aquella en la que había nacido).
 
A lo largo de sus tres salidas,
 el Quijote  recorre  la Mancha y parte  de Aragón  y Cataluña, 
 pero,  por  la procedencia   de muchos
 personajes  y referencias  a lugares  y cosas en el curso de la narración y de los diálogos,
España aparece como un espacio mucho  más
vasto,  cohesionado  en su diversidad   geográfica
 y cultural  y de unas inciertas fronteras que 
parecen  definirse  en función  no de territorios  y demarcaciones  administrativas,  sino religiosas: España termina en aquellos  límites  vagos, y concretamente marinos,  donde  comienzan 
 los dominios   del  moro, el enemigo religioso.  
Pero, al mismo  tiempo  que
España es el contexto y horizonte plural  e
 insoslayable  de la relativamente pequeña geografía que recorren
don Quijote  y Sancho Panza, lo que resalta
y se exhibe con gran color y simpatía es
la «patria», ese espacio concreto y humano,  que la memoria puede  abarcar,
un paisaje, unas gentes,  unos usos y costumbres
 que el hombre y la mujer  conservan en sus recuerdos como un patrimonio
personal y que son sus mejores  credenciales.
 
Los personajes  de la novela viajan por el mundo,  se podría decir, con sus pueblos  y aldeas a cuestas.  
Se presentan dando  esa
referencia  sobre ellos mismos,  su «patria»,
 y todos  recuerdan  esas pequeñas  comunidades donde han dejado amores, amigos,  familias,  viviendas y animales,  con  irreprimible
nostalgia.   
Cuando,  al  cabo
 del tercer  viaje, después  de tantas aventuras,  Sancho Panza divisa su aldea, cae de rodillas,
conmovido,  y exclama: «Abre los ojos,
deseada patria,  y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo ...
» (II, 72, pág.  1093).
Como, con el paso del tiempo,
 esta idea de «patria»  iría desmaterializándose y
acercándose cada vez más a la idea de nación (que sólo nace en el siglo XIX)  hasta confundirse  con ella, con viene precisar que las «patrias»
 del Quijote no tienen  nada que ver, y son más bien  írritas,  a ese concepto abstracto,  
general, esquemático  y esencialmente
 político, que es el de nación y que está en la raíz de todos
los nacionalismos,  una ideología colectivista que pretende definir a los individuos
 por su pertenencia  a un conglomerado humano  al
 que 
ciertos  rasgos característicos la  raza, la lengua,  la religión 
 habrían  impuesto  una personalidad específica y diferenciable de las otras.  
Esta concepción está en las antípodas  del  individualismo
exaltado del que hace gala don Quijote   y quienes  lo acompañan  en la novela de Cervantes, un mundo  en el que el «patriotismo»   es un sentimiento
 gene roso y positivo, de amor al terruño
 y a los suyos, a la memoria  y al pasado familiar,  y no una manera de diferenciarse, excluirse y elevar
 fronteras  contra  los
«Otros».   
La España del  Quijote  no tiene fronteras y es un mundo plural  y
abigarrado,  de incontables patrias,  que se abre al mundo  de afuera y se confunde  con él a la vez que  abre sus puertas  a los que vienen  a ella de otros lares,   siempre
 y cuando  lo hagan  en son de paz,  y  salven
 de algún  modo el escollo (insuperable  para la  mentalidad  contra reformista de la época)  de la religión  (es decir, convirtiéndose al cristianismo).
 
La modernidad del Quijote
 está  en el espíritu  rebelde, justiciero, que  lleva al personaje   a asumir
 como su responsabilidad  personal cambiar  el mundo  para  mejor,
aun cuando,  tratando  de ponerla  en práctica,  se equivoque,  se estrelle 
contra  obstáculos insalvables  y sea golpeado, vejado  y  convertido  en objeto  de irrisión.  
Pero también  es una novela de actualidad  porque 
Cervantes,  para contar  la gesta  quijotesca, revolucionó  las formas narrativas de su tiempo  y sentó las bases sobre las que nacería la novela
moderna.  
Aunque  no lo sepan, los novelistas contemporáneos que
juegan con la forma, distorsionan  el tiempo,
 barajan y enredan
 los puntos  de vista y experimentan
 con el lenguaje, son todos deudores de Cervantes.
Esta revolución formal  que  significó
el Quijote  ha sido estu diada y analizada
desde todos los puntos  de vista posibles,
y,  sin embargo,  como ocurre con las obras maestras  paradigmáticas, nunca se agota, porque,  al igual que el Hamlet,  o La divina  comedia, o la Ilíada y la
Odisea,  ella evoluciona con el paso del tiempo
y se recrea a sí misma en función de las estéticas
y los valores que cada cultura privilegia,
 revelando que es una verdadera  caverna de Alí Babá, cuyos tesoros nunca se extinguen.
 
Tal vez el aspecto más innovador
 de la forma narrativa  en el Quijote sea la manera  como Cervantes  encaró  el
problema del narrador, el problema  básico que debe resolver todo aquel que se dispone a escribir una novela: ¿quién
va a contar la historia? 
La respuesta  que  Cervantes  dio a esta pregunta inauguró una sutileza y complejidad  en el género que todavía sigue enriqueciendo
a los novelistas modernos y fue para su época lo que, para la nuestra, fueron el
Ulises del Joyce, en busca del tiempo perdido  de Proust,  o, en el ámbito  de la literatura hispanoamericana, Cien. años de
soledad  de García Márquez o Reyuela« de Cortázar.
¿Quién  cuenta  la
historia  de don  Quijote  y Sancho Panza?
Dos narradores: el misterioso
 Cicle Hamete Benengeli,  a quien nunca leemos directamente,  pues su manuscrito original 
está en árabe, y un narrador anónimo, 
que habla a veces en primera persona pero más frecuentemente desde la tercera
 de los narrado res omniscientes,  quien,  supuestamente,
traduce al español y, al mismo  tiempo, adapta,  edita  y
a veces comenta  el manuscrito de aquél. Ésta es una 
estructura  de caja china:  la historia  que los lectores  leemos  está  contenida 
 dentro   de otra,  anterior y más amplia,  que sólo podemos  adivinar.  
La existencia 
de estos dos narradores  introduce
 en la historia  una ambigüedad y un elemento  de incertidumbre  sobre aquella
 «otra» historia,  la de CicleHamete  Benengeli, algo que impregna a las aventuras de
don Quijote  y Sancho Panza de un sutil  relativismo,  de un aura de subjetividad, que contribuye  de manera decisiva a darle autono mía, soberanía
y una personalidad  original.
Pero estos dos narradores,
 y su delicada dialéctica,  no son los únicos que cuentan en esta novela de
cuentistas  y relatores compulsivos: muchos personajes
los sustituyen,   como hemos visto, refiriendo
 sus propios  percances 
o los ajenos en episodios  que son
otras  tantas  cajas chinas  más pequeñas  contenidas  en ese vasto universo  de ficción lleno de ficciones particulares  que es Don Quijote de la Mancha.
Aprovechando  lo que era un tópico  de la novela de caballerías (muchas de ellas eran
supuestos manuscritos encontrados  en sitios exóticos y estrafalarios), Cervantes
hizo de Cicle Hamete Benengeli  un 
dispositivo   que  introducía
la ambigüedad y el juego como rasgos centrales de la estructura narrativa.
 
Y también  produjo  trascendentales innovaciones  en el otro asunto  capital  de la forma 
novelesca, además  del narrador:  el tiempo  narrativo.
Como el narrador, el tiempo
 es también  en toda novela un artificio,  una invención,  algo fabricado 
en función  de las necesidades de
la anécdota y nunca una mera reproducción o reflejo del tiempo  «real».
En el Quijote hay varios
tiempos  que, entreverados  con maestría,  inyectan  a la novela ese aire de mundo independiente, ese rasgo de autosuficiencia,  que es determinante  para dotarla  de poder de persuasión.  
Hay, de un lado, el tiempo en el que se mue ven  los personajes de la historia, y que abarca, más
o menos, un poco más de medio año, pues los tres viajes del Quijote  duran, el primero,  tres días, el  segundo 
un par de meses y el tercero unos cuatro meses. 
A este período hay que sumar
dos intervalos entre viaje y viaje (el segundo,  de un mes)  que el Quijote pasa en su aldea,   y los días
finales, hasta su muerte.  
En total,  unos siete  u ocho meses.
Ahora bien, en la novela
ocurren episodios que,  por su naturaleza, alargan considerablemente  el  tiempo
 narrativo, hacia el pasado y hacia el futuro.  
Muchos de los sucesos  que conocemos a lo largo de la historia,  han sucedido ya, antes de que empiece, y nos enteramos
de ellos por testimonios  de testigos  o protago nistas,  y a muchos de ellos los vemos concluir  en lo que sería el «presente» de la novela.
Pero el hecho más notable
 y sorprendente  del tiempo  narra tivo es que muchos  personajes de la Segunda parte de Don Quijote de la Mancha, como es el caso de los duques,  han leído  la Primera.  
Así nos enteramos  de que existe  otra  realidad,
 otros tiempos, ajenos al novelesco, al de
la ficción, en los que el Quijote y Sancho  Panza existen  como personajes  de un libro,  en lecto res que están,  algunos  dentro,  y otros, «fuera» 
 de la historia, como es el caso de
 nosotros,  los lectores de la actualidad.   
Esta pequeña
 estratagema,   en la que
 hay que ver algo mucho  más audaz  que un simple juego de ilusionismo literario,  tiene  con
secuencias trascendentales  para la estructura
 novelesca. 
Por una   parte, expande y multiplica
 el tiempo de la ficción, la que queda  otra  vez una caja  china encerrada dentro  de un universo más amplio,  en el que  don Quijote,   Sancho y demás  personajes  ya han vivido  y sido convertidos en héroes de un libro y llegado
al corazón y a la memoria  de los lectores
 de esa «Otra»   realidad,
que no es exactamente aquella que estamos
leyendo, y que con tiene   a ésta,  así como en las cajas chinas la más  grande contiene a otra más pequeña, y ésta a otra,
en un proceso que, en teoría, podría ser infinito.
 
Éste es un juego  divertido  y, a la vez, inquietante,   que,  a la vez que permite  enriquecer  la  historia
 con episodios  como los que fraguan los duques  (conocedores por el libro que han leído de las
manías  y obsesiones de don  Quijote),  tiene también
la virtud  de ilustrar  de manera muy gráfica y amena, las complejas relaciones  entre  la
ficción y la vida,  la manera como  ésta
produce  ficciones y éstas,  luego,  revierten   sobre  la vida  animándola,  cambiándola, añadiéndole  color,  aventura,   emociones, risa,  pasiones  y sorpresas.
Las relaciones  entre la ficción y la vida,  tema recurrente  de la literatura  clásica y moderna,  se manifiestan  en la novela de Cervantes de una manera que anticipa
 las grandes aventuras literarias del  siglo  xx,
 en las que la  exploración de los maleficios de la forma  narrativa  el  lenguaje,
 el tiempo,  los personajes,  los puntos  de vista y la función del narrador   tentará  a los mejores novelistas.
Además  de éstas y otras  muchas  razones,
 la perennidad del Quijote se debe asimismo
 a la elegancia y potencia de su estilo,  en el que la lengua  española alcanzó uno de sus más altos vértices.
Habría  que hablar, tal vez, no de uno, sino
 de los varios estilos en que está escrita
la novela.  
Hay dos que se distinguen nítida
mente y que,  como la materia  novelesca, corresponden  a los dos términos  o caras de la realidad por las que transcurre  la historia: el  «real»   y el ficticio. 
 
En los cuentos  e historias  intercalados el lenguaje  es mucho más engolado  y retórico  que  en la
 historia central  en la que el Quijote,  Sancho, el cura,  el barbero y demás aldeanos hablan de una manera
más natural  y sencilla. 
En tanto que en las
historias añadidas el narrador utiliza  un
lenguaje  más afectado más  literario 
 con lo que consigue  un efecto distanciador  e irrealizante.   Estas diferencias
 se dan, también, en las frases que salen de las
bocas de los personajes,  según la condición social,  grado  de
educación y oficio  del  hablante.   Incluso
 entre los personajes  del sector más popular,  las  diferencias
son notorias según  hable  un aldeano  de vida elemental,   que se
expresa con gran  transparencia,  o lo haga un galeote,  un rufiancillo de ciudad, que se vale de la germanía,  como los galeotes cuya jerga delincuencia!  resulta a ratos totalmente  incomprensible para don Quijote.    
Éste  no tiene 
 una  sola manera  de expresarse.  Como don Quijote,  según el narrador,  sólo «izquierdeaba»   (exageraba o desvariaba) con los temas caballerescos,   al tocar
otros asuntos habla  con precisión  y objetividad,    buen  juicio   y sensatez,  en tanto  que, cuanto  aparecen aquéllos en su boca, ésta torna a ser
un surtidor  de tópicos literarios, rebuscamientos  eruditos,  referencias literarias  y fantásticos  delirios.  
No menos variable es el lenguaje   de Sancho
 Panza,  quien,   ya lo hemos  visto,  cambia
de manera de hablar  a lo largo de la historia,   desde ese
lenguaje sabroso,   rebosante  de vida,  cuajado  de refranes  y dichos  que expresan todos el  acervo de la  sabiduría  popular,  al retorcido  y engalanado  del final,  que  ha adquirido
por  la vecindad  de  su amo,
y que es como una risueña parodia de la parodia que es en sí misma la lengua  del Quijote. 
 A Cervantes  debería corresponder por eso, más que a Sansón
Carrasco, el apodo del Caballero de los Espejos,  porque Don Quijote de la Mancha  es un verdadero laberinto   de espejos
 donde  todo, los
 personajes,  la forma artística, la anécdota,  los  estilos,
se  desdobla  y multiplica 
 en imágenes que  expresan  en toda
 su infinita  sutileza 
 y diversidad   la vida
humana.
 
Por  eso,  esa
pareja  es inmortal   y cuatro  siglos  después
de venida  al mundo  en la pluma  de Cervantes,  sigue cabalgando,
sin tregua ni desánimo. En la Mancha,   en Aragón,  en Cataluña, en Europa, en América,  en el mundo. 
Ahí están todavía, llueva, ruja el trueno, queme  el sol, o destellen  las estrellas en el gran silencio   de la noche
polar,  o en  el desierto, 
 o en la maraña  de las selvas, discutiendo,  viendo  y entendiendo  cosas distintas  en todo lo que encuentran  y escuchan,  pero, pese a disentir  tanto, necesitándose cada vez más,  indisolublemente   unidos
 en esa extraña alianza que es la del sueño
y la vigilia, lo real y lo ideal, la vida y la muerte, el espíritu y la carne, la
ficción y la vida. 
En la historia  literaria
ellos son dos figuras inconfundibles, la una alargada y aérea como una ojiva gótica
 y la otra  espesa y chaparra como el  chanchito  de la suerte,  dos actitudes, dos ambiciones, dos visiones. Pero, a la
distancia, en nuestra memoria de lectores de su epopeya novelesca, ellas se juntan
y se funden y son «Una sola sombra»,  como la pareja del poema de José Asunción  Silva, que retrata  en toda su contradictoria  y fascinante verdad la condición  humana.
 
 
 
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